A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

El fuego de San Telmo

3 enero, 2018 10:56
Gregory Peck como Ahab en el <em>Moby Dick</em> de John Huston

Gregory Peck como Ahab en el Moby Dick de John Huston

La primera vez que cayó en mis manos Moby Dick fue en una edición popular de libros famosos para niños, ilustrada con muchos dibujos en blanco y negro. Me la trajeron los Reyes Magos cuando yo tenía nueve o diez años, y todavía creía en el paraíso en la Tierra, junto a otros libros, igualmente reducidos y con ilustraciones; libros de Salgari, un libro de Stevenson, la Odisea, el Quijote y Guerra y paz, todos bajo un lema glorioso: "para que te acostumbres a leer". Leí, pues, Moby Dick como lo que entonces me pareció: un libro de aventuras de un lobo de mar al que una ballena blanca le había cortado una pierna en un lance guerrero en alta mar. El capitán Ahab no se conformó con haber perdido aquella batalla y, durante toda su vida, luchó con una tenacidad portentosa contra aquella ballena a la que buscaba incansable por todos los mares conocidos. Tan obsesionado estaba el cazador con su enemigo que creyó que el animal le había arrebatado más que una pierna, que le había quitado el alma y la tranquilidad de su vida, de modo que no podía descansar en ningún momento, hasta el día en que tropezara con ella y le diera muerte. Se sabe que Ahab murió en el intento y para mí, entonces un niño hiperactivo, el capitán fue un héroe que me acompañó en mi imaginación durante algunos años.

Ya en la universidad, y bastante más leído que cuando era un niño mimado, leí la versión entera de Moby Dick en español y me pareció una epopeya trágica de primera, una visión del mundo diferente a la que podíamos vivir cada día cualquiera de nosotros y Ahab se revitalizó como héroe en mi entonces primigenio imaginario. Después, años después, volví a leerla como lo que realmente era: una tragedia clásica, llena de reminiscencias y referencias bíblicas (empezando por el mismo nombre del capitán Ahab), una novela extraordinaria en la que se me dio, tal vez por primera vez en mi vida, lo que se llama la paradoja del lector: lees un libro de muchas páginas con una rapidez y una ansiedad tal que cuando estás llegando a las últimas páginas tratas de frenar el final de la lectura de la obra leyendo mucho más despacio. Como con ganas de volver a leerla y sin ganas de terminarla.

Ahí, en esas páginas, están la ambición, la arrogancia, la obstinación, la venganza, la voluntad, el autoritarismo, la fe en la superación de las leyes divinas y humanas, el triunfo o el fracaso ante la Naturaleza, la valentía y, sobre todo y lo repito, la venganza: el afán vengativo en el ser humano que acaba con su propia vida. Por las venas de Ahab, y su leyenda por todos los puertos del mundo, ya hace tiempo que no corre sangre, porque lo que corre es un rencor contra la bestia y las ganas de darle muerte: Odiseo, el Odiseo de Homero, el héroe trágico que en la aventura de regreso a Ítaca (aunque esa es otra historia), su patria, deja atrás la vida de sus compañeros de viaje tras diez años en el mar. Sólo hay un objetivo en Ulises: regresar a su casa. Sólo hay un fin en toda la desgracia de Ahab: acabar con aquella esfinge salvaje y marina que le ha robado la vida hasta convertirlo en un cazador de ballenas enloquecido y totalitario que quiere desarbolar el poder de la bestia marina.

Ahab: Melville, como se sabe (o se debería saber), escoge el nombre del héroe de su novela del Primer Libro de los Reyes, cuya rebeldía es el fundamento de su vida. Casado con Jezabel, mata al profeta Nabot y se enfrente, como un ángel caído más, al Dios Todopoderoso con el que, al final, no puede. Valverde, en el estudio preliminar de su traducción al español de Moby Dick, dice que entre el Ahab bíblico y el de Melville hay muchas diferencias, pero tengo para mí que su locura es la misma, la demencia del héroe clásico que saldrá después y mucho después de Homero, ese poeta exacto que tal vez crearon cientos de voces que, poco a poco, compusieron la gloria sin tiempo de sus relatos. O tal vez no. Quizá son diferentes, como dice Valverde. Ayer leí cincuenta páginas en español de esta maravilla que se titula Moby Dick, el relato en el que Ahab aguanta en su mano cerrada el fuego de San Telmo, como una demostración de su ira, su fuerza, su capacidad para vencer cuantas vicisitudes se le presenten en el viaje hacia la ballena blanca. Pasé un rato extraordinario, como si el libro me lo hubieran traído los Reyes Magos de nuevo, a mis años de lector y doblando las últimas esquinas de mi existencia. Fue, por un rato, una resurrección del tiempo y de mis manías, de mi forma de entender la vida y la muerte. De verdad, no puedo entender que nadie diga o escriba que Moby Dick es un tostón. A no ser que los haga de broma, sarcásticamente, y no nos hemos dado cuenta.

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