Image: Salvador de Madariaga y la belleza en la Ciencia

Image: Salvador de Madariaga y la belleza en la Ciencia

Entre dos aguas por José Manuel Sánchez Ron

Salvador de Madariaga y la belleza en la Ciencia

20 mayo, 2016 02:00

Salvador de Madariaga. De Guía del lector del Quijote (Stella Maris)

José Manuel Sánchez Ron nos muestra la belleza de la ciencia a través del legado de Salvador de Madariaga, quien dedicó su discurso de ingreso en la RAE a plantear la cuestión con preguntas como "¿qué hace lo bello en la ciencia?". Responden las teorías del matemático Godfrey Harold.

No es fácil encontrar asuntos o navegantes que transiten entre las dos aguas a las que esta sección pretende dar tributo, las de la ciencia y de las llamadas “humanidades”. Pero en este mes se cumplen un cuadragésimo y un octogésimo aniversarios: el 20 de mayo de 1936, hace pues ochenta años, el escritor y diplomático, dos veces ministro (de Instrucción Pública y Bellas Artes y de Justicia) de la Segunda República española, Salvador de Madariaga (1886-1978), era elegido miembro de la Real Academia Española. Apenas dos meses después comenzaba la Guerra Civil. No era tiempo, obviamente, para pensar en discursos de entrada, más aún cuando la Academia no era bien vista. De hecho, poco después de la elección de Madariaga, el 17 de septiembre, apareció en la Gaceta de Madrid (el equivalente al actual BOE) un decreto firmado por Manuel Azaña, como presidente de la República, y Jesús Hernández Tomás, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, en el que se establecía que quedaban disueltas las seis grandes academias entonces existentes: Española, Historia, Bellas Artes de San Fernando, Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Ciencias Morales y Políticas y Nacional de Medicina. La decisión se justificaba señalando que el país pasaba por una “honda transformación” y que ello obligaba “a suprimir o modificar radicalmente, en su función, instituciones que habiendo tenido su razón de ser en otras épocas de la historia de nuestro país, han quedado anquilosadas o no están en consonancia con la marcha de la vida social de hoy”.

Al finalizar la guerra, Madariaga pasó a pertenecer al grupo de los que no podían, ni querían, regresar a la España gobernada con mano de hierro por el general Franco. Mano de hierro que, además, quería borrar cuantas más huellas del pasado republicano mejor. Como parte de aquella política, en 1941 salió del Ministerio de Educación Nacional la orden de que todos los académicos expatriados deberían ser dados de baja de las corporaciones a las que pertenecían. En la Real (recuperó de nuevo el título que había perdido durante la Segunda República) Academia Española aquella orden afectaba, además de a Madariaga, al entomólogo Ignacio Bolívar, al político Niceto Alcalá-Zamora, al lingüista Tomás Navarro Tomás, al crítico y poeta Enrique Díez-Canedo y al físico Blas Cabrera. La RAE fue la única academia que desobedeció la orden y los mantuvo como miembros. Pero el tiempo es ajeno a cualquier sentimiento de justicia o de injusticia, y el régimen que salió de la guerra duró mucho. Bolívar y Díez-Canedo murieron en 1944 en México, Cabrera al año siguiente, también en aquella acogedora y compasiva ciudad, y Alcalá Zamora en 1949, en Buenos Aires. Solo dos de los académicos exiliados pudieron ver la recuperación de la democracia en España: Navarro Tomás (falleció en 1979, en Estados Unidos) y Madariaga, el único de los seis que no había podido leer su discurso de entrada. Lo hizo, cuarenta años después de haber sido elegido, el 2 de mayo de 1976, ahora hace pues otras cuatro décadas. Tituló su discurso, De la belleza en la ciencia, de ahí que hoy yo tenga una excusa para recordar la ocasión y sus circunstancias.

