Image: Tintín y la ciencia

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Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Tintín y la ciencia

31 marzo, 2017 02:00

Hergè despliega su faceta científica en Objetivo: la luna y aterrizaje en la luna.

Títulos como Objetivo: la luna demuestran que Hergé dejó en Tintín su enorme pasión por la ciencia. Sánchez Ron analiza la huella dejada en unas aventuras con personajes como el profesor Tornasol y temas como la física nuclear, la tecnología o los fenómenos astronómicos.

La vida nos da sorpresas constantemente - y bienvenidas son, si son agradables; la monotonía se suele soportar con dificultad-, y yo he sido objeto recientemente de una. La Asociación Tintinófila de Habla Hispana "¡Mil Rayos!" me nombró ¡"Tintinófilo del año"! Fue una auténtica sorpresa porque nunca había mantenido relación con la, estoy seguro que inmensa, legión de admiradores de Tintín y su grupo (Milú, el capitán Haddock, el profesor Tornasol y compañía). Pero en el despacho de mi casa, donde trabajo, me acompañan, entre otras, un buen número de figuritas pertenecientes a las historias de Tintín, además de dos de mayor tamaño de Tintín y Milú, de papel maché. Estoy seguro que no faltarán quienes cuestionen semejante afición, asociándola a infancias no superadas, pero para mí no es un defecto sino una virtud conservar algunos rasgos infantiles. Ojalá mantuviésemos todos un poco de la inocencia y ganas de descubrir el mundo asociadas a la infancia. Me siento, por otra parte, bien acompañado: personas cuya amistad valoro mucho -como Arturo Pérez-Reverte y Javier Marías- poseen buenas colecciones de "figuritas". Y si hubiera que racionalizar esta afición, podría imaginar que esas figuritas, las que sean, son acompañantes silenciosos en las largas horas que pasamos con nuestros libros y escritos.

Pero el mayor regalo que me ha hecho la Asociación Tintinófila con su nombramiento ha sido inducirme a desempolvar mi vieja colección de las historias de Tintín y volver a leerlas, no sé cuántos años después de que lo hiciese por última vez. Y el hombre que ahora soy, el antiguo científico convertido en historiador de la ciencia, ha disfrutado de ellas de forma diferente. Así como nunca pasa la misma agua por un río, con el correr de los años no vemos, ni entendemos, las cosas -los libros que releemos, las películas que volvemos a ver, los viejos amigos con que nos encontramos después de largas ausencias- de la misma forma. La evolución no es sólo de las especies, también aunque sea menos importante, de los individuos. Que sea para bien o para mal, es otra historia. Lo cierto es que es inevitable.

Y en mi relectura de las historias de Tintín he visto detalles de los que sin duda ya me di cuenta, pero no con la intensidad y perspectiva actuales: el buen número de historias en las que la ciencia aparece de manera destacada. Ya en la segunda entrega, Tintín en el Congo (publicada integra en 1931), vemos a Tintín cómodamente apoyado en un árbol, indiferente a las flechas y lanzas que unos nativos le lanzan. Todas ellas, sin embargo, van a clavarse en el tronco del árbol. Atónitos, los matuvu (el nombre de la tribu) gritan: "¡Tú ser gran hechicero!". Pero no hay magia, sólo un electroimán escondido detrás del árbol, que atrae las cabezas metálicas de los dardos. Otra cosa es que nos preguntemos cómo es que Tintín llevaba semejante instrumento en su macuto. En La estrella misteriosa (1942) la presencia de la ciencia es mucho mayor, abordándose varios asuntos de astronomía y astrofísica: la aparición en el cielo de una estrella (finalmente no es tal cosa), lo que produce la visita de Tintín al observatorio, donde se encuentra con el director, Hipólito Calys, un astrónomo que obedece a un, afortunadamente ya caduco, estereotipo: viejo, con levita y sombrero de copa, pelo largo y barba. Más interesante que esto es el papel que desempeña en la historia la búsqueda de un nuevo elemento químico, que los astrónomos han identificado en el bólido celeste utilizando técnicas espectrográfícas (análisis de la radiación emitida por un elemento). Aunque no de la misma forma que Calys, el profesor Tornasol, que aparece por primera vez en El secreto del Unicornio (1944), convirtiéndose a partir de entonces en uno de los personajes principales, también es bastante estrafalario. Pero merece la pena recordar que su figura estaba inspirada en el físico, inventor, aeronauta y oceanógrafo suizo August Piccard (1884-1962).

En El Templo del Sol (1949), continuación de Las 7 bolas de cristal (1948), aparecen dos detalles científicos: espejos parabólicos, similares a los que se supone utilizó Arquímedes para incendiar los barcos romanos que atacaban Siracusa, y el conocimiento del momento en el que iba a tener lugar un eclipse de Sol. En Tintín en el país del oro negro (1950), hay algo de química, pero donde la ciencia destaca verdaderamente es en Objetivo: la Luna (1953) y Aterrizaje en la Luna (1954). No sería demasiado exagerado decir que bien podrían utilizarse estos episodios para amenizar algún curso elemental de física nuclear, ya que el cohete que diseña Tornasol se mueve con un reactor nuclear. Las explicaciones que se dan de la generación de plutonio, el propulsor del cohete, a partir del uranio son bastante buenas. Es particularmente interesante el mecanismo que se idea allí para producir gravedad artificial, un mecanismo -la reacción ante una aceleración constante del cohete- diferente al clásico que aparece en películas como 2001: una odisea del espacio, y que Wernher von Braun popularizó: la fuerza centrífuga en anillos huecos que giran constantemente y en los que se desarrollaría la vida de los astronautas.

La utilización de combustible nuclear para impulsar vehículos espaciales no se ha seguido, pero se consideró muy seriamente. En el optimista ambiente nuclear de las décadas de 1950 y 1960, el gobierno de Estados Unidos, utilizando la poderosa Comisión de Energía Atómica y la NASA, mantuvo un proyecto, NERVA (Nuclear Engine for Rocket Vehicle Applications), para construir un vehículo espacial propulsado, como el del doctor Tornasol, por energía nuclear de fisión. El programa se mantuvo hasta comienzos de 1973, cuando un nuevo presidente, Richard Nixon, cambió las prioridades científicas, seleccionando como objetivo primordial la lucha contra el cáncer.

Podría ofrecer bastantes ejemplos más -uno que me gusta especialmente es el que aparece en El asunto Tornasol (1956), con la mención de un viaje de Tornasol a Ginebra, para asistir a un congreso de Física Nuclear; dos años antes, en 1954, se había fundado en Ginebra, el CERN, el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares-, pero no es necesario. Basta con lo dicho para mostrar que, independientemente de los juicios que las historias de Hergé nos puedan merecer, lo que es indudable es que podemos encontrar en esas historias huellas del tiempo en el que fueron escritas, algo que también sucede en otros cómics clásicos; pienso en Mafalda, con sus veladas críticas a las dictaduras militares del Cono Sur americano, en nuestro querido TBO, de cuya aparición se cumplen ahora 100 años, testigo de una España en la que la pobreza no escaseaba, o incluso en las historias de los Peanuts, con Charlie Brown, Snoopy y compañía, que reflejan no pocos de los modos de vida estadounidenses, aparte, claro está, de las frustraciones de la infancia. Por esto, precisamente por esto, todos ellos continúan vivos. En el caso de Tintín, semejante vitalidad se mostró hace muy poco, con una gran exposición dedicada a Hergé en el Gran Palais de París, que se clausuró en enero de este año.