En plan serie por Enric Albero

La casa de papel. El tiempo es oro

1 diciembre, 2017 09:39

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Imagen promocional de La casa de papel[/caption]

Las heist movies forman un subgénero por el que siento especial debilidad. Y para manejar con rigor las claves que lo gobiernan, la precisión es fundamental. Es más sencillo enfrentarse a estas convenciones estructurales desde la trinchera del cine, en el que la condensación temporal favorece la impresión del tempo rápido que exige una película como La suerte de los Logan (Steven Soderbergh, 2017) por poner un ejemplo reciente. Cuando se afronta el asunto desde la ficción serial la cosa cambia. Y cambia mucho. Porque no es lo mismo mantener la tensión y el vértigo consustanciales a la preparación y ejecución de un atraco durante 120 minutos que durante 15 horas. Y ese es el principal reto al que se enfrenta La casa de papel, la producción de Vancouver Media para Antena 3 (también disponible en Netflix). Esta serie limitada, concebida en dos partes –con una primera entrega de 9 episodios y otra de 6– narra los pormenores de un golpe antológico: asaltar la Fábrica de Moneda y Timbre, encerrarse con 67 rehenes y fabricar 2.400 millones de euros durante 11 largos días. Y luego escapar con el botín, claro.

Esta creación de Álex Pina manifiesta una especial obsesión por fijar el tiempo. Los días de atraco, las horas que dura el encierro de los 11 asaltantes, se van sobreimpresionando en la pantalla para recordarnos ‘cuando’ estamos. Los datos cronológicos funcionan, antes que nada, como balizas para un espectador que jamás corre el riesgo de extraviase aunque el montaje lo zarandee, sobre todo en la primera parte de la serie, con su jugosa alternancia entre la fase preparatoria y el robo mismo (con esos inteligentes twist que juegan con la anticipación de la audiencia). En ese sentido, la voice over de Tokio (Úrsula Corberó), utilizada como marcador tonal y desvestida de redundancias, sutura un relato fragmentado cuya ruptura de la linealidad no le hace perder ni un ápice de consistencia.

Su solidez se basa, precisamente, en esa precisión a la que antes aludíamos. Precisión en el diseño del atraco –¿acaso lo que hace El Profesor (Álvaro Morte) no es explicar cómo se escribe un guion? ¿Y no puede verse a Tokio como la alumna que lo pone en práctica?– , coherencia en los giros, pertinencia en las citas, un empleo expresivo –y no meramente decorativo– del soundtrack… Los detalles son numerosos y se observan, sobre todo, en el minucioso diseño de personajes. Si las características propias de la ficción serial suponen un contratiempo en lo que a cuestiones rítmicas se refiere, permiten, por otro lado, desarrollar y asistir a la evolución de los personajes (en lo que es casi un acto de convivencia). Si exceptuamos a algún secundario cortado por el patrón del maniqueísmo (el Arturo Román muy bien interpretado por Enrique Arce cambia menos que el pelo de Trump), los protagonistas de esta historia coral rebosan complejidad y evolucionan a medida que los acontecimientos les golpean. Podríamos repasarlos uno por uno, pero no es mi intención escribir un post que sea más largo que la serie (preferirán la serie al post, lógicamente), pero mejor quedémonos con un par de ejemplos.

  1. Berlín: Pedro Alonso en plan estelar, dando vida a un tipo con apellido aristocrático (Andrés de Fonollosa) y porte no menos aristocrático, que podría ser el pariente lejano de Patrick Bateman. Un spanish psycho con una enfermedad terminal, que se indigna cuando los medios, inducidos por la policía, le acusan de trata de blancas pero que aprovecha su estatus de secuestrador para violar a una rehén empleando subterfugios románticos para autoconvencerse de que no hace lo que, evidentemente, está haciendo. Su final, que no revelaremos, aún complica más analizar este rol. Eso sí, la serie siempre llama a las cosas por su nombre.
  2. Tokio: un personaje que carga con un aura de malditismo y que encuentra, más que busca, la redención por vía del amor. Impulsiva e irascible, se lleva mal con los que le dan un no por respuesta.rsula Corberó desprende una belleza turbia, peligrosa y atrayente: te tomarías una cerveza con ella sabiendo que, en cualquier momento, botellín mediante, te explicará que el nombre de Estrella Galicia nada tiene que ver con la astronomía y sí con la correcta conjugación del verbo estrellar y tu cabeza. Una chulaza que va de solitaria y acaba volviendo a buscar compañía.
  3. Los personajes importantes cambian. Todos. El Profesor cambia (él y sus planes) cuando el corazoncito (y los genitales) le envían mensajes a un cerebro sin contraindicaciones para las relaciones sentimentales. La inspectora Murillo (Itziar Ituño) acaba por confesar que, en esta historia, no sabe quiénes son los buenos y quiénes son los malos, algo que tenía claro en el capítulo uno. Denver (Jaime Lorente) pasa de ser un espécimen salvaje de la fauna poligonera a un tipo comprometido con la más desfavorecida de la función y podría seguir, pero lo dejamos aquí.

