Eduardo Vara. Foto: Ariel

Eduardo Vara. Foto: Ariel

Ciencia

Eduardo Vara: "Contar historias está en nuestra genética"

El médico y dramaturgo publica 'Érase una vez en tu cerebro', un viaje sobre el impacto cerebral de los grandes relatos desde nuestros ancestros a la era digital 

22 mayo, 2022 03:20

Noticias relacionadas

Desde el profundo conocimiento de las nuevas tecnologías, de los resortes de la infancia y de los mecanismos que estructuran el cerebro, Eduardo Vara (Vitoria, 1975) ha puesto más de un dedo en las llagas que definen el mundo digital. Dos frentes ocupan sus desvelos: la medicina y el teatro. De esta dualidad ha nacido Érase una vez en tu cerebro (Ariel), un tratado de cómo impactan los relatos en los circuitos que nos moldean como personas y como consumidores ancestrales de historias. Qué viaje tan prometedor, qué territorio tan inexplorado…

Por eso Vara pide una máquina del tiempo como la de H. G. Welles para viajar al momento en el que el Homo sapiens desarrolló el instinto narrativo. ¿Cómo eran esas primeras historias? ¿Hablaban sobre dioses o sobre su día a día? ¿Eran cómicas o trágicas? ¿Largas o cortas? ¿Solo orales o escenificadas? ¿Las cantaban? ¿Usaban figuras o pinturas rupestres? ¿Cuáles les parecían intrascendentes y cuáles tan relevantes como para transmitirlas a la siguiente generación? Érase una vez en nuestro cerebro...

Pregunta. ¿Es el cuento, el relato, el principio de la literatura?

Respuesta. Bueno, antes de existir los soportes físicos, la limitación de la memoria humana debió de favorecer las narraciones más cortas; y las cantadas y rimadas, que son más fáciles de recordar porque se apoyan en un patrón melódico que favorece la retentiva. Pero, incluso en esa fase de oralidad, el inicio de la literatura debió de ser múltiple y caótico. Luego, surgieron estructuras de poder (chamanes, reyes…) y "árbitros de la elegancia" (poetas, filósofos…) que fueron acaparando la escritura y el privilegio de decidir qué narraciones podían considerarse «loables» por su relevancia o su calidad mientras, en paralelo, el pueblo sin alfabetizar siguió narrando sus propias historias.

"Hay dos errores que los autores deberían evitar para no ahuyentar a nuestro cerebro: usar sus ficciones para adoctrinarnos y las disonancias de cualquier tipo, sean de forma o de contenido

Al principio, el teatro, los narradores ambulantes y los juglares fueron difusores de historias mucho más populares que los libros, solo descifrables para una minoría instruida; pero tenemos constancia de que, en torno al 2.100 a.C., hubo relatos cortos alrededor de un mismo protagonista que acabaron fusionándose en historias largas. Fue lo que pasó con el texto más antiguo que conservamos: la Epopeya de Gilgamesh. Tampoco faltaron las narraciones extensas con fines políticos, como la Eneida, de Virgilio, que fue encargada por el emperador Augusto para tener un mito fundacional sobre el que justificar sus estructuras imperiales. Así que el principio de la literatura fue tan variado y lleno de matices como el propio ser humano.

De lobos y arañas...

P. ¿Están este tipo de narraciones en la genética humana? ¿Daría una explicación biológica a su existencia?

R. Nacemos con el instinto de comunicación y el de querer entender el mundo y a nosotros mismos. Algo que puede sonar filosófico, pero que es una simple manifestación de nuestro instinto de supervivencia: cuanto mejor informados estemos, aunque sea a través de narraciones ficticias, mejor evitaremos ciertos peligros. Por eso, desde tiempos inmemoriales, usamos las historias para aleccionar a los más pequeños, desde cuentos que les advierten del riesgo de confiar en extraños, como Caperucita Roja, hasta canciones que les animan a perseverar durante su larga etapa de aprendizaje, como la de La araña chiquitita.

