Miguel de Unamuno en Valldemossa (Mallorca) en 1916

Miguel de Unamuno en Valldemossa (Mallorca) en 1916

Entreclásicos por Rafael Narbona

Miguel de Unamuno: contra esto y aquello

El recuerdo del filósofo y escritor sigue agitando las conciencias y su obra se ha revelado como una perdurable levadura, fermento que aún aviva polémicas y discusiones

8 octubre, 2019 09:00

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Miguel de Unamuno y Jugo vuelve a ser noticia. Postergado por las últimas generaciones de críticos y lectores, cada vez más indiferentes hacia cuestiones como la existencia de Dios, la idea de España, el paisaje áspero y desnudo de Castilla o el amor maternal como esclusa del dolor humano, el famoso incidente del 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca ha inspirado una notable película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, que recrea el enfrentamiento entre el escritor y el general José Millán-Astray y Terreros. Apasionados y vehementes, se ha acusado de energúmenos a los dos personajes. En Las tres Españas del 36, Paul Preston afirma que Millán-Astray “institucionalizó y evangelizó, gracias a la creación del Tercio de Extranjeros, los valores brutales y embrutecedores con que Franco libró y ganó la guerra civil española”. En Contra Unamuno y contra los demás, Joan Fuster afirma que Don Miguel no era un pensador existencialista, sino “la Niña de los Peines y Concha Piquer en una sola pieza, un fenómeno marginal y aberrante”.  

Paul Preston no se equivocaba, pero deliberadamente ignoraba que Millán-Astray tenía un lado humano y vagamente refinado: soñaba con emular a D’Annunzio, al igual que el Valle-Inclán modernista, practicaba ocasionalmente la escritura (es autor de dos libros –La Legión y Franco, el Caudillo-, un buen número de artículos para ABC y el prólogo de la primera traducción española del Bushido: el alma del Japón, de Inazo Nitobe) y acudía de vez en cuando a la tertulia de El Gato Negro, presidida por Jacinto Benavente y frecuentada –entre otros- por los hermanos Quintero, Carlos Arniches, Pedro Muñoz Seca y Manuel Bueno. Allí conoció al escritor de convicciones republicanas Diego San José, al que libraría del piquete de ejecución durante la postguerra. El “glorioso mutilado” era fiel a sus amigos y no desconocía la indulgencia. En cuanto a Unamuno, Joan Fuster es injusto, pero no está desencaminado cuando señala el carácter marginal del escritor vasco, que se había descolgado de la historia, lamentando la decadencia del espíritu por culpa del progreso material y tecnológico. En una carta enviada en 1915 a Juan Ramón Jiménez, escribe: “Yo no le oculto que hago votos para la derrota de la técnica y hasta de la ciencia, de todo ideal que se contraiga al enriquecimiento, la prosperidad terrenal y el engrandecimiento territorial y mercantil… Si la guerra abate la soberbia mundana europea y nos devuelve a una especie de nueva edad romántica, bien venida sea”. 

Hijo del siglo XIX, Millán-Astray suscribía el ideario romántico que exaltaba el amor a la patria, el impulso civilizador de la tradición cristiana, la nostalgia por el pasado, la obsesión por la muerte y el papel del ejército como fuerza de regeneración política y social. Unamuno, otro hijo del XIX, compartía esas creencias, pero con una importante diferencia. El escritor no amaba la muerte; la temía, pues le resultaba inaceptable que el destino del hombre fuera su disolución en la nada. Para Millán-Astray, la muerte es un acto de servicio. El soldado que cae en el campo de batalla se despide del mundo de una forma gloriosa y honorable. Para Unamuno, la muerte es un acontecimiento obsceno, que rebaja el fenómeno de la vida a simple banalidad. Sólo la expectativa de la eternidad puede salvar al hombre de ese horizonte desalentador. No somos nada si nos espera el no ser, el olvido, la putrefacción. La imposibilidad de adquirir la fe por medio de la razón empujó a Unamuno hacia el irracionalismo. En su correspondencia con Pedro Jiménez Ilundain, se produce un revelador intercambio de opiniones. Ateo y positivista, Ilundain escribe: “¿Por qué la miserable partícula que es el hombre puede creer, en su orgullo insensato, que le está reservado un más allá?”. Irritado, Unamuno contesta: “No veo orgullo sano ni insano. Yo no digo que merecemos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ello ni hay alegría de vivir ni la alegría de vivir quiere decir nada. Es muy cómodo eso de decir: ‘¡Hay que vivir, hay que contentarse con la vida!’ ¿Y los que no nos contentamos con ella?”.