‘Cosillas’ de guion

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Álvaro Morte en el papel de El Profesor en la serie La casa de papel[/caption]

La solidez del guion solo se resquebraja en algunos momentos. Solo algunos apuntes que los que hayan visto o vayan a ver la serie pueden contrastar: ¿qué hacen unos contenedores de basura en un cementerio situado en mitad de la nada? ¿Acaso los muertos vivientes reciclan? ¿O es que los vecinos del pueblo más cercano practican maratón y entrenan tirando las bolsas de residuos orgánicos?

Otra: si el plan, diseñado por un tipo tan inteligente como El Profesor, concebía la perforación de dos túneles, uno que se excavaba desde el interior de la Fábrica de la Moneda (A) y otro desde el hangar (B) en el que él dirige la operación, ¿por qué el túnel B se empieza a perforar al mismo tiempo que el A y no antes? ¿Cómo son españoles lo dejan todo para última hora? ¿Tenían miedo de molestar a los vecinos?

Por cierto, también he de decir que, por muy espectacular que me parezca la secuencia, que Tokio pueda volver a entrar a la fábrica de ESA manera, sin recibir ni un solo disparo, resulta del todo inverosímil (no me lo creería ni con Rompetechos de francotirador).

Resistiré

Más allá de su irreprochable factura (quizá habría algunas cuestiones de raccord mejorables) y de su notable construcción, lo más llamativo de La casa de papel es su indisimulado alegato contra un sistema económico desequilibrado e injusto sustentado en y por el dinero. Aquí el concepto de inyección de capitales es reinterpretado en clave robinhoodiana: se fabrica dinero no para estabilizar la situación monetaria de unos bancos causantes de su propia deriva sino para salvar a los verdaderos afectados por una crisis macroeconómica que sufren, indefectiblemente, los menos favorecidos. Que el Bella Ciao –canción popular que cantaban los partisanos italianos que lucharon contra fascistas y nazis durante la Segunda Guerra Mundial– se convierta en el himno de la serie, no deja lugar a dudas sobre sus intenciones (por cierto, si les interesa la economía, busquen cómo funcionan y quién posee ‘instituciones’ como la Reserva Federal y acojónense un poquito).

Es esta una serie que aboga por la resistencia pero no solo en lo referente a la economía. Se interroga, continuamente, por la diferencia entre lo que es legal y lo que es justo; remarca que las cuestiones de clase siguen siendo una barrera insalvable (si hay que rescatar a alguien, antes la hija de un diplomático que un barrendero), pone en tela de juicio las actuaciones y los métodos policiales (fíjense como está filmada la detención de la inspectora Murillo) que pocas veces guardan una relación de proporcionalidad con el incidente que pretenden sofocar, … Pero, sobre todo, hay un visibilización de cuestiones de género la mar de interesantes (sí, soy un pesado, pero me da igual): compañeros que confunden las relaciones profesionales/amistosas con, aaah, el amor y que cuando se ven rechazados califican de zorra (cómo no) a una mujer que solo fue amable primero y taxativa después; cómo afecta la violencia de género a las mujeres incluso cuando han logrado desembarazarse del maltratador, más aún si es en un entorno tan masculinizado como el de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado (a la mínima, la culpable es ella); el doble tratamiento que se le da al síndrome de Estocolmo, como paradigma de una situación de dominación en la que el hombre dispone a su antojo de una mujer; pero también como el caldo de cultivo en el que se puede desarrollar empatía con otros desheredados: aquí Mónica Gaztambide (Esther Acebo), una mujer denigrada por su superior (del que es amante y del que está embarazada) halla consuelo en los brazos de joven un tanto descerebrado; alguien que, desde otra perspectiva, también es otro paria del sistema.

En resumen: La casa de papel vuelve a demostrar que, a pesar de las dificultades impuestas por las televisiones generalistas a las ficciones seriales (o sea, los 70 minutos por capítulo), los creadores son capaces de luchar contra los elementos y facturar productos más que solventes (ahí están, por poner más ejemplos, Vis a Vis o El Ministerio del Tiempo). Dan ganas de ver a gente como Álex Pina y su equipo (y a muchos otros) detrás de una producción que no se pliegue a estas absurdas servidumbres, que tenga la oportunidad de trabajar con un formato más breve y flexible. Y es que la teleserie de Antena 3 y su maniático señalamiento de la hora en la que estamos nos invita a aventurar un análisis crítico sobre la política de las cadenas generalistas con respecto a la ficción serial, una política que, precisamente, lo que no tiene en cuenta es el tiempo: el tiempo de un espectador que tiene dificultad para seguir series que arrancan a las 22,30 y duran 70 minutos y el tiempo de la propia ficción, que necesita dilatarse (muchas veces de manera insustancial) para rellenar esa larga hora de contenido. Una política que ha malinterpretado la esencia minimalista de la máxima ‘el tiempo es oro’ hasta banalizarla. Un despropósito que, esperemos, las nuevas formas de ver televisión acaben erradicando.

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