Vista general de la instalación. Foto: Roberto Ruiz

Vista general de la instalación. Foto: Roberto Ruiz

Arte

Inma Herrera, arte serigráfico del bosque petrificado de Noruega

La artista presenta en la madrileña galería F2 su trabajo de estampación que se inspira en las técnicas de investigación paleontológica.

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Declara Inma Herrera (Madrid, 1986) que las obras expuestas ahora en F2, registros de fósiles encontrados en el glaciar Longyearbreen (Svalbard, Noruega), resultan de “un gesto sencillo”. Y, sí: son, de una parte, “estampaciones naturales” de las rocas, mediante la aplicación de tinta sobre papeles colocados sobre ellas, y, de otra, vaciados en resina y carbón a partir de moldes de silicona obtenidos también por contacto con los relieves pétreos.

Pero no tienen nada de simples. Ambas técnicas son variaciones de métodos tradicionales utilizados por los paleontólogos para documentar los fósiles y caen dentro de la categoría de “imágenes indiciarias”, a la que corresponden también, en el ámbito de la ilustración científica, las ectypas –impresión directa de las plantas, con negro de humo, frecuente en la Ilustración pero ya formulada por Leonardo da Vinci– o, en el de las prácticas funerarias arcaicas, las máscaras mortuorias de cera.

El fósil mismo, como huella de una forma orgánica descompuesta, es una imago indiciaria, lo que añade un giro de tuerca a esta poética reconstrucción, espectral, de un bosque primitivo.

La morrena del Longyearbreen es un impresionante desierto, helador y silente, que guarda profusa memoria de la paleoflora de otras eras geológicas. Inma Herrera, que ha vivido en Finlandia durante una década, ha aprendido de la naturaleza nórdica una lección de humildad que contrasta con los propósitos extractivos dominantes en la corta historia de la presencia humana en el archipiélago de Svalbard –balleneros, tramperos, mineros– y que explica la sutileza de su intervención en el paisaje.

Este impone, con todo derecho, sus exigencias: el trabajo artístico au plein air en condiciones climáticas muy adversas o la amenaza de la vida salvaje, que requiere protección armada frente a los osos polares que deambulan por allí.

Un detalle de la instalación. Foto: Roberto Ruiz

Un detalle de la instalación. Foto: Roberto Ruiz

La artista asume, además, un factor que se percibe ya en los primeros artistas que, bajo la égida del Romanticismo asociada a la de la ciencia geológica, se dieron a la representación de los glaciares, como Caspar Wolf o Samuel Brimann en Suiza, Thomas Ender en Austria, o Jean-Antoine Linck en Francia: la ascensión transformadora a las cumbres gélidas, donde la Tierra hace alarde de sus fuerzas.

En Noruega, el admirable Peder Balke, a quien conocimos en una memorable exposición del Lázaro Galdiano, ya entendió las radiantes oscuridades de los hielos.

El gesto, pues, es sencillo, pero el fondo es complejo. Inma Herrera avanza en su reelaboración de los procesos del grabado, que indaga en sus esencias y que actualiza de manera creativa. Y le da forma, como es habitual en ella, en montajes significantes.

Aquí, los fragmentos de finos papeles, rotos al igual que las rocas de la morrena, se distribuyen en el muro cual dinámico archipiélago (lo es Svalbard) y ondean con las corrientes de aire según haría el follaje muerto que “representan”; los vaciados, sobre el suelo, sugieren otros mapas, otras islas, entre los que la imaginación navega.

Y todo ello podría leerse como una modalidad de la clásica vanitas; entre el Longyearbreen y su glaciar gemelo, se levanta una imponente montaña, Sarkofagen. El Sarcófago.