Sergio Larraín y Genco Russo

Sergio Larraín y Genco Russo

Arte

El fotógrafo místico que retrató al capo de la mafia

Sergio Larrain, el primer latinoamericano que entró en la agencia Magnum, fotografió en Sicilia a Giuseppe Genco Russo, el capo de los capos

23 julio, 2020 09:26

A Sergio Larrain no le gusta vivir en una mansión. Detesta las fiestas que organiza su familia con la crema de la intelectualidad y se le atragantan las cenas y ese poso de modernidad privilegiada que tienen las reuniones de su padre, un célebre arquitecto chileno cuya biblioteca alberga libros ilustrados de Cézanne y ejemplares de la revista Minotauro. Así que en 1949, nada más terminar el colegio, huye a Berkeley a estudiar ingeniería forestal. No tarda en cambiar las clases por los bares de San Francisco y los músicos de jazz. Para mantenerse, busca un trabajo de lavaplatos en el que gana 60 dólares al mes, y con su primer sueldo se compra una Leica de segunda mano y una flauta. Empieza a hacer fotos y se muda a Michigan, donde aprende a revelarlas.

Es entonces cuando su hermano pequeño muere al caer de un caballo y Sergio regresa a Chile en un navío carbonero. Durante el trayecto, se afeita la cabeza y las cejas, y al bajar del barco nadie lo reconoce. Para sobrellevar la pérdida, la familia hace un viaje de ocho meses por Europa que en lugar de unirlos los distancia más. El Queco –así es como lo llaman sus amigos–, va a su aire: duerme en pensiones, come cuando le apetece y toca la flauta a orillas del Sena. En París conoce a un monje hindú y al volver a América se va a vivir a una casita de adobe donde pasa una temporada meditando y experimentando con LSD. “Tenía 21 años y era como una hoja al viento. Regalé todo, ropa, libros, fotos e hice voto de castidad”.

De vez en cuando viaja a Valparaíso y recorre sus calles con la cámara en la mano. “Estaba tan ‘limpio’ que se empezaron a producir milagros: mi fotografía se volvió mágica”. De esa época es la famosa imagen en la que dos niñas descienden por las escaleras del Pasaje Bavestrello y parecen la misma persona con unos años de diferencia. “El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas”, le escribe a su sobrino en una carta décadas más tarde. “De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas”.

En Santiago, Sergio retrata a los niños que viven en la calle, junto a las alcantarillas del río Mapocho, y Edward Steichen, que dirige el departamento de fotografía del MoMA, le compra dos fotos. Gracias a eso puede viajar por Latinoamérica. En 1958 conoce a René Burri en Copacabana y obtiene una beca del British Council para ir a Londres, donde realiza una serie que recuerda a Los americanos de Robert Frank. Paradas de autobuses, estaciones de metro, mercados, parques, clubes de jazz, calles concurridas, banqueros, niebla y soledad. De nuevo, la mirada de un extranjero logra captar la esencia de una ciudad. Un año después, Cartier-Bresson lo invita a Magnum. Es el primer latinoamericano que entra en la agencia.

En 1959 le encargan fotografiar a Giuseppe Genco Russo, el capo de los capos. Sergio vuela a Roma y lee noticias sobre la mafia en su habitación de hotel. Luego viaja a Sicilia con un pase de prensa francés y dos cámaras Leica III C de 35 milímetros y deambula por la isla durante tres meses. Mientras busca al criminal, captura todo lo que ve (funerales, niñas jugando en corro, hombres en burro cruzando la calle, pescadores arreglando una red…). Por fin alguien le indica dónde vive Russo, y el Queco se hace pasar por un turista interesado en las ruinas y consigue ganarse la confianza de un abogado que había ido con él a la escuela. Pronto el mafioso lo sienta a su mesa. Sergio no saca la cámara hasta pasadas dos semanas, y lo primero que hace al desenfundarla es retratar unos objetos de la casa mientras el capo duerme la siesta bajo un cuadro del Sagrado Corazón. El Queco lo sigue y dispara unas cuantas veces. Sus guardaespaldas preguntan por qué toma tantas fotos y él responde que así podrá elegir la mejor. Para la siguiente toma, Russo se pone un traje y un sombrero.

