El Cultural

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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Sánchez-Andrade, voz del dolor

Una atmósfera maloliente envuelve los relatos de 'El niño que comía lana', un tratado feísta de la crueldad, lo horrible y lo grotesco

31 octubre, 2019 10:59

El lector no podrá disponer de mascarillas ni de botellas de oxígeno útiles para atravesar la maloliente atmósfera, física y moral, por la que será conducido en su travesía por los quince relatos de El niño que comía lana (Anagrama). Los olores, precisamente, de los cuerpos sucios, viejos o enfermos, de las ropas, de los cajones y armarios cerrados, de las habitaciones y casas polvorientas y húmedas, de la comida y los guisotes caseros —en los que tanto insiste Cristina Sánchez-Andrade, hasta casi proponer una poética del hedor—, no son sólo una emanación realista de la pobreza económica y del deterioro físico y mental que, en el enclave paisajístico de una Galicia preferentemente rural, aqueja a buena parte de sus personajes, sino también, y como ya se habrá adivinado, una metáfora del malestar, el odio, el desamor, la íntima soledad, el ansia de revancha, la frustración, los estragos del sometimiento y del infortunio, la putrefacción de las vidas y las ilusiones (si las hubiere, que no es fácil) de esos mismos personajes, sin ventanas al aire de cualquier salida o esperanza que no pase por alguna enormidad, por algún arrebato de rabia o de violencia, tantas veces comprensibles.

Las historias de El niño que comía lana conforman un tratado literario de la crueldad, pero, como suele suceder, y al igual que en el esperpento, no podemos decidir si esa crueldad radica en el escritor que coloca un espejo cóncavo —el de su punto de vista— frente al universo humano, existencial y social que ha elegido como objeto de su mirada o si ese universo ya contiene los trazos y las trazas que lo hacen, con o sin espejo, horrísono y grotesco. En realidad —y en la realidad—, no hay nada que decidir, sabemos que, en estos casos —como en sus contrarios, los procedimientos de idealización—, se da una mezcla de ambas cosas.

El tremendismo celiano que, a propósito de algunas de sus novelas anteriores, ya ha salido a colación como una de las fuentes inspiradoras o en coincidencia con la literatura de Sánchez-Andrade, se queda chiquito en esta colección de cuentos. Su lectura me ha planteado si más allá de ese reconocible marco estético —y, antes o después, ético— no hay una insistencia sañuda de la escritora en acentuar el feísmo, que, ésa sí, radicaría en su mirada, en su libre deliberación para manejar y construir su artificio literario, en la intervención de sus manos desde fuera, para llevar al límite —y con ayuda de la insistencia en lo escatológico: mocos, babas, pedos, sangre, alientos, meados, sudor, ronquidos…— su abrumador retrato de lo horrible.

En el libro, magnífico en su conjunto, hay cuentos excelentes —algunos, interconectados— como Manuela das Fontes, El niño que comía lana, Matilde y El cajón en el que habita mi madre, en los que la dureza de la historia no necesita de los excesos ni de los subrayados puntuales para lograr su efecto, mientras que en otros —Melocotones en almíbar, Enterrada o La olla exprés—  se detecta una actitud casi paroxística por parte de Sánchez-Andrade, que parece encaminada a sorprender y a arrasar al lector desde la base —y esto es importante— de una idea de partida ingeniosa —autónoma e indiferente respecto al mundo descrito—, que habrá que cuidar en los rizos de su desarrollo hasta alcanzar el relumbrón final que estremezca y complazca a un tiempo al lector.

Dicho todo esto, y en cierta medida a su margen, si el libro se eleva, incluso por encima de sí mismo y de su asunto, es por la potencia, cómo no, de su estilo: textura y calidad poética de su lenguaje, tanto al nombrar los objetos y las cosas como al reproducir el habla y cortar los diálogos; frases breves y fulgurantes, con requiebros y elipsis; deslumbrantes observaciones tanto en lo psicológico como en la descripción de pequeños gestos y acciones; caudalosa producción de metáforas: “un reguero de flores decapitadas como reinas muertas y felices”…

Todo ello se sustancia finalmente en lo que, dicho como lo voy a decir, va a parecer una pirueta por mi parte: el tremendo olor, color y sabor a realidad que —pese a ciertos efluvios fantásticos— emana de sus páginas, implacables al señalar las diferencias de clases, las patologías de las relaciones familiares y de pareja (traiciones, desprecios, secretos, crímenes, abusos) y, en fin, los estragos morales y existenciales de la emigración, la miseria y el trabajo alienante y esclavo. Con las mujeres, sus faenas y sus aciagos destinos en el centro.

Objeté las espirales o los rizos que se desatan y expanden en algunos cuentos, Melocotón en almíbar, entre ellos. Pero veamos cómo empieza este relato. Voy a citar su segundo párrafo, que sigue a un arranque no menos escalofriante, entre otras cosas por su despiadada precisión. Están comiendo Cipriana y Tranquilino, una pareja de ancianos: “Ella lo mira comer y le dice que corte los pedazos de filete más pequeños, que se va a atragantar. A veces le arrebata el plato y simplemente se los corta. Antes de acabar, le limpia con la servilleta las pequeñas costras de pan pegadas por la baba. Luego él se levanta, arrastra los pies embutidos en las zapatillas de felpa de cuadritos hasta la televisión y pone el telediario. La voz de la presentadora lo arrulla y se queda instantáneamente dormido. Poco a poco, después de una respiración profunda, empieza a roncar. Cuando termina de recoger, ella se sienta junto a él (para entonces ya están los deportes) y le chista”.

Supongamos que sobra el adverbio “instantáneamente”. La escena —tan frecuente y reconocible— es desoladora, incluso sin necesidad de “la baba”. Pero ahí está la mano, remachando, de Sánchez-Andrade. Y todo su talento literario y visual para observar y describir lo observado. Con economía. Y con dos detalles soberbios: “cuando termina de recoger…” y, al final del párrafo —cerrando lo que casi es un microrrelato—, ese “le chista”. El cuento Matilde está encabezado por una cita de la ensayista Elaine —y no Eliane, errata— Scarry: “El dolor no tiene voz pero cuando encuentra una, comienza a contar una historia”. Pues eso.    

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