Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Tabucchi y el hechizo de Chillida-Leku

21 marzo, 2012 01:00

En su libro Viajes y otros viajes (Anagrama), Antonio Tabucchi no puede dejar de tropezar con el inevitable poema (Ítaca) de Konstantinos Kavafis, que le permite fijar la importancia del viaje: “el viaje halla su sentido sólo en sí mismo, en el hecho de ser viaje”.

Para Tabucchi, el viajero -a diferencia de quien no se mueve y siempre pisa el mismo suelo- adquiere la conciencia de que la Tierra no le pertenece. Es un préstamo, como la vida misma. El sentido de vivir, como el de viajar, no es otro que el de sacar el mayor beneficio a ese préstamo.

Por ello, en otro lugar, Tabucchi afirma ser “un viajero que nunca ha hecho viajes para escribir sobre ellos, algo que siempre me ha parecido una estupidez. Sería como si uno quisiera enamorarse para poder escribir un libro sobre el amor”.

Esto segundo es más estúpido, sin duda, que lo primero, pero la forzada comparación de Tabucchi va destinada a poner en valor la experiencia del viaje -como la del amor- por encima y al margen de cuanto se pueda escribir sobre lo uno y lo otro: la experiencia de la vida por encima de la experiencia de la literatura.

Sin embargo, Viajes y otros viajes es un libro, obviamente, sobre los viajes que Tabucchi ha realizado por los cinco continentes, una amable e incitante colección de viñetas y relatos breves que retratan con tono delicado e impresionista no sólo lugares y ciudades reales, sino también los paisajes imaginarios creados por escritores. Libros propios y ajenos acompañan a Tabucchi en sus excursiones, por lo que la literatura acaba teniendo una doble presencia ineludible.

Por acotar, entre las decenas de escenarios, diremos que Madrid, el barrio de Gracia en Barcelona, El Escorial y el museo Chillida-Leku son los pasajes españoles de la itinerancia de Tabucchi.

Sobre el museo Chillida-Leku escribe Tabucchi -antes de su cierre, aclara el editor- estas líneas: Es uno de los regalos más hermosos que un artista puede legar a su pueblo. El Chillida-Leku es un inmenso museo al aire libre, por más que, en el fondo, la palabra “museo” no sea adecuada del todo: es más bien un espacio, un lugar en el que moverse y pasar un rato, donde la naturaleza y el arte se combinan creando una suerte de hechizo que arrebata al visitante. La emoción estética, muy intensa, queda diluida por una enorme sensación de serenidad: es un lugar en el que las figuras humanas se empequeñecen, el espacio se agiganta, las proporciones cambian y cambia en nosotros la absurda idea de ser los dueños de esta Tierra. Los colores vibran: el rojo y el gris de las gigantescas esculturas, el verde resplandeciente de los prados y los tonos oscuros de las encinas centenarias, el azul intenso del cielo. La humildad nos invade, barriendo la arrogancia con la que solemos deambular por las urbes modernas.

¿Cómo es posible que un lugar así, que suscita tan hermosas palabras y tan salutíferas y salvíficas sensaciones, haya sido cerrado? ¿Cómo es posible que las partes implicadas en una discrepancia -la familia del artista, las autoridades, otras entidades- no sean capaces de llegar a un acuerdo que haga viable la reapertura inmediata de Chillida-Leku? Hay que exigírselo, no sin antes contestar a otra pregunta: ¿acaso no somos nosotros, cada uno de nosotros, también parte implicada?

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