El Cultural

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En plan serie por Enric Albero

Twitter, Instagram y 'Mare of Easttown'

Aunque la serie presenta al menos tres problemas, la galería de roles que Ingelsby presenta derrocha autenticidad

4 junio, 2021 07:56

La entrada de esta semana será rollo ‘Querido diario’. Que emplee la palabra rollo ya les debería dar una pista. Que recurra a la primera persona del singular, también. Tras su estreno ya les ofrecí mis primeras impresiones a propósito del piloto de Mare of Easttown (Brad Ingelsby & Craig Zobel, 2021) y, a estas alturas, asumo que todos han visto la miniserie protagonizada por Kate Winslet, por lo que yo me ahorraré las descripciones argumentales y ustedes unos cuantos minutos de su valioso y cada vez más escaso tiempo. Es decir, que voy a ir directo al grano, así que si no les suena de nada el nombre de un pequeño pueblo de Pensilvania en el que todos los hombres se parecen entre sí (no pude parar de pensar en el malogrado David Gistau), pasen de largo, paren de leer, recuerden que al norte del Estrecho la vida son dos días, que los bares están abiertos y que medio país ya se ha vacunado. El club de fans de Mare Sheehan (Kate Winslet) que no se me mueva de aquí.

Querido blog… Tras la emisión del sexto episodio de la serie de HBO publiqué un tuit (este) lamentando algunas de las soluciones que el guion firmado por Brad Ingelsby adoptaba en ese instante decisivo en el que las tramas han de empezar a cerrarse. El mensaje obtuvo unas cuantas respuestas, la mayoría de ellas firmadas por guionistas de nuestro país. En ellas mostraban, también, su desacuerdo con determinados giros y con el planteamiento de algunas situaciones que analizaremos más adelante. Admito que me sorprendió la reacción, no por errónea sino por desacostumbrada: ¿dónde está ese rigor cuando de nuestras ficciones se trata?

Mare of Easttown | Trailer oficial | HBO

No quiero decir con esto que nuestros creadores le den un uso patibulario a Twitter y vayan ajusticiando, semana a semana, el trabajo de sus compañeros. Todo el mundo tiene que ganarse el pan y para eso es preferible la seguridad del silencio corporativista a la inmolación profesional en holocausto público. Dicho esto, y asumiendo que los currantes del sector de la escritura audiovisual ni deben ¿ni pueden? enzarzarse en riñas fratricidas sobre la arena de Twitter, no nos vendría mal que esa lupa de aumento que emplean para examinar con fiscalizadora mirada las teleseries de ultramar, se pusiera al servicio de la auscultación de los guiones de nuestras ficciones, porque les aseguro que ninguno de los estrenos nacionales de este mes (ni de lo que llevamos de año) le llega a la altura del betún a Mare of Easttown (y como no soy de los de tirar la piedra y esconder la mano, cito: Los hombres de Paco, Reyes de la noche, El vecino o Parot. Tampoco El inocente o Merlí: sapere aude). Por cierto, voy a decirlo antes de que algún guionista me enmiende la plana: los directivos de las cadenas/plataformas también son responsables de los estándares de calidad/rigor/coherencia que se exigen a los proyectos; ojalá a esa visión crítica para con los éxitos foráneos le pusiéramos el prefijo auto- delante y la pusiéramos en práctica en nuestras casas. Creo que a todos nos iría bastante mejor.

Regresemos a Twitter. ¿Cuáles son los problemas de la serie? El 1.06 presenta, al menos, tres: la aparición del viejo Pat Ross (Gordon Clapp), la secuencia de la bañera y los flashbacks

1) Una vez que en ‘Illusions’ (1.05), con ese final inspirado en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), se haya resuelto el primero de los dos casos planteados (el de secuestro de Katie Bailey (Caitlin Houlahan) del que a estas alturas ya nadie parece acordarse), queda por averiguar quién asesinó a Erin McMenamin (Cailee Spaeny). La investigación está atascada y la lista de sospechosos incluye al diácono Martin Burton (James McArdle), que tiene antecedentes por pederastia y que lanzó la bicicleta de Erin al río, y a Dylan (Jack Mulhern), su ex, que no pasó la noche con su novia como había declarado. Para desembozar la trama, pues no hay pistas concluyentes, Ingelsby recurre a un personaje del que no sabemos prácticamente nada (y del que nada más sabremos de aquí en adelante): Pat Ross, un anciano cabeza de familia que, súbitamente, le confiesa a su hijo mayor John (Joe Tippett) que Billy (Robbie Tan), el hermano pequeño, llegó a casa la noche de autos empapado en sangre. Acabáramos.