En sus Diarios, Unamuno ensaya nuevos caminos hacia la inmortalidad, alejándose de cualquier ortodoxia: “Aun cuando el hombre fuese por esencia y naturaleza mortal, tantos anhelos y esfuerzos le habrían creado ya otra vida”. En su diálogo epistolar con Ilundain, se declara místico, pero sin fe: “Es tanto lo que amo la vida, que el perderla me parece el peor de los males. Los que gozan al día, sin cuidarse de si han de perderla o no del todo, es que no la quieren. […] En el fondo, los sensuales son más tristes que los místicos. Yo vivo contento con mis místicas”. Unamuno no se conforma con una inmortalidad difusa, impersonal. Escribe a Pedro Corominas, padre del célebre filólogo Joan Corominas: “He traducido el Fedón en clase. Esa inmortalidad en el obrar más que en el ser me deja frío. Yo en esto, ya lo sabe usted, soy materialista. Siento eso de la inmortalidad como el vulgo católico más vulgo. Me horroriza perder ese yo concreto y consciente”. No se imagina un paraíso puramente contemplativo, donde la eternidad consista en una inmóvil beatitud. Como señala Charles Moeller en su extraordinario ensayo sobre Unamuno incluido en Literatura del siglo XX y cristianismo, al escritor vasco le hubiera gustado, de conocerla, la expresión de Charles Péguy: “En mi paraíso, habrá cosas”. Es decir, habrá historia, vida, experiencias. El ascenso hacia la fe no se produce por medio de la especulación filosófica, sino abdicando de la razón. Se siente identificado con el razonamiento que expone Johannes Hessen en su ensayo Filialidad de Dios (Gottes Kindschaft): “Es siempre y cada vez el niño quien en nosotros cree. Como el ver es una función de la vista, así el creer es una función del sentido infantil. Hay tanta potencia de creer en nosotros cuanta infantilidad tengamos”. Unamuno se quedará atrapado en un voluntarismo estéril. Su fe consistirá en “querer tener fe”. Es lo que Moeller llama “esperanza desesperada”. No cabe extrañarse ante la inclusión de La agonía del cristianismo y Del sentimiento trágico de la vida en el Índice de libros prohibidos, acordada por el Santo Oficio en 1957. Millán-Astray también anhelaba la eternidad, pero como estricto feligrés de la Iglesia Católica no dudaba de la inmortalidad del alma. Creía firmemente que las puertas del cielo se abrían para los soldados que inmolaban su vida por la patria. Quizás eso explica su desprecio por la muerte. Cuando es herido por cuarta vez, afirma: “Espero la quinta herida con alegría”.

El irracionalismo de Unamuno le acerca una visión netamente romántica de España. No quiere oír hablar de progreso, ni de grandes ciudades. Se siente mucho más cómodo en el mundo rural, con su fluir lento, intrahistórico. En las labores agrícolas, el hombre se acerca a lo eterno. En el ruido de la historia, sólo bulle la ambición humana. La exaltación de la vida de los pueblos no debe confundirse con el casticismo o el patriotismo de campanario. En sus años de socialista, Unamuno se mostraba partidario del europeísmo, pero con el tiempo abandonará esa perspectiva, postulando un ensimismamiento fecundo. España debe mirar hacia dentro, hacia ese pueblo que ora, trabaja y muere y que ha forjado su identidad, mezclando el idealismo quijotesco y la espiritualidad cristiana. Unamuno desprecia a las masas y a los caciques. No simpatiza con el clericalismo, pero reivindica el cristianismo sencillo, evangélico, que reclama libertad, igualdad y caridad. Hay una “España celestial” que ha derramado su genio en Hispanoamérica y que debe conservar su personalidad creadora, rehuyendo igualmente el bolchevismo y el capitalismo, dos doctrinas materialistas. Castilla, con sus planicies estoicas, sus silencios místicos, sus piedras ancestrales y sus viejos romances, expresa la esencia del alma española. Sólo el castellano puede ser la lengua oficial de una nación que no debe sucumbir a las querellas entre partidos ni a las tendencias disgregadoras. En el idioma están el espíritu y las entrañas de un pueblo. Por eso, hay que preservarlo y no tolerar que lo desplacen o debiliten dialectos de escaso bagaje cultural e histórico. No es extraño que estos planteamientos atrajeran al incipiente fascismo español. En el número 2 de su revista La Conquista del Estado, Ramiro Ledesma Ramos le dedica un artículo que titula “Grandeza de Unamuno”. Unamuno no pierde la oportunidad de atacar el fascismo, pero en su forma de pensar hay elementos que se corresponden con su ideario, como el nacionalismo español, la exaltación de la Hispanidad o su crítica implacable de los separatismos. En su juventud, no perdió la ocasión de atacar a los militares, pero con los años cambió de punto de vista, justificando la guerra colonial en Marruecos y la represión de la Semana Trágica. No le agradaban los espadones, pero el miedo a las masas, movidas por el odio y el resentimiento, le convenció de que sólo el ejército podía garantizar el orden y la paz.

