Image: Antonio López y Víctor Erice, dos maestros de la observación

Image: Antonio López y Víctor Erice, dos maestros de la observación

Arte

Antonio López y Víctor Erice, dos maestros de la observación

Veintidós años después de El sol del membrillo, el pintor y el cineasta comparten sus impresiones sobre arte y cultura en un coloquio organizado por la Fundación Canal

9 abril, 2014 02:00

Víctor Erice y Antonio López en el coloquio organizado por la Fundación Canal.

Un encargo abortado de TVE unió a Antonio López y a Víctor Erice a principios de los noventa. La cadena de televisión tenía pensado producir una serie de cortometrajes de cineastas sobre pintores, en la que el autor de El espíritu de la colmena (1973) iba a retratar al pintor hiperrealista con una pieza que se titularía La terraza de Lucio, pero al final la cosa quedó en agua de borrajas. No obstante, aquel proyercto truncado sirvió para poner en contacto a dos de nuestros más grandes artistas y meses después, de un modo casi improvisado, “de un martes para un viernes”, recuerda Erice, brotó un delicado y dulce fruto: El sol del membrillo (1992). Veintidós años después, la Fundación Canal sentó ayer tarde a ambos creadores para charlar sobre su manera de entender el arte, en una conversación conducida por la periodista Pepa Fernández (No es un día cualquiera, RNE) ante 250 asistentes. La memorable película narraba el anhelo de Antonio López por inmortalizar el membrillero de su jardín, bañado por la dorada y esquiva luz del sol otoñal. La película introduce elementos de ficción, pero se enmarca, ocupando la cima, en el género del documental de observación. Es Erice observando a López observar el árbol, y el espectador, como apuntó Fernández, observando a ambos. Este “arte de observar” fue el eje del coloquio, al que daba título dentro de la serie Encuentros a conciencia de la fundación. Para López, la capacidad de observación no tiene nada de extraordinario: “Es un don animal que posibilita la supervivencia, y es sólo uno de los muchos elementos que entran en juego en el arte. Para mí lo que es un verdadero misterio es por qué unos hombres tienen la capacidad de crear a partir de esa observación, otros la de admirar esas creaciones y otros, en cambio, son indiferentes a ello”. A Erice, ese don imprescindible para un cineasta no se le despertó en la escuela de cine, sino mucho antes, gracias a su madre. “Cuando yo tenía unos tres años, mi madre se sentaba a coser en el balcón y me señalaba a los protagonistas de la calle, que era un resumen del mundo. Ponía nombres, oficios, se anticipaba a lo que iba a suceder... Era una gran narradora, heredera de la tradición oral”. “Yo empecé a pintar con trece años, que es la edad a la que uno descubre las ganas de pintar”, recuerda López, que entonces aún vivía en su Tomelloso natal. “Mi tío convenció a mi padre de que yo valía para pintar. El problema es que no tenía nada que contar”, confiesa. En cambio, el cineasta comienza a serlo de adulto, asegura, porque el oficio es muy complejo. “Eso le quita al cineasta una libertad que sí tenemos los pintores”, opina el padre de la Escuela de Madrid. El director de El sur (1982) no sale de su asombro por el avance técnico del cine en las últimas décadas y la democratización de sus herramientas y recordó sus comienzos en la escuela de cine. “Yo tuve que esperar a los 21 años para matricularme, esa era la edad mínima entonces. Nunca había tenido una cámara de cine en mis manos y en la escuela no había medios suficientes. Dibujábamos los planos en una pizarra, la precariedad era total. Hoy hay medios al alcance de todos para hacer una pieza audiovisual y hacerla circular por internet”. “El cine -hace notar Erice- ha experimentado más cambios en 100 años que otras artes en siglos”. Este metabolismo acelerado tiene sus ventajas, como la evolución de la técnica comentada antes, y sus inconvenientes. El problema hoy es dar a conocer el verdadero grano, una vez separado de la paja. “El cine que estimo se hace en la periferia, no en una industria que se ha volcado en crear masas y seducir al espectador con el objetivo de conquistar la taquilla”. Él mismo reconoce haber realizado sus últimos proyectos a solas con su cámara, “como un pintor”, y se han podido ver en museos y centros culturales -es el caso de Alumbramiento y Vidrios partidos, dos piezas cortas que forman parte de películas colectivas. La mercantilización que condena Erice no impide que, en opinión de López, el cine sea “algo maravilloso” precisamente por ser capaz de reunir a más espectadores que ningún otro arte: “En Tomelloso en los cuarenta no se hablaba del Guernica, sino de la ama de llaves de la película Rebeca”, recordó divertido, y llamó la atención sobre el hecho de que, por el mismo precio puedes ver la mejor y la peor película. Erice matizó que la película de Hitchcock “no sólo fue la más comercial de su año, sino también la más lograda artísticamente, algo imposible hoy”. Al hilo de esta anécdota, recordó que el cine permitió a los españoles de aquella época “ser ciudadanos del mundo en un país con las fronteras cerradas”. En este sentido, “el cine no era una vía de escapismo, sino de conquista”.

