Imagen | Flaubert, a ciencia cierta

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Ciencia

Flaubert, a ciencia cierta

7 diciembre, 2021 00:21

Nadie es una isla aislada del mundo en que le ha tocado vivir. Advertida o inadvertidamente, el mundo, sus logros, esperanzas, temores o dramas penetran en nuestro ser a través de los poros del pensamiento. Las novedades editoriales son un buen y continuo barómetro de ello. En la actualidad, reaccionando o siendo testigos de calamidades o amenazas –cambio climático, terrorismo, posibles o reales enfrentamientos político-militares, erupciones volcánicas…– no sorprende encontrarse con títulos como Peligros cósmicos. El incierto futuro de la humanidad (Oberon, 2021), del astrofísico y divulgador David Barrado Navascués, o que la última novela de Ken Follett, Nunca (Plaza y Janés, 2021), trate de una crisis global que enfrenta a China y Estados Unidos; “una historia intensa y trepidante –se anuncia en la contraportada– que transporta a los lectores hasta el filo del abismo”.

La “presencia de lo contemporáneo” se detecta incluso en escritores a los que asociamos con pasiones humanas tan primarias como son el amor o el desamor. A Gustave Flaubert (1821-1880) se le suele asociar a ese tipo de pasiones, en la que se centra Madame Bovary (1857), pero sería un error creer que fue ajeno a la sociedad a la que perteneció. Y en esa sociedad, la francesa de su tiempo, la ciencia gozaba de buena salud. En medicina Francia era una referencia mundial, con personajes como François Magendie (1783-1855), uno de los médicos que más hizo para cambiar la situación en que se encontraba la fisiología. Y mención especial se debe a su discípulo más aventajado: Claude Bernard (1813-1878), cuyo nombre ha sobrevivido el paso del tiempo, sobre todo por un libro en el que presentó su visión de la medicina: Introducción al estudio de la medicina experimental (1865; Crítica, 2005), y que Louis Pasteur (1822-1895) –el gran nombre de la medicina francesa de aquella centuria, y uno de los grandes de toda la historia de la medicina, él que era químico y físico– calificó de “monumento en honor del método que ha constituido las ciencias físicas y químicas desde Galileo y Newton, y que Claude Bernard se esfuerza por introducir en la fisiología y en la patología”.

La influencia del libro de Bernard traspasó los límites de la medicina, penetrando en la literatura. Para Émile Zola fue la referencia en lo que denominó “novela experimental” o “escuela naturalista”. “La idea de una literatura determinada por la ciencia –escribía (El naturalismo, Península 2002)– solo puede sorprender si no se precisa o comprende. Me parece útil decir claramente lo que se debe entender, en mi opinión, por novela experimental. Solo tendré que hacer un trabajo de adaptación, ya que el método experimental ha sido establecido con una fuerza y claridad maravillosa por Claude Bernard en su Introduction à l’étude de la médecine expérimentale”.

Al igual que Zola o Balzac, Flaubert respetaba la ciencia. En su correspondencia aparecen citados Cuvier, Geoffroy o Buffon

Y no fue la medicina la única ciencia francesa aventajada, también lo fue su química y su física. En enero de 1823, el más tarde afamado químico alemán Justus Liebig escribía desde París –a donde se había trasladado para estudiar junto a Joseph Louis Gay-Lussac– que “no existe territorio en el que las ciencias naturales florezcan más de lo que lo hacen aquí, y en donde se involucren más en la vida práctica”. Y en 1845, el joven físico William Thomson (futuro lord Kelvin), recién graduado en Cambridge, no encontró mejor sitio en donde ampliar estudios que en el París de Liouville, Cauchy, Regnault, Arago, Fizeau, Biot y Foucault.

La pregunta en esta celebración del bicentenario del nacimiento de Flaubert es: ¿se encuentra alguna huella de la ciencia en su obra? En Madame Bovary esa huella es pequeña, pero no despreciable, al fin y al cabo Charles Bovary, el infortunado esposo de Emma, era médico, como lo fue el padre de Flaubert, cirujano jefe del Hospital de la ciudad normanda de Ruan.

“El programa de las asignaturas que [Charles] leyó en el tablero –se lee en el capítulo 1 (utilizo la traducción publicada por Alianza Editorial)– hizo el efecto de un mazazo: anatomía, patología, fisiología, farmacia, química y botánica, aparte la clínica y la terapéutica y sin contar la higiene y las materias médicas, nombres todos cuya etimología ignoraba”. En otro capítulo, el 8, el señor Homais, el farmacéutico, responde, molesto, a la pregunta de si sabe algo de labranza: “¡Pues claro que entiendo, puesto que soy farmacéutico, es decir, químico! Y la química, madame Lefrançois, tiene por objeto el conocimiento de la acción recíproca y molecular de todos los cuerpos de la naturaleza, de donde resulta que la agricultura está comprendida en sus dominios. Y, en efecto, composición de los fertilizantes, fermentación de los líquidos, análisis de los gases e influencia de las miasmas, ¿quiere usted decirme qué es todo esto sino química, pura y simple química?”

Si se busca, cual trapero de los datos, en otra de sus novelas más conocidas, La educación sentimental (1869), también aparecen huellas científico-tecnológicas, como esta declaración de fe tecnológica: “En vez de buscar perfeccionamientos artísticos, hubiera sido mejor introducir calentadores de hulla y de gas”. Pero su obra cumbre en contenido científico-tecnológico es Bouvard y Pécuchet (1881; Tusquets 2009). Protagonizada por dos amigos, almas gemelas que se embarcan en la búsqueda de todo tipo de conocimientos –fracasan continuamente–, entre los que sobresalen los científicos: medicina, botánica, agricultura geología, paleontología, química o astronomía fluyen en constantes diálogos en los que lo cómico y lo auténtico, la parodia y la información cabal se confunden, como cuando se discute sobre el diluvio bíblico: “¿Qué significan en el Génesis las palabras: ‘se abrió el abismo’ y ‘las cataratas del cielo’? ¡Un abismo no se abre y en el cielo no hay cataratas! ¿Cómo explicar la lluvia que sobrepasa las montañas más elevadas? ¿De dónde salía aquella masa de agua?”, espeta Bouvard al párroco, que responde: “¡Qué sé yo! El aire se habría transformado en lluvia, como sucede todos los días”.

No fue, por tanto, Flaubert uno de esos literatos protagonistas de “las dos culturas”, separadas por un abismo de profunda incomprensión; así, por ejemplo, en su correspondencia de la década de 1850, mientras escribía Madame Bovary, aparecen citados faros de la ciencia como Cuvier, Geoffroy Saint-Hilaire o Buffon. Al igual que Zola o Balzac, Flaubert respetaba la ciencia.