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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Las almas muertas de Houellebecq

6 enero, 2019 19:12

Todo dificulta la lectura de los libros de Michel Houellebecq, aunque todo excite la curiosidad por leerlos. Empecemos por ahí. El personaje público y mediático entorpece el acceso a la persona privada que escribe; las opiniones de Houellebecq en los medios dificultan la cabal valoración de los juicios que sus personajes o él mismo emiten en sus novelas (lo cual parece y es paradójico) y la consideración de sus cualidades y defectos como escritor, y, por último, las críticas a sus libros –muy prestas y prestos al combate ideológico– embarran la posibilidad de atenderle y entenderle sin anteojeras.

Dicho esto, digamos que, una vez más, Serotonina (Anagrama), es, al igual que Sumisión (2015) y otras de Houellebecq, una novela de ideas, lo que no es óbice para que también sea un formidable despliegue de estilo y lenguaje, repleto de sentimientos. De mucha sentimentalidad.

Serotonina describe la decadencia y final de un tipo de varón europeo, hasta hace poco dominante, en un triple contexto: su hundimiento afectivo derivado de sus desajustadas relaciones con mujeres en proceso de cambio y en crisis de búsqueda y transformación; las turbulencias del mundo laboral motivadas por decisiones y circunstancias políticas y económicas en el ámbito nacional y supranacional y, por último, el agotamiento e inutilidad salvadora de un sistema de valores, creencias y costumbres que, en breve, eran (y todavía son) propios del profesional acomodado de corte ilustrado y digamos que socio-liberal. De todo esto, esencialmente, trata, mediante descripción y diagnóstico Serotonina, cuyos detalles invitan a toda clase de aspavientos. Y a infinidad de subrayados (quizás para pensar), por la fertilidad opinativa del texto, a cargo del lector.

Por ejemplo, éste, muy conclusivo –está al final, además del punto de vista de la novela: “Todo estaba claro, sumamente claro, desde el principio, pero no lo tuvimos en cuenta. ¿Cedimos a ilusiones de libertad individual, de vida abierta, de posibilidades infinitas? Es posible, eran ideas propias del espíritu de la época; no las formalizamos, nos faltaban las ganas; nos conformamos con adaptarnos a ellas, con dejar que nos destruyeran; y luego, durante mucho tiempo, con padecerlas”.

Serotonina tiene un narrador, su protagonista, y todo cuanto en ella se dice y se sopesa es fruto de la subjetividad de su mirada y, lo que es más importante aún, de su experiencia. Una experiencia catastrófica, que le lleva a saber que ha fracasado y que su vida “termina en la tristeza y el sufrimiento”, especulando con el asesinato o el suicidio, dependiente de un antidepresivo que, como efectos secundarios, produce náuseas, desaparición de la libido e impotencia. Ingeniero agrónomo (o algo por el estilo), con 46 años, dejando su trabajo, mermando la herencia de sus padres (suicidas confabulados por amor) y el colchón de sus buenos sueldos y sin haber sabido conservar a Camille, la chica buena que ahora juzga como la mujer de su vida, cuanto Florent-Claude hace y dice está condicionado, en gran medida, por el desastroso bagaje de su experiencia, de su mala cabeza. A tener en cuenta.

De Cabo de Gata (Almería) (donde Houellebecq tuvo o tiene una casa) a Normandía, y con París como campamento base, Serotonina, novela de itinerancia, narra un doble viaje interior y exterior, con saltos atrás, que, en lo sustancial, abarca unos diecisiete años, un viaje al final de una céliniana noche del alma, marcado por el descontento, el inacomodo, la insatisfacción y un schopenhaueriano y creciente pesimismo frente a todo, que le coloca casi siempre al borde del sarcasmo. También por la frivolidad y, aunque Florent-Claude se mueva a trompicones, por cierta indolencia a lo Bartleby (“Preferiría no hacerlo”).