Víctor Erice y Antonio López durante el rodaje de El sol del membrillo. Foto: María Moreno

Préstamos entre disciplinas

No podía faltar en la conversación la pregunta de qué se deben mutuamente el cine y la pintura. Parece obvio que es el cine, puesto que se inventó después, el que le debe más a la otra disciplina. “Los Lumière fueron los últimos pintores impresionistas”, asegura Erice, y recuerda que la pintura ha ilustrado al cine en cuestiones de composición de imagen e iluminación. También ha servido al cine con propósitos documentales, por ejemplo para recrear Babilonia en Intolerancia (1916), de Griffith, continúa. La pintura, a su vez, ha aprendido de la fotografía y del cine, recordaron los contertulios. Ambas disciplinas ayudaron a la representación pictórica del movimiento y la deconstrucción de la imagen, tal como experimentó Degas, que es objeto de una exposición en la Fundación Canal, a pocos metros del salón en el que transcurre el coloquio entre Erice y López. Dice López que los impresionistas fueron precisamente los artífices de una revolución pictórica que consistió en “volver a la vida”. “La pintura había estado hasta ese momento por los temas del arte clásico y el Renacimiento. Pero ellos dijeron: 'La vida está aquí mismo, merece la pena echarle un ojo'. En ese momento empieza la modernidad en el arte, al sacudirse el peso del arte por encargo y poner la mirada individual sobre las cosas”.

El arte como diagnóstico

En clave poética, Erice opina que “el cine es el lenguaje del crepúsculo de la humanidad, mientras que la pintura es el lenguaje de la aurora”. Pero López discrepa: “La pintura está instalada también en la oscuridad, viró hacia ella con la modernidad, después de los impresionistas”. Para el pintor, la fuente de luz hoy no puede ser el arte. “La luz hoy la pone la ciencia, porque puede darnos soluciones. El arte no sirve para mejorar, sino para emitir un diagnóstico, para enseñarnos lo que somos como un espejo. Como en los cuadros de Bacon, sirve para mostrarte lo terrible que eres por dentro”. En este sentido, el arte moderno, liberado de todas las imposiciones y con todos sus fallos, es el que verdaderamente busca “la verdad”. En ella, defiende López, es donde reside la auténtica belleza, y no la belleza superficial, canónica, que imperó durante siglos en “un arte servil encargado para satisfacer a quienes no lo merecían”, con muchas y honrosas excepciones como su admiradísimo Velázquez, que fue libre a pesar de ser un pintor de corte. Por otra parte, el pintor alabó el arte coral antiguo, poniendo como ejemplo el Partenón, resultado de la suma de muchos talentos individuales. “El motor de aquel arte era una fe que unía a todos. Ahora no existe ninguna ilusión colectiva, de modo que el arte se ha convertido en una indagación personal en busca de sentido”. El cineasta asintió diciendo que la idea de comunidad que había en la Grecia antigua se ha perdido y ha sido sustituida por el mercado. “Eso ha convertido el arte en una excepción y ha hecho que la soledad del artista sea más grande ante los demás. La política y los programas educativos han olvidado que el arte es la experiencia fundadora de toda cultura. ¿A qué clase de ciudadanos queremos formar para que tengan voz y voto?”