El poeta Juan Ramón Jiménez.

El poeta Juan Ramón Jiménez.

A la intemperie

Juan Ramón Jiménez y el nombre exacto de las cosas

Hoy, en este fin de época en el que bailamos en el salón de un Titanic hundiéndose sin remedio en medio de los siglos, la poesía se ha vuelto un tesoro inencontrable.

Más información: El Café Gijón, nuestro Triángulo de las Bermudas en Madrid

Publicada

Hubo un tiempo tan remoto en el que las cosas no tenían nombre y había que señalarlas con el dedo. Ese era el tiempo de Macondo en Cien años de soledad y sigue siendo el de los bebés que comienzan a hablar, no conocen el nombre de las cosas y siempre señalan lo que quieren con el dedo. “¡Allí!”, balbucean. Y señalan la cosa.

A lo largo de los siglos las cosas van conociéndose con nombre y es seguro que mientras más nombres se sepan de las cosas más sabe el que las nombra con su voz.

Así nace el hecho de hablar y el hecho de la lengua, que queda grabado en los archivos secretos de nuestro cerebro hasta que el despiste o el olvido, momentáneo o definitivo, pierde su nombre exacto y hay que volver al tiempo remoto de señalarlo con el dedo índice para saber a qué nos referimos.

De modo que, además, una lengua será más rica y sabie mientras más palabras tenga para señalar más cosas. Y, desde luego, esa lengua será más moderna.

“Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas”, exigió a gritos el poeta con su verso. Y ahí quedó el verso, impreso en nosotros para siempre. A esas palabras exactas con las que llamamos a las cosas, el poeta Paz, en momentos de desesperación de la búsqueda inútil, les gritaba enfurecido: “¡Chillen, putas!”, exclamó en su exploración verbal.

Hoy, en este fin de época en el que bailamos en el salón de un Titanic hundiéndose sin remedio en medio de los siglos, el nombre exacto de las cosas se ha vuelto un tesoro inencontrable.

Ahora todo cambia, incluso los nombres de las cosas, a velocidad de vértigo y la cosa que ayer se llamaba con exactitud y certidumbre de una determinada manera, hoy se llama de otra que no sabemos cuánto tiempo permanecerá en el aire de nuestra voz o mañana por la mañana, de nuevo, cambiará esa cosa u otra cualquiera de aquel nombre que tuvo ayer.

Nada tiene ya solidez, ni siquiera el tiempo que sigue siendo relativo, y cuya velocidad depende solo de nuestra impresión. Lo demás es calendario oficial de nuestra vida, la medida aparentemente firme de nuestra existencia.

En tiempos remotos, la velocidad del tiempo parecía tan pesada y lenta como el paso de los guerreros helenos en los versos homéricos de la Iliada.

Era un paso lento, templado, firme, a veces aparatoso, pero incansable e insaciable. Hoy el tiempo parece tener la velocidad de la luz.

La acumulación exagerada de información y los medios tecnológicos para difundirla nos lleva a veces a tener que señalar con el dedo la novedad que surgió ayer mismo de la nada y que hoy se nos hace necesaria incluso para respirar aparentemente en libertad.

Esa es la vaina. Ayer el dedo señalaba la manzana prohibida en el Edén y su robo posterior, lo que según el mito nos expulsó a la especie del Paraíso para toda la eternidad.

Ahora, en este cambio de época, todo lo nuevo finge un nombre que se está siempre reinventando, y todo lo viejo o se olvida o cambia de nombre para adaptarse a la velocidad de este fin de época donde ya nada nos sorprende, ni siquiera la sorpresa cotidiana porque es precisamente cotidiana.

Siempre hubo profetas y falsos profetas. Siempre hubo quienes los señalaban con el dedo y avisaban de que el lobo estaba a la vuelta de la esquina, en la misma puerta del pueblo sobrecogido por la noticia y la espera del ataque salvaje y desenfrenado.

Eso se llamaba antes angustia y amargura; se llamaba alarma y ansiedad; se llamaba miedo y pesimismo. ¿Cómo se llaman ahora todas estas cosas?

La gente normal, la que vive al margen de lo que sucede en el mundo subterráneo y poderoso que nos desordena cada día, se conforma con sus prisas, sus urgencias y sus necesidades.

No entra en otros nombres de las cosas hasta que la técnica de la repetición haga diana en la curiosidad intelectual de las masas y acojan como propio invento lo que los que mandan sobre nosotros han inventado dizque para nuestro bienestar.

Nos hemos acostumbrado a la velocidad que nos mata, asistimos absortos al cambio radical del nombre de las cosas y ni siquiera nos quejamos por esa tarea demoníaca de aprender cómo se llama una cosa que hoy nos parece necesaria y mañana mismo dejará de interesarnos.

Al final, regresamos a la poesía, esa cosa que casi nadie hoy nombra ni sabe nombrar (ni su nombre ni su concepto) porque para ellos carece de interés.

Pero hay una tropa, una secta, una legión de personas más o menos secreta que se saben los dueños de la palabra. Esos son los poetas, los que cuando no encuentran la palabra exacta la llaman puta a gritos, los que siguen gritando, en medio de la angustia: ¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!