¿Por qué ahora, viejo? ¿Por qué recurrir a un personaje desconocido para resucitar un hilo narrativo enmadejado (su intervención será la que desencadene el efecto dominó que permitirá dar con el inesperado culpable)? Es harto curioso que el guionista de Pensilvania le imprima ese giro a la serie porque, en paralelo, Mare recaba la información suficiente (la reunión familiar de los Ross, la coincidencia de fechas con el colgante, la presencia de Billy en la habitación de Erin) como para sospechar de él. A partir de ahí, se trata de ir engatusando al espectador hilvanando una serie de artimañas que, a poco que se piensen una vez resuelto todo, no se sostienen (por ejemplo: la conversación entre John y Billy y ese yo la maté carece de sentido toda vez que se sabe que los dos juntos movieron el cuerpo de Erin después de que John avisase a Billy para hacerlo. ¿Me siguen?). 

A priori, desconfío de los policiales multifocales, esto es, que se articulan a partir de la concatenación de distintos puntos de vista, porque el cambio de focalización te permite solventar un problema cambiando de personaje y a mí lo que me interesa es ver cómo el detective de turno da con la tecla a partir de sus indagaciones. Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 2016) quizá sea el ejemplo palmario de cambio de caballo a mitad de carrera, un ‘problema’ que al parecer nadie vio mientras leía el guion. 

2) Siguiendo con cuestiones de focalización, la secuencia en la que Carrie Layden (Sosie Bacon), la madre del pequeño Drew (Izzy King), se duerme junto a la bañera mientras el niño chapotea también fue objeto de no pocas quejas. Es efectista, pero sobre todo es utilitaria, una de esas secuencias que solo sirve para contar una cosa, para armar un arco argumental que habla de una madre que ha superado su adicción y que ahora quiere recuperar a su hijo, que se deja la vida en un trabajo de mierda y que, a falta de pilas Duracell para humanos, tiene que buscar energía extra en los estimulantes: Carrie es alguien devorada por el sistema, el mito de Sísifo en la era del neoliberalismo, solo que esa secuencia, montada además en paralelo con la persecución de Jess (Ruby Cruz) solo busca la tensión por la tensión, sin que los dos fragmentos guarden ningún otro tipo de relación. 

3) Los malditos flashbacks. A) no necesito asistir al trauma que dejó a Mare hecha unos zorros porque ya me lo habéis contado y porque sus secuelas son tan visibles que la desgracia que sugiere acongoja más que verla en pantalla (de nuevo la sobreexplicación como el gran lastre de no pocas series de TV) y B) Craig Zobel: ¿un ralentí? ¿Y una suite de piano? ¿De verdad era necesario sucumbir al énfasis cuando hasta entonces cada encuadre destilaba sobriedad y, en no pocas ocasiones, buen gusto? 

En el episodio final este tipo de desajustes se repiten (y algunos de nuestros guionistas se lo han pasado pipa, una semana más, en Twitter). Veamos.

1) La foto con la que se cierra el 1.06. Jess, la amiga de Erin, quema los diarios de la víctima para que nadie pueda encontrar algo que la comprometa, pero ¡se guarda la foto en la que se la ve con su amante (y, por lo tanto, principal sospechoso)! Como excusa argumental está al nivel de mi perro se ha comido los deberes o la vida es así no la he inventado yo. Luego, claro está, la aparición de la foto coincide con la revelación del abuelo Ross y las averiguaciones de Mare para que todo encaje en el momento oportuno.

2) La pistola. Vamos a ver. Toda la subtrama que tiene como protagonistas a los Carroll es simpática. Ese matrimonio de ancianos que recurre a la inspectora porque hay un merodeador por el barrio, sus líos con las cámaras de seguridad que han instalado, su bonhomía… Ingelsby reparte bien las cartas para tener ese as a mano cuando lo necesite, solo que para jugar esa baza sin que la trampa se vea hay que ser un viejo tahúr como, pongamos por caso, Robert Towne (¿recuerdan al personaje de Burt Young en Chinatown (Roman Polanski, 1974)? Pues eso). 

La noche del suceso, el asesino roba la pistola del cobertizo de los Carroll, comete el crimen y regresa para devolverla (repito: regresa ESA MISMA NOCHE). El señor Carroll (Patrick F. McDade) afirma que desde que falleció su mujer -eso sucede días después del homicidio- pierde cosas, entre ellas su pistola que, sin embargo, le fue devuelta con dos balas menos en la recámara. En realidad, el arma desparece de su estuche apenas durante unas horas (lo explica claramente el homicida) por lo que la denuncia de Glen Carroll no se sostiene de ninguna manera. Primero porque no existe relación entre los motivos que alega y el objeto extraviado (pierde cosas desde que está viudo, pero el arma desapareció cuando su mujer vivía) y después porque notó su ausencia (la noche del asesinato baja al cobertizo tras escuchar un ruido) y no notificó el robo (te roban la pipa, te das cuenta y te callas. Total, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué alguien cometa un robo con ella? ¿Qué le peguen tres tiros a un señor de Filadelfia con tus balas?). Demasiado alambicado, demasiado casual, demasiado fortuito. No cuela. 

