El Cultural

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En plan serie por Enric Albero

'Vida perfecta'. Bienvenidos a la casa de muñecas

Entre el desencanto generalizado y las explosiones de humor esperanzado, la serie de Leticia Dolera explora en clave tragicómica nuevos modelos familiares, sentimentales y sexuales

25 octubre, 2019 12:07

María (Leticia Dolera), Esther (Aixa Villagrán) y Cris (Celia Freijeiro) andan surfeando la treintena como buenamente pueden. La primera, una mujer metódica y estricta, ve como Gustavo (David Verdaguer), su novio de toda la vida, la abandona justo cuando van a firmar la hipoteca que les unirá, al menos, durante los próximos 25 años. Esther es su hermana, una pintora que está a punto de cumplir los 40 y que cuenta con muchos más años que cuadros vendidos. Lleva una vida disoluta, consume drogas y mujeres con cierta compulsión y parece creer que la bohemia durará para siempre. Cris, amiga de ambas, es una abogada de éxito, casada y con dos niñas, prototipo de la mujer del siglo XXI.

La inesperada ruptura de María, que hará que se traslade a vivir a casa de su hermana, y su aún más inesperado embarazo -Gari (Enric Auquer), el jardinero discapacitado que trabaja en la urbanización de Cris plantará su semillita en el fértil vientre de la mujer con nombre de virgen- harán que todo salte por los aires. A partir de este planteamiento, los guiones firmados por la propia Dolera y Manuel Burque, que ya actuó a las órdenes de la realizadora catalana en su opera prima, Requisitos para ser una persona normal (2015), exploran en clave tragicómica nuevos modelos familiares, sentimentales y sexuales. La provisionalidad, sintetizada por la frase final “no tenemos plan”, es quizá el común denominador de la falsa rutina existencial del segmento ya no tan joven de una clase media -estamos ante una serie petit bourgeois, y no espero que se me entienda peyorativamente- a la que ya no le valen los referentes heredados de la generación anterior. Inciso: la serie es tan clase media como lo puedan ser las fuentes de las que bebe, de Girls (Lena Dunham, 2012-2017) a Young and Promising (Siri Seljeseth, 2015-?) sin olvidar Las chicas de hoy de en día (Fernando Colomo, Pedro Febrero y Joaquín Oristrell, 1991-1992), que Colomo tenga un papel destacado en Vida perfecta no me parece casual.

Sin espejo en el que mirarnos -porque conceptos como familia nuclear o amor romántico aparecen ya como superados- y con más neurosis que una charla de sobremesa entre Freud y Jung, nuestro GPS vital es incapaz de encontrar no ya un punto de destino sino una gasolinera en ruta en la que bajar para evitar retención de líquidos. El arranque del sexto episodio ejemplifica esa quiebra de expectativas que ha desmontado la planificación de unos cuantos de los que nacimos en algún punto de la década de los ochenta. María y Cris, universitarias en 2003, hablan sobre su futuro. María, una Marie Kondo avant la lettre, tiene muy claro cuál es el porvenir que le espera: odontóloga, matrimonio con su novio de siempre -no sin haber hecho un pequeño break para prescindir del Kit-Kat y probar un Toblerone- casa y niños. El esquema, prefijado por la tradición judeocristiana y capitalista en la que hemos sido educados, se demostrará obsoleto (al menos parcialmente). Solo hará falta que, un buen día, tu pareja te abandone de buenas a primeras y tu cuadricula mental se desdibuje hasta parecerse a un cuadro de Dalí pintado por un niño de seis años y termines chupándote el dedo previamente ungido en MDMA –¡venga, a lo loco!- para comprobar que la droga del amor funciona tan bien que en nueve meses tu siempre puntual Amazon biológico te hará entrega de un bebé. Y ese entuerto no lo resuelve ni un cónclave de ingenieros alemanes. No hay manual de instrucciones para eso, así que toca inventarse uno nuevo, uno nuestro. Y ahí, Vida perfecta aboga por desactivar las inercias del pasado sin renunciar a los afectos. Quizá hemos llegado a un punto en el que necesitamos querernos de otras maneras que implican el abandono o la reformulación de conceptos tales como matrimonio o familia y que, sobre todo, exigen borrar los estigmas de todo aquello que se escapa de lo que ha quedado fijado como normalidad.

Tráiler de "Vida Perfecta"

Para entendernos: María mantiene relaciones sexuales durante su embarazo con Xosé (Manuel Burque), el tutor de Gari, y con Gustavo, con el que retoma la relación para darse cuenta de que “te quiero, pero no”. Eso no es óbice para que, primero, decida tener a su hijo y Gari ejerza como lo que es, su padre, a pesar de su discapacidad. María es como un reloj suizo en un país caribeño: su sentido del orden no aplica en un territorio que tiene otro sentido de la temporalidad. Y ahí nacen las dudas: ¿aborto o lo tengo? ¿podré sola con esto? ¿cuento con su padre? ¿me caso con Gustavo que era lo que yo quería? ¿De verdad lo quería? Y así ad infinitum.