Después de todo, somos animales sociales; pero, a diferencia de otras especies, hemos desarrollado estructuras culturales y diferentes soportes físicos para preservar un acervo narrativo que, dicho sea de paso, sería imposible de almacenar en nuestros genes. De modo que, aunque recurramos a esos "depósitos externos", nuestro afán por recopilar y contar historias sí surge de nuestra genética. Igual que, de la genética de los castores, surge su afán por recoger madera con la que construir sus presas

Cerebro rastreador

P. ¿Existe un “cerebro lector”, como defiende el neurocientífico Stanislas Dehaene?

R. Como explica Dehaene, no es que nuestro cerebro haya evolucionado para incluir la lectura entre sus capacidades innatas. Lo que ocurrió hace más de tres mil años es que, gracias a nuestras áreas cerebrales encargadas de reconocer y diferenciar formas como contornos o intersecciones, diferentes culturas pudieron desarrollar sus propios sistemas de escritura: logográficos, silábicos, alfabéticos…

Leer esos signos estimula el surco temporo-occipital lateral (que queda algo por encima y hacía atrás de nuestra oreja izquierda), el área cerebral encargada de clasificarlos para, luego, enviar la información al área de Wernicke, que procesa el sonido de las palabras, y, de ahí, al de Broca, que procesa el lenguaje. Así que más que un "cerebro lector", lo que tenemos es un "cerebro rastreador" que no solo se limita a buscar grafías para transformarlas en lenguaje. También rastrea las motivaciones y los objetivos de los personajes para dar sentido a la trama de una historia; y las ideas y símbolos que aparecen en ella para otorgarle un significado temático. De modo que la lectura de un libro o la visión de una película es, en esencia, un ejercicio cerebral de rastreo y exploración.

P. ¿Qué le hace “engancharse” al cerebro con una buena narración?

R. Las historias que nos enganchan son aventuras emocionales que obligan a quienes las protagonizan a demostrar su determinación y a sus creadores a jugar con nuestras expectativas para mantener nuestra atención hasta llegar a un final coherente y, a ser posible, con un punto sorpresivo.

"Entender cómo funciona nuestro cerebro cuando descubrimos una historia y aplicarlo a la escritura de una novela es jugar con algo de ventaja frente al resto de jugadores pero no asegura ganar la partida"

P. ¿Detecta el cerebro una mala historia?

R. El instinto de supervivencia del cerebro le empuja a acercarse a aquello que podría ofrecerle alguna ventaja y a alejarse de lo que podría causarle daño, sea almacenar información errónea o malgastar su valioso tiempo. Así que la manera en que nos acercamos a las historias es similar a la que tenemos cuando entramos en una ferretería en busca de herramientas nuevas: rechazamos las copias de mala calidad, nos interesamos por las que aportan enfoques novedosos a viejos problemas y, sobre todo, por las que nos permiten abordar asuntos que nos parecían abrumadores hasta entonces o en los que ni habíamos pensado. Además, hay dos errores que los autores deberían evitar al máximo para no ahuyentar a nuestro cerebro: usar sus ficciones para adoctrinarnos y las disonancias de cualquier tipo, sean de forma (estilo, ortografía…) o de contenido (incoherencias de trama, personajes de comportamiento incomprensible…).

El estilo propio

P. ¿Qué impacta más en el cerebro, la lectura, el teatro o la visión de una pantalla?

R. Cada medio impacta de forma diferente. Las narraciones audiovisuales entran en nuestro cerebro directamente a través de nuestra vista y nuestros oídos y nos lo dan todo "masticado" sin que tengamos que esforzarnos apenas; mientras que una historia escuchada, y sobre todo una leída, requiere el esfuerzo de emplear nuestros propios recursos (comprensión lingüística, memoria, imaginación…) para recrear esa historia en nuestra mente. Así que, de entrada, el soporte audiovisual es más impactante, y más tentador después de un día agotador en el trabajo. En contrapartida, recordamos mejor las narraciones leídas porque elaboramos sus escenarios y personajes a partir de retazos que guardamos en nuestra memoria y porque, al recrearlas con nuestro propio estilo, las sentimos más nuestras.