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Cuando se hunde la monarquía, Unamuno proclama la República desde el balcón del ayuntamiento de Salamanca. Poco después, consigue un acta de diputado como candidato de la coalición republicano-socialista. Destituido y desterrado a Fuerteventura por el dictador Miguel Primo de Rivera, recupera su condición de rector de la Universidad de Salamanca. Alcalá-Zamora le asigna el puesto de director del Consejo de Instrucción Pública y Salamanca lo honra nombrándole alcalde honorario. Más adelante, se le declara Ciudadano Honorario de la República. Desde el parlamento, Unamuno deplora las explosiones de anticlericalismo y manifiesta su oposición al Estatuto de Autonomía de Cataluña. Su unitarismo radical le atrae la antipatía de los independentistas. Despacha el fallido golpe de Sanjurjo, calificándolo de “pronunciamiento de paletos”, pero –al igual que Ortega- demanda una “rectificación” de la República. Su enemistad con Azaña se agrava con la matanza de Casas Viejas. Unamuno le pide que disuelva las Cortes y convoque elecciones. Cada vez más desilusionado con el parlamentarismo, lee con agrado el discurso fundacional de Falange Española en el Teatro de la Comedia en octubre de 1933. No le concede su aquiescencia, pues hace tiempo que abrazó el liberalismo, pero ciertas expresiones -como “la unidad espiritual de los pueblos”, “la unidad irrevocable de la Patria”, “el sentido permanente ante la Historia y la vida” o “la irrevocable unidad de destino” de los pueblos de España- concitan su simpatía. José Antonio Primo de Rivera, que admira a Unamuno y a Ortega y Gasset, pide “más respeto a la libertad profunda del hombre” y reivindica “la poesía que promete” como legítima y principal inspiración de los pueblos. Algunos le reprochan al escritor vasco que se muestre indulgente con un “movimiento” que justifica “la dialéctica de los puños y las pistolas”, pero Unamuno hace tiempo que renunció al pacifismo, mostrándose partidario de “una guerra civil”, un “don del cielo”. Conviene aclarar esta declaración. Unamuno no piensa –al menos, de momento- en una contienda militar, sino en una confrontación intelectual. En los Juegos Florales de Almería de 1903, ya había manifestado: “España está muy necesitada de una nueva guerra civil, pero civil de veras, no con armas de fuego ni de filo, sino con armas de ardiente palabra, que es la espada del Espíritu”. Es la clase de guerra que predicó Cristo, cuando anunció que había venido a este mundo “a poner al hijo en contra de su padre y a la hija en contra de su madre” (Mateo, 10, 34-36). Unamuno se concibe a sí mismo como el sumo sacerdote de esta nueva guerra espiritual donde se decidirá el porvenir de España.

La Revolución de Asturias le parece inaceptable, pero le horroriza el alcance de la represión, que alcanza al periodista republicano Luis Higón (Luis Sirval), asesinado por un legionario. En cambio, no le ocasiona ningún problema recibir en su casa de Bordadores a José Antonio Primo de Rivera, acompañado por Francisco Bravo y Rafael Sánchez Mazas, con el que le une un remoto parentesco. Acepta su invitación de acudir a un mitin de Falange y se desplaza a pie hasta el Teatro Bretón de Salamanca, donde se celebra el acto, conversando amigablemente con los tres falangistas, lo cual provoca un escándalo. Decepcionado por las derechas y las izquierdas, Unamuno apoya la rebelión militar del 36, creyendo que los generales sublevados materializarán su ansiada rectificación de la República. Piensa que será un pronunciamiento semejante a los del siglo XIX, no una guerra larga y sangrienta. Cree que los militares, que se han alzado dando vivas a la República, pactarán con el sector moderado del PSOE, salvando la civilización occidental, puesta en peligro por anarquistas y bolcheviques. Se rumorea que aporta cinco mil pesetas a la sublevación, algo que no ha sido demostrado hasta la fecha. Azaña lo destituye como rector y el general Cabanellas lo repone en el cargo. Cuando se desata la represión en la retaguardia y varios de sus amigos son arrestados sin otro motivo que sus convicciones liberales o evangélicas, como el pastor Atilano Coco (fusilado más tarde sin juicio), se considera responsable de la catástrofe: “Fui uno de aquellos que deseaban conocer a la humanidad sin conocer al hombre”. Augura que sea cual sea la victoria, su destino será enfrentarse a los vencedores. Se entrevista con Franco para abogar por Atilano Coco, pero sólo obtiene amables evasivas.