Ese desnorte no solo afecta a María. Su hermana Esther, eterna aspirante a pintora que trabaja en el museo de cera, lesbiana de ademanes desmañados y humor corrosivo, flirtea con la depresión cuando se da cuenta de que su vida avanza pero ella no va a ninguna parte. Su vocación artística no encuentra acomodo en una burbuja cultural dominada por las apariencias que orbita alrededor de ese mundo virtual generado desde las redes sociales (Esther es el vehículo que utiliza Dolera, alguien muy activa en Instagram y en Twitter, para cuestionar la falta de autenticidad que reina en los social media y las actitudes de las que ha sido víctima, entre otros momentos, durante la producción de la serie).

Cris tampoco se salva. Detrás de ese look de portada de ‘Telva’ se esconde una mujer en ruinas. La abogada eficiente es, también, madre full-time y esposa de un marido volcado en su carrera, que ejerce de padre poco y mal y que folla con tanto interés genealógico -quiere un tercer hijo- como desinterés sexual. Y Cris no puede. Es como una olla exprés sin pitorrito. Y se toma la píldora, porque la que va como puta por rastrojo llevando a las niñas al cole y llegando tarde al curro es ella -porque, ¿por qué coño no se coge él la jornada reducida?- y sin con dos ya le anda prestando las costuras a la vida con tres le va a hacer un siete. Y se busca amantes on-line y se los trinca on-live, porque ahora los polvos con su marido se parecen a aquellos arrebatos combinados de furor uterino y testosterona desbocada que terminaban en ciclogénesis erótica en los baños de una discoteca lo mismo que el mazo de un mortero al satisfayer. O sea, que en apariencia todo bien, pero no. Bajo los adoquines no está el mar sino una pila de escombros que no hay ecoparque que la quiera.

Celia Freijeiro interpreta a Cris, una mujer en ruinas

Entre el desencanto generalizado y las explosiones de humor esperanzado se mueve Vida perfecta en la que Dolera y Burque se han cuidado mucho de juzgar a sus personajes -no se aplican condenadas a los roles masculinos: todos tienen sus razones, aunque sean las equivocadas… lo mismo que ellas- y que, aun cuestionando ciertos clichés sociales, parece diseñada para gustar a todo el mundo: es inclusiva a todos los niveles (género, etnia, religión, discapacidad, etc.) y todavía no tengo claro si se la coge con papel de fumar en lo relacionado con la corrección política o si es delicadamente irónica. El mejor ejemplo de todo esto lo encontramos en los padres de María, el matrimonio formado por María del Pilar (Carmen Machi) y José Antonio (Fernando Colomo). Si ella ha abandonado repentinamente la fe católica -ruptura de la convención- y es capaz de confesarle a su hija que ha tenido un amante, su padre es un hombre conciliador que prefiere evitar los conflictos. Que José Antonio sirva para desayunar dos tortillas de patatas -con y sin cebolla- describe tanto al personaje como a la propia serie, que se debate entre la disrupción que representa la madre y el ánimo inofensivo del padre.

Esa búsqueda de equilibrio, de intento de revolución amable (¿es eso posible?), también se traslada a la puesta en escena y a la comicidad. Vida perfecta trata de capturar lo íntimo, la cámara flota alrededor de los personajes y se pega a sus cuerpos para captarlos en todas sus dimensiones (física, sexual, afectiva, …). Esa proximidad facilita los juegos con la profundidad de campo, un recurso que la propia Dolera y las otras dos realizadoras (Elena Martín y Ginesta Guindal) manejan con intención, atomizando el fondo de las imágenes, generando la sensación de que los personajes que ocupan el plano están perdidos en el paisaje (y en la vida). En el episodio séptimo, Pablo (Font García) le hace saber a Cris a través del chat de la página de contactos que es conocedor de sus actividades extramatrimoniales. Leticia Dolera filma ese momento con un primer plano del rostro de ella mientras fuma y contesta los mensajes desde el móvil, sin profundidad de campo. Ese plano corto se combina con uno medio en el que, ahora sí, observamos que detrás de ella hay una valla que tiene forma de panal. Esas dos elecciones, sumadas a la revelación con la que se cerrará la secuencia, y al montaje entrecortado final (una escena tomada en plano fijo pero cortada en la mesa de edición) transmite esa sensación, mezcla de cautiverio y extravío, que hostiga a Cris, atrapada en un matrimonio que no la hace feliz y perdida porque no sabe dónde la llevarán sus decisiones.