P. ¿Qué hace más efecto en una historia, el humor, el miedo, el suspense...?

R. Cada uno de ellos produce efectos distintos. En el caso del miedo, sabemos que no todas las personas lo disfrutan igual. Por un lado, existen diferencias individuales de base genética que repercuten en cómo gestionamos las descargas de dopamina que nos producen las experiencias demasiado nuevas o aterradoras; y, a más dopamina fluyendo en nuestro cerebro, más osados somos. Por otro lado, a medida que envejecemos, gestionamos ese sistema peor. Lo cual explica que quienes más disfruten las narraciones de terror o las casas encantadas de los parques de atracciones sean los más jóvenes.

Humor e ironía

El humor y el suspense, por contra, lo disfrutamos todos. El humor, porque se traduce en una potentísima descarga de dopamina en nuestras áreas del placer y en otra de oxitocina que nos hermana con el autor del chiste; y el suspense, porque se aprovecha de una de las mayores obsesiones de nuestro cerebro: querer anticipar el futuro. Además, esos tres efectos son independientes y pueden combinarse entre sí, como hizo la saga cinematográfica Destino final, basada en el suspense de cómo la Muerte alcanzará a un grupo de personas que lograron burlarla y en la que abundan las escenas irónicas y el humor negro.

P. ¿Es el principio de una historia el “cebo” para que el cerebro preste toda la atención? ¿Hasta que punto un buen comienzo lo “hipnotiza”?

R. Los principios son fundamentales en narrativa porque, a menudo, nos hacen decidir si invertiremos nuestro tiempo en una historia concreta o no. Es injusto, pero es así. Igual que son injustas esas primeras impresiones que nos formamos de una persona nueva en tan solo ocho segundos. Así que las buenas historias se las ingenian para captar nuestra atención desde el primer instante.

Por ejemplo, planteándonos una situación intrigante que nos despierte la expectativa de verla explicada, como ocurre en tantísimas historias de Agatha Christie; o presentándonos algún personaje carismático que nos genere la expectativa de que vivirá una aventura interesante, como ocurre con el hidalgo que, de tanto leer libros de caballerías, acabó por confundir ficción con realidad y decidió convertirse en uno de ellos. Sea como sea, un buen principio debe crear "grandes expectativas", que, por cierto, habría sido un título más ajustado para la novela de Dickens que conocemos en español como Grandes esperanzas.

Orgullo y prejuicio

P. ¿Qué principio (de cuento, de novela…) pondría como ejemplo perfecto para activar los resortes neurológicos?

R. "Es una verdad universalmente reconocida que un soltero en posesión de una buena fortuna debe estar en busca de esposa", de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Me parece un gran arranque. Por un lado, gracias al humor de su ironía, produce en nuestro cerebro una descarga de dopamina y otra de oxitocina que nos adentra en la historia con una sonrisa de placer y hermanándonos al instante con la voz narradora. Además, nos deja muy claras las reglas del tablero del juego narrativo, las de la estirada sociedad británica del siglo XVIII; e introduce el tema central de la historia, el matrimonio, a la vez que alimenta la expectativa de que ese terrateniente soltero quizá no esté tan predispuesto a casarse como todos asumen y de que la narración podría reservarnos más de una sorpresa.

P. Según las claves de su libro (personajes, descripciones, giros, temas…) ¿Cree que podría planificar un ‘best-seller’ de acuerdo a esas pautas neurológicas?

R. Best-seller es un concepto comercial más que narrativo y depende de muchos factores extraliterarios como modas o contexto sociopolíticos concretos. ¿Habría sido Cincuenta sombras de Grey un superventas en pleno estallido del #MeToo? No podemos saltar a un universo alternativo como haría la superheroína América Chávez para responder con seguridad, pero podemos intuir que no habría vendido tanto.