El día 12 de octubre acude al paraninfo de la Universidad para participar en el Día de la Raza. Disponemos de distintas versiones del célebre incidente, casi todas de testigos indirectos, como Luis Portillo, que se dejó llevar por la fantasía. Parece claro, no obstante, que Unamuno afirmó que la sublevación se había convertido en guerra incivil, que “vencer no era convencer” y que se citaba mucho a Cristo, pero no se apreciaba ni una brizna de compasión hacia el adversario. En su excelente biografía de Unamuno, Jon Juaristi aventura que las referencias a Rizal, a Cervantes y a la lucha ideológica entre bolchevismo y fascismo, sólo son invenciones de los cronistas, que adornaron el incidente. No hay constancia de que replicara con ingenio a Millán-Astray, cuando este pidió hablar y gritó “¡Muera la inteligencia traidora!”. Ni siquiera está probado que el fundador de la Legión vociferará “¡Viva la muerte!”. Todos los testigos señalan que Carmen Polo, hija de un abogado y catedrático, ofreció su brazo a Unamuno para evitar cualquier desgracia. Algunos afirman que lo hizo, siguiendo indicaciones de Millán-Astray. Se conservan varias fotografías de Unamuno, abandonando el paraninfo. No ha huido precipitadamente, pues se ha despojado de su toga y muceta. En una de las fotografías, Millán-Astray le estrecha la mano, sonriente, mientras les observa el obispo Pla y Deniel. Los falangistas alzan el brazo. Según algunas versiones, le protegen de los legionarios. Todo indica que el incidente no fue tan dramático como se nos ha contado, pero indudablemente molestó a los militares sublevados y tuvo unas consecuencias demoledoras para Unamuno, que fue destituido como rector vitalicio. Además, se le despojó de su cargo de alcalde vitalicio de Salamanca y se suprimió la cátedra que llevaba su nombre. Esa tarde fue abucheado en el casino y se colocó en la puerta de su casa a un policía, supuestamente para protegerlo, pero que en realidad estaba encargado de evitar su fuga de Salamanca. Días después, Millán-Astray habla en una alocución contra los intelectuales que envenenan a los jóvenes, falseando la historia. Todo sugiere que se refiere a Unamuno. Entrevistado por el novelista griego Nikos Kazantzakis, el escritor vasco declara con amargura: “No soy ni fascista, ni bolchevique. Estoy solo”. Únicamente los falangistas mantienen su apoyo al escritor vasco, pese a que este despotrica “contra los hunos y los hotros”, afirmando que el yugo y las flechas es un símbolo tan bárbaro como la hoz y el martillo.

En su correspondencia, Unamuno desprecia al general Mola, “ponzoñoso y rencoroso”, pero tiene buenas palabras para el “pobre Franco”, quizás ignorando que había firmado su destitución. Muy abatido desde la reciente muerte de su querida esposa Concha Lizárraga, fallece en su casa de una probable crisis cardíaca, mientras hablaba con el joven abogado Bartolomé Aragón Gómez, afiliado a Falange. Un grupo de falangistas uniformados llevará a hombros su féretro hasta el cementerio. Durante las décadas siguientes, será considerador el mayor escritor de su tiempo. A partir de los ochenta, quizás un poco antes, comenzará a ser cuestionado. Se dice que su obra envejece malamente. Algunos críticos literarios han deplorado que la película de Amenábar restituya el prestigio de Unamuno, un energúmeno que dice y se desdice sin tregua. Me parece una objeción de escaso recorrido. Unamuno no es un ideólogo, sino un pensador que aceptaba las contradicciones como un aspecto esencial y necesario de cualquier aventura intelectual o artística. Para algunos, fue el primer intelectual de la cultura española, con permiso de Larra. Después de Unamuno, surgieron otras figuras con enorme influencia en la opinión pública, como es el caso de Ortega y Gasset, un gigante que creó escuela. Ambos fueron derribados por el viento de la historia, que en un tiempo de sectarismos no transigió con las dudas y las vacilaciones. Desde entonces, los escritores –salvo excepciones- se han preocupado más de promocionar su obra que de ejercer de conciencia cívica. Unamuno se equivocó muchas veces, pero nunca perdió la inquietud de buscar la verdad. Escribió sin cesar “contra esto y aquello”, asumiendo que ninguna certeza es definitiva y que los errores, cuando se admiten, se convierten en pasos hacia adelante. A pesar de su aspecto de pastor protestante, nunca pretendió enseñar dogmas: “Yo he buscado siempre agitar y, a lo sumo, sugerir más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura y fermento”. Ochenta y tres años después de su muerte, su recuerdo sigue agitando las conciencias y su obra se ha revelado como una perdurable levadura, fermento que aún aviva polémicas y discusiones.

@Rafael_Narbona

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