Detalle de una ilustración de Albert Asensio para el libro 'El color que cayó del espacio' (Nórdica), de H. P. Lovecraft

Detalle de una ilustración de Albert Asensio para el libro 'El color que cayó del espacio' (Nórdica), de H. P. Lovecraft A. Asensio/Nórdica

Entre dos aguas

Lovecraft y el poder del cerebro

El académico e historiador de la Ciencia aborda la faceta científica del escritor con motivo de la publicación de 'El Astronomicon'

10 enero, 2022 03:04

¿Por qué nos atraen algunas cosas, ciertos asuntos o personas? Es esta una cuestión estrechamente relacionada con el sempiterno “libre albedrío”. Y también involucra la no menos antigua de “naturaleza frente a crianza”. ¿Somos realmente libres, o meras marionetas de las reacciones químicas que gobiernan nuestra fisiología y las multibillonarias conexiones sinápticas entre los cien mil millones de neuronas que pueblan el cerebro humano? ¿En qué medida la educación que hemos recibido se impone a los condicionamientos implícitos en nuestro genoma?

No hace falta ser un creyente en el psicoanálisis para aceptar la que se puede considerar idea central en el pensamiento de aquel explorador de lo mentalmente oculto que fue Sigmund Freud: “Existen –se lee en, por ejemplo, El yo y el ello (1923)– procesos o representaciones anímicas de gran energía que sin llegar a ser conscientes, pueden provocar en la vida anímica las más diversas consecuencias, algunas de las cuales llegan a hacerse conscientes como nuevas representaciones”. La gran pregunta es de dónde proceden las “inclinaciones” que, pacífica o irresistiblemente, guían o condicionan nuestros comportamientos. Un tipo específico de tales condicionamientos son los “instintos”. Pero estos ¿qué son en realidad?

Lo que la lectura de estos textos y cartas de Lovecraft me sugiere es que manifestó otro de los depósitos atávicos –en cierto sentido también se trata de un instinto– de nuestra mente: la atracción por lo que alberga el Universo

Uno de los instintos que de alguna manera perviven en la psique humana es el temor a las serpientes (se cree que es el que más fuerza posee). Hace no mucho, científicos del Instituto Max Planck de Leipzig y de la Universidad de Uppsala detectaron en bebés menores de un año signos de estrés ante la presencia de serpientes o de arañas, algo que refuerza la idea de que el miedo a estos seres puede tener un origen evolutivo que hace que sea innato en especies como Homo sapiens.

En El origen de las especies (1859) Charles Darwin no trató este asunto, aunque sí en su otro gran libro, El origen del hombre (1871). Allí, en el capítulo 3 (“Comparación de la capacidad mental de hombre y los animales inferiores”) escribió: “Puesto que el hombre posee los mismos sentidos que los animales inferiores, las intuiciones fundamentales deben ser las mismas. El hombre posee asimismo unos cuantos instintos en común, como el de la autoconservación, el amor sexual, el amor de la madre por sus hijos recién nacidos, el deseo que éstos poseen de mamar, etc., [aunque], quizá, posee menos instintos que los que tienen los animales que le siguen directamente en la serie”. Admitía, eso sí, que “no podemos estar seguros de que los simios no aprendan por su propia experiencia o por la de sus padres”, pero, añadía, “es seguro que tienen un temor instintivo a las serpientes y probablemente a otros animales peligrosos”. Y creía que “el mayor número de los instintos más complejos parece haberse conseguido a través de la selección natural de variaciones de actos más sencillos”.

Ahora bien, al igual que ignoraba cómo era posible que se produjesen cambios de padres a hijos que introdujesen cambios en el patrimonio biológico heredado, Darwin no sabía cómo podrían conservarse algunos instintos en los azarosos caminos de la evolución de las especies. La genética vino al rescate del gran, fundacional, problema de Darwin en lo que se refiere a las modificaciones que permiten que las especies se transformen, pero en lo que se refiere a la heredabilidad de los instintos, a cómo es posible que ciertas respuestas, ciertos temores, se graben en nuestro código genético, se necesita algo más que las mutaciones en el genoma. Una de las ideas que se han propuesto es que las respuestas inmediatas que denominamos “instintos” proceden de un grupo de neuronas situadas en la parte posterior del tálamo, la estructura cerebral ubicada encima del tronco del encéfalo y cuya función principal es transmitir señales sensoriales a la corteza cerebral. Esas neuronas responden selectiva y rápidamente a las imágenes de serpientes.

En el fondo, no debe sorprendernos que nuestro cerebro conserve ese tipo de recuerdos. Por una parte, sabemos que el cerebro humano ha ido manteniendo estructuras heredadas de especies con las que estamos emparentados –es en este sentido un producto de aluvión– , y por otra que es capaz de actividades para las que aún no tenemos explicación, como puede ser la capacidad de “ver” relaciones numéricas o funcionales que no se sabe demostrar.

Me ha hecho rememorar todo esto –un caso más de los sorprendentes caminos por los que procede la actividad mental– la reciente publicación de un libro, El Astronomicon (El Paseo, 2021) que recoge algunos textos de divulgación sobre temas astronómicos (también incluye una interesante crítica a la astrología) de Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), quien combinó magistralmente el terror con la ciencia ficción, hasta el punto que cabe imaginar que lo que hizo fue desvelar substratos profundos –¿temores ancestrales?– de nuestra psique, que únicamente afloran en ocasiones a través de los sueños.

En lo que se refiere a lo que pueden enseñar acerca de la astronomía, el interés de estos textos, que datan de las dos primeras décadas del siglo XX, es escaso, no en vano ha pasado más de un siglo desde que fueron escritos; pero lo que en principio sí muestran es la pasión que desde muy joven sintió Lovecraft por la astronomía, que comenzó a estudiar a finales de 1902 cuando tenía doce años. “Un año después ya no pensaba más que en la astronomía –escribía en una carta de 1918, citada en la informativa presentación de Óscar Mariscal–, pero lo que más me atraía de ella no se encontraba en el Sistema Solar. Puede decirse que, en realidad, ignoré los abismos del espacio para satisfacer mi curiosidad respecto a la posible existencia de vida en los cuerpos planetarios de nuestro sistema”.

Lo que la lectura de estos textos y cartas de Lovecraft me sugiere es, en primer lugar, que en él se manifestó otro de los depósitos atávicos –en cierto sentido también se trata de un instinto– de nuestra mente: la atracción por lo que alberga el Universo. Y en segundo lugar, el sorprendente a la vez que misterioso poder del cerebro humano, que partiendo de hechos permite construir mundos imaginarios que desafían la racionalidad humana, arte en el que Lovecraft fue un maestro.

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