Para planificar un superventas haría falta, como poco, un estudio de mercado previo, un autor rápido capaz de escribir un texto de calidad suficiente en un plazo demencial, una buena edición con una portada tan atrayente como representativa del contenido y una campaña de marketing eficaz. Y, aun así, el éxito no estaría garantizado. Las editoriales apuestan, a menudo, por determinados títulos y se llevan chascos muchas veces. Entender cómo funciona nuestro cerebro cuando descubrimos una historia y aplicarlo a la escritura de una novela es jugar con algo de ventaja frente al resto de jugadores que tienen sus propias historias entre manos, pero no asegura ganar la partida.

Darth Vader, Sauron...

P. ¿Es necesario el villano, un malo para entendernos, en una buena historia tanto como un héroe?

R. Un buen antagonista es un recurso potentísimo porque personifica el conflicto al que debe enfrentarse el protagonista; y, más aún, si es uno tan temible que necesita que varios héroes se alíen para poder vencerlo. Se trate del Darth Vader de Stars Wars o del Sauron de El Señor de los anillos. Pero esa amenaza, que es la que atrapa la atención de nuestro cerebro a la espera de descubrir si el protagonista la vence o no, también puede ser natural, como el iceberg que se interpone en el rumbo del Titanic; o antinatural, como la que aparece en La maldición de Hill House.

Incluso el reto del héroe o la heroína puede surgir de su propio entorno social, como el rígido patriarcado que oprime a las hermanas March en Mujercitas; o del propio personaje, como el caos interno de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno. De hecho, en general, preferimos los protagonistas con contradicciones y defectos, como nosotros. La clave está en que empaticemos con el esfuerzo que debe invertir para lograr su objetivo y, por eso, también hay narraciones exitosas protagonizadas por antiheroínas, como Cruella o Madame Bovary, que deben enfrentarse a sus propios desafíos.

P. ¿Cree que ha cambiado la forma de contar en la era digital, de las redes…? ¿Ha entrado el ser humano en una nueva etapa?

R. Nuestro cerebro es igual que el de los primeros Homo sapiens que se reunían alrededor del fuego para contar y escuchar historias. La genética evoluciona a un ritmo mucho más lento que el de la tecnología. Pero es evidente que, tras el boom digital, se han abierto más canales de comunicación y vivimos rodeados de más historias que nunca; algunas, tendenciosas o malintencionadas. Véase el caso extremo de las noticias falsas.

Directo a la amígdala

La cantidad de propuestas que reclaman nuestra atención ahora es tan desbordante que incluso los autores con más presencia en los medios lo tienen cada vez más difícil para destacar. Si hemos entrado en una nueva etapa, es una etapa de "voracidad" con todo lo bueno de estimular la producción narrativa (eso sí, de forma muy precaria para muchos trabajadores del sector) y todo lo malo de depender de un público cada vez menos impresionable y, en general, más impaciente.

P. Y llegamos al final. ¿Qué efecto hace en el cerebro la palabra “Fin”?

R. El final de una historia es el destino último de la aventura que quisimos compartir con unos personajes concretos, allí donde esperamos que todo lo leído, escuchado o visto hasta entonces cobre el máximo sentido; bien porque la incógnita central se resuelve, bien porque nos enfrenta a ella para obligarnos a pensar si podríamos resolverla nosotros, como hizo Antón Chéjov con muchos de los finales abiertos de sus relatos. A nivel neurológico, al descubrir la clave que da orden al pequeño caos de una historia, activamos las áreas de reconocimiento de patrones y recibimos una descarga de dopamina que nos produce placer. Un placer que resulta mayor si viene acompañado de una pizca de sorpresa o humor y que también depende de nuestra amígdala cerebral, encargada de aportar a ese desenlace un matiz emocional que podría convertirlo en una experiencia inolvidable.