3) La relación de Mare con el profesor Richard Ryan (Guy Pearce) es de una intermitencia tal que se torna ortopédica, por más que esté en consonancia con el carácter errático de ella, con su torpeza sentimental. La presencia del escritor es tan fugaz que no deja poso, su marcha se percibe con un incidente irrelevante e indoloro. 

Como ven, me he comportado con tuitera severidad, así que es el momento de alegrar esta entrada mudándonos de red social y desplazándonos hasta el feliz mundo de Instagram, ese en el que se nos revelan las numerosas bondades de Mare of Easttown

Permítanme que no sea nada original y plagie a mi estimada Andrea Morán, crítica y profesora para más señas. Andrea -recuerden que hoy toca ‘Querido diario’ style- ha ido repasando los capítulos de la serie en sus stories, condenándonos a estar atentos a unas reflexiones con fecha de caducidad (y a tener memoria o tomar apuntes). La mayor parte de los aciertos de esta miniserie de HBO que recuerda lejanamente a Mystic River (Clint Eastwood, 2003) y a una parte de la obra de su autor, Dennis Lehane, ya quedaron apuntados cuando repasamos el piloto: la pausada presentación de los personajes, la pormenorizada descripción de un entorno envuelto en una atmósfera lánguida y opresiva, afianzada por la dirección de fotografía de Ben Richardson, y habitado por familias desestructuradas, depauperado económicamente, con una población que pagaría gustosamente más impuestos si con ello lograra que de sus grifos saliera cerveza en lugar de agua potable y con una tasa de embarazos adolescentes que invita a pensar que en las farmacias de Easttown no se venden condones.

Y después está la dirección de Zobel, con el ojo puesto en el aislamiento que experimentan unos personajes que aparecen encerrados por continuos reencuadres cuando son filmados en el interior de sus casas o aprisionados por visibles cárceles de cristal - Mare en el piloto detrás de una pecera; Lori (Julianne Nicholson) llorando en el interior de su coche vista desde el exterior en el episodio final.

Merecen comentario aparte la delicada pietà que forman Mare y Lori en el último capítulo y esa oda a las posibilidades de sana convivencia en el seno de familias desestructuradas que se nos muestra en la breve secuencia en la que Siobhan (Angourie Rice) se despide de los suyos, con los Sheehan en grupo y Frank (David Denman), el padre que ahora se casará de nuevo, detrás, a una distancia mínima (a un brazo de distancia) que marca su separación del núcleo que forman Mare, Helen y Drew sin dejar de indicar que seguirá ahí para lo importante.

Uno se queda irremediablemente atrapado en ese mundo retratado desde una óptica inequívocamente naturalista -las cervezas, el junk food, las casas desarregladas, los tipos gordos, las mujeres en pijama- que encuentra la recompensa de la verosimilitud. Por eso a la serie se le perdonan sus retruécanos finales. Por eso y por frases como después de un tiempo uno aprende a vivir con lo inaceptableo como las pullas de la abuela Helen (Jean Smart) estilo siempre estoy de tu lado, incluso cuando actúo como si no lo estuviera. También somos benevolentes porque la lógica de los personajes es impepinable, por más que la trama dé unos cuantos bandazos en los dos últimos capítulos. Explicaba Andrea en su Instagram cómo evoluciona la relación entre Mare y su compañero Colin Zabel (Evan Peters) hasta ese beso que se dan en el quinto episodio. Cómo pasan del distanciamiento y la tirantez a una íntima cercanía. Para que ese contacto corporal se produzca pasan dos cosas: A) Mare tiene que empezar con su terapia y tratar de explicar (y de explicarse) por qué no supera el duelo por el suicidio de su hijo Kevin. B) Zabel tendrá que pelearse con una madre posesiva e imponer su voluntad para cumplir con sus deseos. En los dos casos se produce una ruptura -con el pasado y con la autoridad- que necesita tiempo para ser contada y que ese acercamiento no solo no se perciba como algo forzado, sino como una decisión coherente. Para eso se necesita tiempo.

Creo que no es necesario extendernos en que la galería de roles que Ingelsby presenta derrocha autenticidad -hay personajes difíciles de olvidar: desde esa Mare siempre lisiada físicamente (porque también lo está en lo emocional), la abuela, Lori Ross, la magnética Siobhan- y en que las interpretaciones de Smart, Nicholson y Winslet (quizá la mejor actriz de unas cuantas generaciones) están fuera de toda categorización (¡ese suspiro de Kate cuando ve el vídeo en la tablet y confirma la identidad del culpable!). Quizá, para ser justos con una serie, tendremos que ser capaces de aplicar la inflexibilidad de Twitter sin olvidarnos de los filtros de Instagram.

@EnricAlbero

Una imagen de 'Atrapado en el tiempo' (Harold Ramis, 1993)

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