Tengo una cita por Manuel Hidalgo

El nostálgico retorno de Joseph Roth

14 septiembre, 2017 12:55

La narrativa de Joseph Roth (1894 - 1939) no desconoce el humor, pero sería excesivo decir que el autor de Hotel Savoy (1924), La marcha Radetzky (1932) y La leyenda del santo bebedor (1939) fue un humorista a tiempo completo.

Acantilado edita Fresas, el manuscrito incompleto de la novela que, al parecer, Roth intentó escribir hacia 1929 para recrear su pueblo natal, Brody, en la región de Galitzia, hoy perteneciente a Ucrania y, en los tiempos del nacimiento del escritor, al Imperio Austro-Húngaro de los Habsburgo, que tanto veneró y añoró el autor. Con excelente traducción del alemán de la novelista Berta Vias Mahou, hay que decir que Fresas, en su jugosa brevedad y pese a su condición de obra inconclusa o amputada, se disfruta a plena satisfacción.

Me ha llamado la atención el carácter abiertamente humorístico de Fresas, que me atrevería a emparentar con el de dos escritores checos: su contemporáneo Jaroslav Hasek y el posterior Bohumil Hrabal. Como sucede con estos autores, la bajada de la marea humorística deja en Fresas rastros firmes de melancolía, tristeza y patetismo.

Pero, en principio, el impostor Naphtali Kroj -como se define a sí mismo el narrador de nombre falso y hebreo- hace una disparatada descripción del ambiente de esa pequeña ciudad de locos -tres mil de sus diez mil habitantes eran dementes, pero sin peligro, dice-, indocumentados, corruptos, pirómanos, bebedores, pendencieros y ladrones -no todos, claro-, en la que “reinaba la paz” y en la que sus ciudadanos, como se verá, amaban la naturaleza y la belleza: la ironía de Roth acompaña a su expresionismo satírico.

En Fresas no hay una trama, sino un retrato colectivo e individual sustentado en pequeños episodios -la erección de un monumento a un poeta local, la construcción de un gran hotel, la búsqueda de un tesoro subterráneo…- y en un abigarrado conjunto de personajes: el propio narrador, su amigo el sepulturero, el sastre, el cristalero, el alcalde, el importantísimo señor conde, el abogado que hereda los baños públicos, el mencionado vate, la lujuriosa propietaria del quiosco de helados y soda, algún rico comerciante… Mimbres más que suficientes para provocar la hilaridad (y la ternura) del lector a cuenta de sus generalmente grotescos comportamientos, bien entendido que abundan los pobres y que faltan los grandes talentos fugados al oeste europeo, los que han emigrado a América y los jóvenes anualmente reclutados para servir en el Ejército. Por cierto, las estratagemas que Roth describe para eludir por inutilidad la leva militar recuerdan muy mucho a las que se ponían en práctica en España -a menudo con indeseados resultados- no hace tantos años.

Sin embargo, esta descripción del paisanaje, que puede hacer pensar en un mero esperpento, daría una muy equivocada impresión sobre el texto si nos olvidáramos de la exquisita delicadeza, el cromatismo y el hálito poético con el que Roth aborda el paisaje, el paso cambiante de las estaciones y, por supuesto, la afición de los lugareños, pese a su prohibición, a coger fresas en el cercano bosque.

Veamos: “Allí crecían las fresas más hermosas. No se ocultaban, modestas, como suelen hacer de acuerdo con su carácter. Se ponían en el camino de todo el que salía a buscarlas. Temblaban sobre sus tallos finos, pero eran fuertes. Estaban en sazón y no crecían tan profundamente en la tierra por humildad, sino por altanería. Había que agacharse para alcanzarlas. Para coger manzanas, cerezas y peras uno tiene que estirarse y trepar.

En las fresas había pegados pequeñísimos terrones que no se notaban a simple vista y que, por tanto, uno se metía en la boca. Crujían entre los dientes, pero el zumo, que brotaba del fruto, arrastraba consigo la tierra, y la carne suave acariciaba el paladar”.

Es llamativo comprobar cómo conviven en el texto estas y otras prodigiosas muestras del sensible realismo de Roth con el humor más distorsionante y desbocado, aunque siempre dispuesto -recordémoslo otra vez- a albergar compasión, comprensión y desdicha. Y es emocionante constatar que esas fresas zumosas que dan título al libro contienen la nostalgia por la infancia y el mundo perdidos por el judío errante, acosado, empobrecido y alcoholizado que fue Joseph Roth.

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