Cuánta emoción debieron sentir muchos (otros no tanto) al escuchar a Madariaga comenzar su discurso recordando la célebre frase de Fray Luis de León cuando recuperó su cátedra tras cinco años de cárcel: “Pues claro que la tuve: la tentación de comenzar este discurso con un resonante Decíamos ayer... Pues claro que la tuve. Pero no cedí, ni ceder podía, porque me faltaba la gente con qué llenar ese decíamos. De los que me eligieron, sólo responden hoy nuestro ilustre decano y mi compañero de emigración Tomás Navarro Tomás”.

En principio, sorprende que Madariaga eligiese aquel tema, pero la clave se encuentra en su educación: estudió en la École Polytechnique y la École Nationale Supérieure des Mines de París, y tras graduarse en 1911 trabajó durante algún tiempo como ingeniero de la Compañía de Ferrocarriles del Norte. Me recuerda a José Echegaray: dramaturgo famoso (obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1904), fue ingeniero de Caminos y el mejor matemático español del siglo XIX.

Madariaga, que en París tuvo la fortuna de que entre sus profesores se encontrase el gran matemático Henri Poincaré (aunque lo recordó como un pésimo enseñante), eligió hablar de la belleza en la ciencia porque aún recordaba la impresión que le habían producido las clases de análisis algebraico de otro de sus profesores, un hoy olvidado Marie Georges Humbert, matemático e inspector general de minas. “Había en el álgebra”, manifestó en su discurso, “un elemento estético indudable, y el atractivo de las lecciones de Humbert consistía precisamente en el poder que le asistía de ponerlo de manifiesto por su maestría en el arte de la exposición”.

Confieso que no encuentro de gran valor lo que Madariaga dijo en su discurso sobre un tema tan interesante y profundo como el de la belleza en la ciencia. Planteaba algunas buenas preguntas, por ejemplo, “¿qué hace lo bello en la ciencia?”, pero sus reflexiones eran del tipo de “el problema que la belleza científica nos plantea es si para ser bello el objeto ha de menester de un aporte en términos de armonía, o si basta mirarlo con ojos de amor. Resuelva quien pueda esta misteriosa alternativa”. Pero no recordemos lo dudoso, sí la intención, el problema planteado. Y la cuestión que planteó Madariaga en aquella ocasión tan especial tiene una larga historia, en la que se detuvieron no pocos grandes pensadores; entre ellos y limitándome a la ciencia contemporánea, el matemático inglés Godfrey Harold Hardy, quien en su maravilloso libro Apología de un matemático (1940) sostenía que “los modelos de un matemático, al igual que los de un pintor o un poeta deben ser hermosos; las ideas, como los colores o las palabras, deben ensamblarse de una forma armoniosa”. Y citaba entre sus ejemplos el “teorema fundamental de la aritmética”, que afirma que todo número entero puede descomponerse de una y sólo una forma en un producto de primos. Sin embargo, Hardy era más un “observador”, un admirador de la belleza matemática que un creador de ella. No se puede decir lo mismo de uno de los “grandes” de la física del siglo XX, Paul Dirac, quien encontró esa belleza, que suponía tenía que existir en las leyes fundamentales de la Naturaleza, tanto en su formulación de la mecánica cuántica (1926) como en la ecuación relativista del electrón (1928).

Al igual que en muchas manifestaciones de la belleza en el arte, en la ciencia la belleza está asociada frecuentemente con la simetría, con los denominados principios de simetría o invariancia, que muchas veces se encuentran ocultos detrás de ecuaciones tan engorrosas que nadie pensaría que pueden ser consideradas “hermosas”. Este sería el caso de la muy hermosa teoría general de la relatividad. En esta línea, el Premio Nobel de Física de 2004 Frank Wilczek argumenta, y explica con ejemplos, en un libro recién publicado, El mundo como obra de arte (Crítica), que la gran guía que ha dirigido la búsqueda de las leyes que gobiernan la Naturaleza son la simetría y lo que Dirac llamaba “principios de simplicidad”. Aunque, claro, no debemos olvidar que también existen “roturas de simetría” en ciertas leyes, como en algunas que rigen el comportamiento de partículas elementales. Belleza y Verdad, la “verdad” que descubre la ciencia, no tienen necesariamente que coincidir.