El Cultural

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

No es solo la economía

La crisis climática está asociada, además de a la importante emisión de gases, al estilo de vida consumista de las sociedades más desarrolladas

2 diciembre, 2019 07:50

Que el clima está cambiando por la acción humana, que la temperatura media de la Tierra aumenta, debido sobre todo –pero no únicamente– a las emisiones de dióxido de carbono, es algo que hace tiempo ha traspasado la frontera de la incertidumbre científica. La revista BioScience acaba de publicar un artículo titulado Advertencia de los científicos del mundo de una emergencia climática, a cuyos cinco autores, encabezados por William Ripple, se han sumado 11.258 científicos de 153 países, cuyas primeras frases no dejan duda de su contenido: “Los científicos tienen una obligación moral de advertir claramente a la humanidad de cualquier amenaza catastrófica y de ‘contarla tal como es’. En base a esta obligación y los indicadores gráficos presentados a continuación, declaramos […], clara e inequívocamente, que el planeta Tierra se enfrenta a una emergencia climática”.

Está a punto de iniciarse en Madrid una nueva Conferencia sobre el Cambio Climático patrocinada por la Organización de Naciones Unidas. Hace 40 años representantes de 50 naciones se reunieron en Ginebra, en la que fue la primera de estas Conferencias, y concluyeron que existían señales alarmantes de que el clima estaba cambiando y que era urgente actuar. Después vinieron otras reuniones internacionales, algunas con acuerdos como el firmado en 2015 en París, por el que 195 países se comprometieron a limitar el aumento de temperatura de nuestro planeta a 1,5 grados, lo que, se señalaba, “reducirá considerablemente los riesgos y el impacto del cambio climático”, una afirmación ésta muy dudosa. Y en cualquier caso “reducir considerablemente” no es “reducir totalmente”, que es lo que se necesita cuando el riesgo atañe a nuestro hábitat: el planeta Tierra. Sucede, además, que las emisiones de gases de efecto invernadero continúan creciendo. La Unión Europea es quien más se ha comprometido al respecto, anunciando su intención de reducirlas en un 40 % como mínimo, para el 2030. Que se logre es otro cantar.

La crisis climática está asociada, además de a la importante emisión de gases, al estilo de vida consumista de las sociedades más desarrolladas

La emisión de estos gases, vinculada a elementos como la utilización de combustibles fósiles en transporte, electricidad, manufacturas o calefacción, es el factor más importante, pero existen otros. La crisis climática está asociada al consumista estilo de vida de las sociedades más desarrolladas, un estilo de vida que, publicitado por los medios de comunicación globales, se ha convertido en un ideal mundial, al que, me atrevo a pensar, no son ajenos todos esos jóvenes que han salido a la calle exigiendo –con todo derecho– poder disfrutar en el futuro, su futuro, de un planeta en parecidas condiciones a las de las generaciones precedentes. Es importante, sin duda, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, pero también lo es que no continúe creciendo ni la población mundial humana ni la de rumiantes (proveedores de carne para el consumo humano y grandes emisores de metano, otro gas de efecto invernadero); que no se pierdan tantas superficies arboladas –a la cabeza de ellas la Amazonía brasileña–, bien por nuestra acción directa o por otras causas (como la lluvia ácida); o que se pongan límites radicales al transporte de pasajeros que utilizan los contaminantes aviones comerciales. Factores estos que no entran en el tan cacareado “impuesto sobre el carbono”, que introdujo el Protocolo de Kioto (1997), impuesto cuya lógica es coherente con la mentalidad industrial del crecimiento continuo, pero no con una ecología sostenible.

Que los científicos cumplan con la “obligación moral” de advertir de las consecuencias futuras –ya no riesgos, una palabra ésta asociada a “probabilidad” que constituye una cómoda vía de escape para muchos– no es suficiente. De lo que se trata es de la acción política a nivel internacional. Y, desgraciadamente, es muy difícil que este tipo de acción –ejemplificada en las Conferencias sobre el Cambio Climático– satisfaga todo lo que es necesario. Y ello porque aunque el mundo esté globalizado, las unidades políticas son naciones. En un libro que acaba de publicarse en castellano, El casino del clima (Ediciones Deusto-Planeta), su autor, el Premio Nobel de Economía de 2018 William Nordhaus, sostiene algo que a la mayoría de nosotros no nos sorprende: “Varios estudios empíricos han examinado hasta qué punto el dilema nacionalista diluye la efectividad de las estrategias de calentamiento global. Estos trabajos confirman que el comportamiento nacionalista conlleva un nivel de reducción de emisiones sustancialmente menor que el que ocurriría con políticas nacionales que tomasen en consideración el bienestar nacional pero también el bienestar global […] Este dilema también tiene implicaciones para la consecución de grandes acuerdos internacionales. Los países no solo tienen fuertes incentivos para desmarcarse de dichos pactos, sino que también los tienen para hacer trampa una vez que han suscrito estos acuerdos”.

Están, asimismo, los intereses industriales y comerciales de corporaciones, algunas provistas de poderes e influencia que pueden competir con no pocos Estados. En mi opinión, la dificultad de cómo abordar el gravísimo problema del cambio climático no reside en convencer de que es real. Incluso aquellos que pretenden negarlo, son conscientes, creo, de su existencia y consecuencias. El desacuerdo a la hora de establecer convenios eficaces y globales tiene que ver, por supuesto, con intereses particulares, pero también con “valores”, un término al que bien se puede añadir el resbaladizo adjetivo “éticos”. Valores como dar preferencia al presente frente al futuro, al deseo de no sacrificar (en realidad, habría que hablar de disminuir) el bienestar de los humanos actuales al de los que vendrán después. O pensar que el planeta, y todo lo que contiene – recursos minerales, plantas, animales…– están puestos ahí para el uso y disfrute indiscriminado de los humanos, y no considerar a la Tierra como un “ser” –¿Gaia?– con un valor cuasi religioso.

A Clinton se le debe una frase famosa: “¡Es la economía, estúpido!”. Me temo que esta inteligente frase no se puede aplicar cabalmente a la cuestión, al dramático problema del cambio climático. No solo es la economía. Ojalá quienes participen en la próxima cumbre de Madrid tengan en cuenta esto.