Un momento del montaje de 'La cabeza del dragón' en el CDN. Foto: Bárbara Sánchez Palomero

Un momento del montaje de 'La cabeza del dragón' en el CDN. Foto: Bárbara Sánchez Palomero

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El postureo de la canonización de Valle por el teatro nacional

El montaje de 'La cabeza del dragón' en el CDN pretende darnos a conocer el Valle Inclán más joven y experimental

8 octubre, 2022 13:03

Por fin una producción del repertorio español del siglo XX en el Centro Dramático Nacional (CDN): La cabeza del dragón, de Valle Inclán. Es junto con Yerma los únicos títulos del citado repertorio en toda la programación de esta temporada del teatro nacional.

Tan poco aprecio a los autores muertos y, sin embargo, el montaje se arropa con una veneración a Valle casi religiosa, los espectadores comparten las butacas con varias réplicas de su figura a tamaño humano bañadas en oro y al final los actores lo llevan en procesión cual santo benefactor envuelto en incienso.

Este montaje pretende darnos a conocer el Valle más joven y experimental, el de las farsas de Tablado de marionetas para educación de príncipes, lo cual nos lleva a un territorio distinto del de los títulos canónicos del autor que suelen montar los teatros, pero que es preámbulo en su senda hacia el esperpento.

En 1909 Valle escribe la farsa La cabeza del dragón que entrega a Benavente para su Teatro para Niños, comedia fantástica en la que mete morcillas contra la monarquía y otros asuntos de actualidad de su época que ahora Lucía Miranda, la directora de este espectáculo, ha actualizado levemente. Este descaro de Valle al tratar un género como la comedia infantil guía a Miranda cuando se propone ofrecernos “un cuento de hadas para adultos” (en sintonía con Pérez de Ayala, que consideraba que la comedia infantil de Valle es melliza de los cuentos de hadas).

Pero el cuento aburre en su primera parte, aunque consigue levantar el vuelo en la segunda. La fábula es esquemática como lo son las historias infantiles: el príncipe Verdemar debe salvar a la Infantina de un dragón que la tiene secuestrada como garantía para que el reino de su padre, Micomicón, esté a salvo. En torno a este argumento aparece una serie de personajes palatinos como duendes, reyes, valentones, ciegos…

Un Valle Inclán de oro en el patio de butacas

Un Valle Inclán de oro en el patio de butacas

Miranda reúne un elenco de jóvenes actores desiguales, contrasta el bajo nivel de unos con la versatilidad y profesionalidad de otros, a destacar Carlos González y Carmen Escudero, que cantan y muy bien poemas que han sido musicalizados. La directora integra con buen juicio una banda de viento -ataviada con frac, clásicos botines que calzaba Valle y barba de chivo. El dispositivo escénico arropa al patio de butacas, los actores se mueven desde el escenario a los palcos y la platea.

El montaje carga las tintas en la plástica visual y desatiende el lenguaje -la dicción de algunos intérpretes es descuidada-, y eso que nos incluyen la acotaciones que oímos al comienzo de cada cuadro en la voz de José Sacristán.

El espectáculo tiene una extravagancia estética higiénica más próxima a una comedia como Tres sombreros de copa, que a un entremés de Cervantes o una pieza popular de la comedia del arte con los que Valle emparenta la farsa. El género reformulado por el autor tiene su dificultad, es un teatro estereotipado, grotesco y fantástico y en este montaje siento que falta más barro y sobra carnaval veneciano.

Aprovecho que Miranda escribe en el programa de mano de esta obra unas palabras que plantean el asunto con el que iniciaba este artículo: “En un momento de profundos cambios en la tradición española, La cabeza del dragón es una invitación a preguntarnos qué es la tradición, cómo decidimos cuál es buena o mala, quién lo decide y cómo construimos las nuevas”. Antes ha citado una frase de Valle clara y definitiva sobre la cuestión: “Quien sabe del pasado sabe del porvenir”.

A pesar de esta canonización de Valle, en realidad el actual CDN es la única que hasta el momento ha aprobado de la tradición teatral del siglo XX (y Lorca, claro) para centrarse en la “creación actual”. Tiene su explicación.

En 2011, siendo director del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM) Félix Palomero (nombrado por el PSOE), se modificaron los estatutos del CDN para eliminar uno de sus fines -“la difusión del repertorio teatral español y universal, preferentemente de la segunda mitad del siglo XIX y siglo XX, en todo el territorio nacional y en el extranjero”- y sustituirlo por otro más vago: “promover, revisar y difundir el teatro español contemporáneo, dar a conocer el repertorio dramático universal y contribuir al impulso y desarrollo de los lenguajes escénicos actuales”.

O sea, para llevarnos a una mayor indefinición de los objetivos de la institución y que cada director haga lo que le dé la gana. Y en eso estamos. El equipo de Alfredo Sanzol que comanda desde 2019 el Centro Dramático Nacional lo llama ahora el Dramático, que lo dice todo de lo que ahí se cuece.

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