Molesto con su propio nombre, que entiende como demasiado femenino (Florent/Florence, Claude/Claudette), Florent-Claude ha sido incapaz de amar con dedicación y compromiso y de formar una pareja estable y tener hijos, entregándose a un disfrute perentorio del sexo. Y ahí Houellebecq –¿o es Florent-Claude?–  insiste hasta la saciedad en las delicias de la felación y la sodomía, ahorrándose de milagro (a punto está de entrar en eso) las maravillas de la prostitución de lujo. Salvo, en rigor, Camille, las otras mujeres principales de Florent-Claude, la infiel y zoófila japonesa Yuzu y la progresivamente alcohólica actriz Claire, han sido elegidas por él bajo el resbaladizo criterio –por decir algo– de la atracción sexual y fatal hacia la mujer neurótica y necesitada de redención. De ahí, quizás, las opiniones que Florent-Claude tiene sobre las mujeres en general (las de su clase). Serotonina es, desde luego, una novela erótica con ramalazos pornográficos, por no hablar de una siniestra incursión en el mundo de la pedofilia, que el narrador no tolera.

Si siempre viene bien leer En presencia de Schopenhauer, el breve libro de Houellebecq sobre el filósofo alemán, sería muy oportuno recuperar la lectura del apasionante y entretenidísimo ensayo Houellebecq economista, de Bernard Maris, ambos publicados por Anagrama.

En Serotonina, y en calidad –como dije– de decisivo contexto, Houellebecq se adentra en el universo económico y laboral, con dedicación al terreno inmobiliario y, sobre todo, al mundo agrícola, víctima del libre comercio y de las directivas europeas. Es un tema muy importante en la novela, que surge de la dedicación profesional de Florent-Claude al ministerio francés del ramo, a las conexiones de éste con Bruselas y a su época como contratado de una potente multinacional de productos para uso en la agricultura. Florent-Claude, en resumen, reniega de todo ese tinglado público y privado, de sus trapisondas y engaños y, en el tramo final y bastante diferenciado de su novela, se pone del lado de los agricultores y ganaderos franceses, de los productores de leche, ensayando un tono indignado y reivindicativo que le lleva casi a la elegía y a la épica y que aporta un muy actual e interesante personaje, su viejo amigo Aymeric, aristócrata dedicado al campo, al que todo le sale mal por hacer las cosas bien, que sería –y tal vez sea– un personaje luminoso, como Camille, a pesar del negro destino que Houellebecq le reserva.

Además del sexo, aunque quizá no tanto, a Florent-Claude, fumador y bebedor irredento, le complacen los buenos coches, los buenos vinos y alcoholes, la buena comida, las buenas casas y los buenos hoteles, los disfrute o no con la constancia que él desearía. Aquí aparece el tercer contexto decisivo, el del profesional acomodado que algunos llamarían pijoprogre, el correcto social-liberal que un buen día descubre que, amén de en sus placeres burgueses, ya no cree en nada o que aquello en lo que cree –delicuescente socialdemocracia hedonista sin coste personal– no sirve para solucionar nada, y entonces, como Florent-Claude, pasa a odiar ese modo de vida, a satirizarlo con humor sardónico.

Y lo mismo hace Houellebecq –¿o es Florent-Claude?– con los alimentos culturales, contemporáneos o clásicos, que nutren a esa parroquia, la suya, y también con sus salidas ineficientes –monasterios, psicoanalistas, medicaciones, retiros al campo…–, salpicando sus relatos con infinidad de coces –Millet, Angot, Proust, Mann, Goethe…– y venablos. No es verosímil, para mi gusto, que Florent-Claude haya leído tanto, pero, en este punto, a Houellebecq le importa un pimiento la verosimilitud y sólo busca, como en otros puntos, regocijarse y, con perdón, tocar las pelotas del personal timorato.

Florent-Claude, gran lector que dice no leer, cita de pasada a Nikolái Gógol y su novela Las almas muertas, libro que, a mi juicio, mucho tiene que ver, mutatis mutandis, con Serotonina y, al hilo de esta cita, hace una reflexión con la que termino: “Dios me había dado una naturaleza simple, infinitamente simple diría yo, era más bien el mundo a mi alrededor el que se había vuelto complejo, y así yo me había encontrado con un estado de complejidad del mundo demasiado grande, sencillamente ya no me veía capaz de asumir la complejidad del mundo en el que estaba inmerso, por eso mi comportamiento, que no pretendo justificar, se volvió incomprensible, chocante y errático”.    

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