Estas determinaciones estéticas no son destellos aislados, sino que están presentes casi en todos y cada uno de los episodios. En el arranque del capítulo segundo, Cris y Pablo, recién despiertos (él con el protector bucal puesto), se entregan al enésimo ejercicio de polinización, pero el coito se verá interrumpido por una llamada telefónica, emisaria de malas noticias. La secuencia terminará con Pablo lamentándose por no haber eyaculado -progenie interruptus- y con un plano que utiliza la barra del dosel para separar a la pareja, anticipación de las derivas que tomará su relación. Ese plano luego se invertirá -así terminan todas las secuencias que anteceden al intertítulo con el nombre del episodio- insistiendo en ese binomio anverso/reverso que impregna toda la propuesta (desde el tono tragicómico hasta la cartelería con la cara de Dolera riendo y llorando al mismo tiempo). Hay más ideas visuales interesantes -la rima entre los planos inicial y final del episodio sexto en los que se incide sobre la idea del paso del tiempo y la percepción que de él tenemos en función de la edad y cómo María y Cris no aparecen centradas en el encuadre, sino que Ginesta Guindal, las coloca esquinadas en un plano desequilibrado… como ellas, que siguen sin estar en el lugar que habían previsto 15 años atrás- pero tampoco pretendo apropiarme de todo su tiempo libre.

Enric Auquer da vida a Gari, un chico con discapacidad que deja embarazada a María (Leticia Dolera)

En el lado opuesto a esas sutilezas formales, frente al delicado tratamiento de la luz y en el otro extremo de la portentosa dirección de actores -Enric Auquer está tan bien como el puto Dustin Hoffman en Rain-Man, Aixa Villagrán es una curiosa y explosiva mezcla entre Lena Dunham e Issa Rae, Celia Freijeiro parece tener la fórmula secreta de una aleación mágica en la que sensualidad y fragilidad se funden para formar un compuesto que todavía no soy capaz de describir y la propia Dolera, que demuestra conocerse muy bien como actriz y encuentra el tono que no le han sabido encontrar en sus últimos trabajos (pienso en ¿Qué te juegas?), están soberbios- pues bien, la antítesis de todas estas bondades la hallaríamos en el uso del soundtrack. La colección de éxitos relativos del pop contemporáneo (de La Bien Querida a Bomba Estéreo) que salpica la banda sonora funciona como refuerzo del mensaje que las propias imágenes ya transmiten por sí mismas sin necesidad de apoyo alguno. Esas enfatizaciones, introducidas siempre por música extradiegética, no solo son desatascadores pop para desengrasar el drama, también dirigen al espectador, no sea que se pierda, que no empatice con la propuesta.

Resulta instructivo comparar la música que procede de fuera de la narración con la que está integrada en ella -del ‘Sobreviviré’ de Mónica Naranjo a la sintonía de ‘Érase una vez la vida’-, piezas que aparecen de manera natural, lógicas en los contextos en los que suenan, y que enriquecen la lectura: cuando suena el greatest hit de la diva de Figueres, María y Cris están en una fiesta de antiguos alumnos y se desgañitan con el estribillo; la canción, símbolo de resistencia frente a la adversidad, nada tiene que ver con la acción propia de la secuencia -no hay solapamiento banda de imagen/banda de sonido- por más que remita, de manera latente, a las contrariedades que las protagonistas afrontan en esos momentos. Contraponer esa secuencia a la del entierro de Genaro (Xavier Capdet), mientras Gari pronuncia el responso y suena ‘Born’ de Marem Ladson pueda dar una idea de lo que intento explicar.

En el campo del humor, Vida perfecta también viaja de un extremo a otro del espectro de la comicidad. Lo mismo se deja llevar por la escatología más explícita (los vómitos de María a causa de las primeras náuseas mientras explora la boca de un paciente) que tira de finos gags visuales -el involuntario anuncio del embarazo de María a su familia- que juega con los diálogos ingeniosos y el equívoco (-¿Necesitas algo? -Follar). Dolera y Burque superan los naifs chistes de pedos de su ópera primera -aunque las bromas aerofágicas tampoco falten aquí- y logran que bromas de orígenes muy diferentes mezclen con naturalidad. En definitiva, todo se reduce a hallar ese equilibrio tonal que resume el famoso chiste de Woody Allen en Annie Hall. No es fácil pasar del drama a la comedia en una misma secuencia, ni lograr que humores muy diferentes convivan en una misma propuesta, ni que el guion viaje constantemente del presente al pasado, se permita excursos narrativos y no tema hacer uso de las elipsis. Ese es, para quien esto firma, el gran mérito de la hasta ahora última apuesta de Movistar+, una teleficción que comienza con una niña planificando su futuro en el interior de una casa de muñecas (y con Lady Di como ídolo) y que termina soltera, con un niño en brazos, un padre discapacitado y un porvenir en el que la única estrategia válida parece ser la improvisación. Y ahora ya puede sonar Tatiana Hazel y decir aquello de “yo te digo lo que siento, casi siempre me arrepiento,…”.

@EnricAlbero

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