Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Los espejos del café

21 mayo, 2014 13:08

[caption id="attachment_452" width="200"] Javier Villán en el Café Gijón. Foto: Sergio Enríquez-Nistal[/caption]

Sobre el ya centenario Café Gijón (Madrid, Paseo de Recoletos, 21) existe una abundante bibliografía (Gómez Santos, Tudela, Vicent, Bárcena, Esteban y otros) que no cesa de incrementar el conocimiento de su historia, aunque también su leyenda.

Sin duda posible, La noche que llegué al Café Gijón, de Francisco Umbral, es el libro que más ha contribuido al mito del local y a la mitología (y mitomanía) de su ilustre y menos ilustre clientela, de sus actividades reales, inventadas o soñadas, que siempre se han amalgamado en un todo indiscernible.

Javier Villán acaba de publicar Madrid canalla. Historias intelectuales y golfas del Café Gijón (Almuzara), y ya el título recoge los dos platos fuertes, especiados con lances políticos, del nutrido menú del libro, que no es otro que el propio de la vida del establecimiento durante décadas.

Desde el principio, Villán se acoge al magisterio de Umbral, de quien fue amigo y estudioso, y también desde el principio declara el muy umbraliano propósito de aprovechar sus recuerdos del Gijón no para hacer la biografía del Café, sino para seguir completando –desde sus arbitrios, caprichos y simpatías, dice- su autobiografía, que ya tiene, al menos, cuatro entregas anteriores muy enjundiosas, con la virtud, como en este caso de nuevo, de que el hacer recuento de uno mismo desemboca en la pintura al fresco de una o varias generaciones y, en definitiva, de un país.

El tardofranquismo y la Transición son las etapas del Gijón y de su propia vida (en él) que Villán evoca con un ingente número de sucedidos, anécdotas y personajes. Estos últimos, si hubiera tenido el libro un índice de nombres, habrían hecho las delicias del lector impaciente y cotilla (mal lector), pero no hay tal índice, y mejor que no lo haya.

Poeta al fin y al cabo, Villán utiliza reiteradamente los azogados espejos y la puerta giratoria que el Gijón tuvo como emblemas poéticos y también como instrumentos para reflejar y acoger a la larga nómina de sus protagonistas, más o menos destinados, sea cual fuere su importancia, a la condición final de fantasmas, habiendo algunos que eran absorbidos por esa puerta hacia la gloria y otros –o los mismos- expulsados por el giro de su mecanismo hacia la nada.

Aunque reparte algún sopapo como quien no quiere la cosa –confiesa ciertas antipatías personales- y señala, sin cargar la suerte, algunos hechos y comportamientos más que oscuros, la mirada, en general, de Villán tiene la benevolencia –humanista y tolerante- que es habitual en sus escritos, benevolencia que nace de una exacta comprensión de la dificultad de vivir y de convivir y que, según dice, también ha sido definitoria de las jornadas del Gijón, aunque a veces saltaran chispas y volaran sobre las mesas maldades y rencores.

Entre lo divertido y lo patético, las anécdotas y acontecimientos narrados por Villán, que son como alfileres que fijan a los insectos en sus cajas de cristal, crean un variopinto mural de personajes enfrascados en la lucha por la supervivencia y por la felicidad. Hay sucesos en el libro ciertamente chungos, descacharrantes otros y también desoladores, pero, si tuviera que elegir, me quedaría con no pocas muestras del bien afilado ingenio oral o escrito de los personajes convocados, ingenio azuzado por la inteligencia creativa, por los licores, por la cabeza extraviada, por la mala idea o por todo eso a la vez con el implemento de la necesidad de tirar para adelante: llenar el buche, ganar unos dineros, dormir en compañía o colocar un texto que sirva de peldaño en la ardua tarea de subir la escalera de la fama.

Con prudente dosificación, Javier Villán aprovecha el viaje para tirar algunos viajes. Por ejemplo, éste: “Aquellos tiempos seguro que eran peores, pero propiciaban la camaradería y sacaban a relucir lo mejor de cada cual. La crisis, la corrupción metódica y sistemática, el paro caníbal, sacan a relucir lo más miserable de cada ser. Hoy se mata por un puesto de trabajo, una limosna o una columna en un periódico; antes, independientemente de ideologías, se podía matar por un polvo con una mujer hermosa o por un endecasílabo, pero nada más”.

Y nada menos.

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