Image: Goya, los Chapman y la inhumanidad

Image: Goya, los Chapman y la inhumanidad

Arte

Goya, los Chapman y la inhumanidad

Jake y Dinos Chapman: Arte y terror

22 abril, 2004 02:00

Goya: Grande hazaña con muertos (los desastres de la guerra). Jake y Dinos Chapman: Sex I, 2003. Bronce pintado

La violencia destructiva que los seres humanos somos capaces de desencadenar sobre nuestros semejantes no conoce límites. Pero su signo más implacable se localiza en la que se ejerce sobre el cuerpo, expresión sensible, y por ello intensamente visual, de la fragilidad, del carácter quebradizo, de la existencia. La utilización del cuerpo del otro, porque se trata siempre del otro: nuestro semejante y, por ello, distinto, como soporte y receptáculo de la violencia, es un rasgo recurrente en todas las culturas humanas.

A la vez, sus ámbitos son mucho más amplios de lo que en principio pudiera pensarse: no sólo las guerras, pensemos también en el papel de las víctimas en las numerosas variantes del sacrificio ceremonial. Y también, desde luego, en las distintas formas de suplicio corporal como procedimiento de castigo y ejemplarización. Podemos advertir hasta qué punto nuestra tradición cultural está impregnada de esta cuestión si pensamos que el cristianismo sitúa en su núcleo la experiencia del suplicio y la muerte sacrificial, corporal, del dios hecho hombre como vía de redención de la humanidad.

Pienso que la consideración del cuerpo y la vida humanos como ámbitos intocables, la repugnancia moral que hoy sentimos ante el suplicio, la tortura y la muerte violenta, es una larga conquista laica de la tradición cultural europea, que comienza a afirmarse en la época de las Luces, y que encuentra entonces su mejor formulación en la filosofía de Kant cuando éste afirma el principio ético de que los hombres en ningún caso pueden ser considerados medios para ninguna otra cosa, sino fines, esto es: sujetos de plena dignidad y a los que se debe el máximo respeto por parte de los otros. Es una conquista laica precisamente porque se sitúa después de las terribles guerras de religión que habían asolado Europa durante siglos, y porque sitúa el valor de la vida humana por encima de creencias religiosas y políticas, de la adscripción a distintos ámbitos territoriales o nacionales, o de la diversidad de sexo o condición social.

Ese nuevo horizonte ético es el que alienta en toda la obra de Goya, él mismo un ilustrado, imbuido del espíritu de las Luces, cuyo auténtico hilo argumental está constituido por la representación de los efectos destructivos de la superstición, la ignorancia y la violencia como formas de negación de la humanidad. Por eso mismo su pintura nos conmueve tanto, y sentimos su rechazo tajante de las guerras como algo tan actual en este mundo de guerra diseminada, como habría que llamar a eso que de forma tan abstracta denominamos terrorismo. Goya es el primer gran artista en el que despunta con nitidez el rechazo pleno de cualquier tipo de variante de la inhumanidad, ya sea ésta cometida por españoles o franceses, por hombres o por mujeres.

En Los fusilamientos del 3 de mayo (1814) la muerte inminente, simbolizada en la lámpara situada casi en el centro y en el primer plano de la imagen, como muy bien supo ver Pablo Picasso, nos deja ver la luz terrible, destructiva, que enciende las guerras y que reaparecerá, ya como bombilla, como lámpara eléctrica, en el Guernica. El carácter múltiple y secuencial de las imágenes de los Desastres de la guerra, que comenzaron a ser pasadas a planchas ya en 1810, nos acerca también, incluso en otro plano, el de la reproducción actual masiva de la imagen, a eso que los distintos soportes y medios informativos nos transmiten hoy a cada momento, pero que durante siglos había quedado atenuado en la representación artística: la crueldad sin límites, la inhumanidad, de las guerras.

La aproximación de los hermanos Chapman a Goya, sobre la que tanto se ha frivolizado, tiene para mí ante todo el sentido de un rescate. Lo que de un modo primordial nos dan los grandes artistas, como Goya, es un enriquecimiento de la visión: nos enseñan a mirar el mundo de otro modo, de una manera más profunda. En Goya, las terribles imágenes de quien está a punto de ser fusilado o de los cuerpos humanos rotos, descuartizados, nos ponen frente a frente con el sinsentido de la muerte violenta, de la injustificable crueldad de unos seres humanos con otros como ellos, sus semejantes. La mirada del artista transciende la situación concreta, particular, y hace de la representación plástica un signo universal. En este caso: no a la violencia destructiva, no a la guerra.

El problema es que la proliferación masiva de imágenes de violencia y destrucción en los medios de comunicación acaba actuando como una especie de narcótico, que acaba produciendo insensibilidad en mayor o en menor grado. Y por eso conviene volver al latigazo de la imagen artística: volver a ver, desde hoy, desde el universo de la imagen mediática envolvente, las imágenes de Goya como expresiones plásticas del dolor y el sufrimiento de los seres humanos de hoy: iraquíes o americanos destruidos, destrozados, por la acción destructiva de unos poderes, que siempre tienden a ocultarse, a no dejarse ver, que ahora como entonces niegan la humanidad del otro.

Es un arco terrible, una especie de circularidad diabólica de la imagen, que va de esos cuerpos troceados e inertes que Goya nos enseñó a ver por vez primera, pasando por su rescate en la instalación escultórica de los Chapman, que nos fuerza a volver a ver lo que por su carácter terrible querríamos ocultar o al menos amortiguar, hasta esas imágenes desoladoras de los cuerpos rotos, mutilados, quemados, y colgados como un atávico trofeo guerrero, que todos hemos vivido una vez más, inevitablemente, como un lejano y deprimente espectáculo. Pero no, no está lejos, sino aquí mismo, en cualquier rincón de la humanidad: se llama guerra, destrucción del otro, y forma parte de nuestra condición. Hasta que un día seamos verdaderamente capaces de ponerle fin.