Larrain vuelve a París con 6000 imágenes de Sicilia, 72 de ellas del capo. Nadie se lo puede creer. La serie, que se publica en Life y Paris Match, da la vuelta al mundo. A ese encargo siguen otros como el asedio a la Casbah de Argel y la boda del sha de Irán con Farah Diba, que cubre con Inge Morath. Y ahí el Queco se planta. No le gusta trabajar con prisas; echa de menos vagabundear, la espera, la calma, la contemplación. “Sólo se consiguen buenas fotos cuando uno hace lo que de verdad le interesa, o sea, escoger uno mismo sus temas. (…) trabajar sin tiempo, durante meses, años, hasta sentir que uno lo ha logrado”.

Pero antes de “volver a hacer algo más serio” que no destruya su amor por el trabajo (“Nunca fuerces la salida a tomar fotos”, le había dicho a su sobrino, “porque se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma. Es como forzar el amor o la amistad, no se puede”), le ocurre algo inesperado. Una tarde, paseando por la Île Saint-Louis, hace una foto en los alrededores de Notre Dame. Al revelarla, se da cuenta de que en un segundo plano hay una pareja teniendo relaciones sexuales. Le cuenta el episodio a Cortázar y el argentino escribe “Las babas del diablo”, un relato fantástico donde la imagen ampliada en la pared se convierte en una pantalla donde proyectan cine. Años después, Antonioni toma aquella historia como punto de partida de Blow-Up. En la película del 66, el fotógrafo no capta sólo el acto sexual furtivo, sino un crimen, y la trama no se desarrolla en París sino en el Londres psicodélico. Pero Larrain, convencido de que “el dinero y el prestigio destruyen al hombre y sobre todo al artista”, abandona el Olimpo y vuelve a Valparaíso.

Sergio Larraín fotografiado en 1967 por su compañero de Magnum René Burri

El cazador de milagros serpentea por la ciudad portuaria que huele a mar y a pescado podrido. Juega con los niños y habla con los marineros, y sólo dispara cuando ha conseguido cierta complicidad. En sus imágenes hay gaviotas que planean en el aire, barcos que emergen de la niebla, calles que suben y bajan llenas de perros y gatos. El ruido de la maquinaria sólo cesa al caer la noche, cuando el Queco acude a los prostíbulos y los bares del barrio chino. Al llegar a la Casa de los Siete Espejos, se sienta en la barra y come un sándwich que ha traído envuelto en una bolsa de papel. Pide algo de beber y observa a su alrededor. Nadie le presta atención (el fotógrafo ha de “volverse invisible como una silla”). De vez en cuando saca una foto. No necesita mirar por el visor, basta un leve gesto para captar toda la poesía y la sordidez de la escena. Las putas le parecen niñas pobres que por un momento se convierten en princesas y brillan.

En ese descenso a las profundidades, el flâneur chileno no juzga lo que ve. Al igual que Anders Petersen en el Café Lehmitz, se introduce en el ambiente como si fuera uno más. Sus retratos reflejan empatía y humanidad. “Los lugares en sus obras son menos de una ciudad y más de un universo íntimo”, dice Bolaño. Y el propio Larrain escribe: “Es en mi interior que busco las fotografías cuando con la cámara en la mano paseo la vista por fuera”. Las vidas al margen que va recolectando lo sitúan delante de un espejo, como si su Leica fuera un periscopio que lo observara.

En 1968, metido de lleno en la mística oriental, se retira del mundo y rompe definitivamente con Magnum. Quema muchas de sus fotografías y destruye los negativos. En 1971 se refugia en un pueblo del norte de Chile y abraza el ascetismo. En el sótano tiene un cuarto oscuro donde revela sus satoris o iluminaciones. “Una buena fotografía, o cualquier otra manifestación humana, nace de un estado de gracia. Y la gracia nace cuando has logrado liberarte de las convenciones, las obligaciones, la comodidad, la rivalidad, y eres libre como un niño que descubre la realidad”. Sus últimas imágenes, abstractos juegos de luces y sombras, recuerdan más a Josef Sudek y André Kertész que al instante decisivo de Cartier-Bresson.

El Queco, que le había recomendado a su sobrino “andar solo por el universo”, muere en las montañas poco después de que encuentren varias de sus fotos en un sobre donde pone: “pelusas”. En la cruz de madera que preside su tumba podrían haber escrito la que fue siempre su máxima: “Ubicar lo que uno ama de verdad. Es la clave de todo”.