Image: Van Gogh

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Arte

Van Gogh

El pintor más querido del mundo

27 marzo, 2003 01:00

Autorretrato, 1888

El 30 de marzo se cumple el 150 aniversario del nacimiento de Vincent van Gogh en Zundert, al sur de Holanda. Con esta ocasión, las exposiciones en torno a su obra y su persona se suceden por toda Europa. Vincent’s Choice: The Musée Imaginaire of Van Gogh, en el Museo Van Gogh de Amsterdam, es seguramente la más importante: a través de 150 piezas la obra del pintor se entrevera con las de los artistas a los que admiraba. John Leighton, director del centro y uno de los mayores conocedores de la obra de Vincent, celebra en estas páginas al pintor más querido del mundo.

No fue el mejor pintor de su tiempo, pero después de su muerte llegaría a ser el más querido del mundo. El relato de su vida, como la de un San Francisco de Asís delirante, forma parte de nuestra Leyenda dorada. Sus Girasoles o su Noche estrellada cuelgan en las paredes de millones de casas, más que como elementos decorativos, como mensajes: fragmentos de un evangelio que llega al corazón de todo el mundo.

Aunque en los manuales de historia del arte figura, junto a Cézanne, Gauguin o Seurat, entre los pioneros de la modernidad pictórica, Van Gogh siempre estuvo muy lejos del formalismo moderno, de la idea de la pintura como un lenguaje completamente autónomo. Cuando llegó a ser pintor, después de tantos fracasos personales, traía a cuestas su vieja vocación de predicador. Y es en sus primeros sermones donde reside quizá el secreto de toda su creación posterior. En una carta a su hermano Théo escrita en Inglaterra en 1876, hacia los mismos días en que pronunció una homilía en Richmond, Vincent glosaba las "maravillosas palabras" de San Pablo en la primera epístola a los Corintios: "Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad soy como bronce que suena o címbalo que retiñe." (1 Cor 13:1)

Esta convicción religiosa sería la base que sustentaría más tarde su concepción del arte. Lo que Van Gogh admiraba en Dickens y en los ilustradores victorianos era la sympathy, la solidaridad con el destino de cada ser humano. Lo que amaba en Rembrandt y en Michelet era el profundo sentimiento de humanidad que impregnaba cada una de sus obras. Por eso, el primer contacto de Van Gogh con la pintura francesa más avanzada tenía que ser un desencuentro. Le repugnaba la actitud distante, casi indiferente, de un pintor como Manet, que despojaba a la figura humana de sus privilegios y la trataba como a un objeto cualquiera: "¿Es que no hay diferencia entre un plato de loza con un bacalao y la figura de un cavador o un sembrador, por ejemplo?". En 1884, cuando Manet murió, Van Gogh se negó a reconocer en él al gran artista de su época. El pintor esencialmente moderno, para él, era Millet. La pintura moderna no podía dedicarse a celebrar los placeres del ocio burgués; tenía que ser testimonio de los trabajos y sufrimientos de los campesinos, que a su vez simbolizarían las penas de la Humanidad entera. A la tradición de l’art pour l’art, Van Gogh le oponía su propia fe en l"art pour l"homme.

Por aquella misma época, hacia 1884, descubriría un nuevo lenguaje, el del color, dotado de una gramática propia y de unas posibilidades casi ilimitadas de sugerencia. Esa revelación, sorprendida en la pintura de Delacroix y en las estampas japonesas, se confirmaría después cuando conoció en París la pintura de los impresionistas. Pero el poder sugestivo de la "música del color" no debía desvincularse de la Naturaleza y la Humanidad. En la obra de sus últimos años, Van Gogh encontró en el paisaje y el retrato las dos vías para poner el lenguaje del color al servicio de una verdad que lo trascendía. Creía que el color, un color exaltado hasta el paroxismo, podía conferir al retrato una intensidad moral superior y una trascendencia simbólica, transformando a los personajes familiares, a Madame Ginoux, Madame Roulin, o al doctor Gachet en arquetipos de la Humanidad contemporánea. Paralelamente, en sus paisajes de Arles, de Saint-Rémy, de Auvers-sur-Oise, la Naturaleza se convertía en epifanía. La Naturaleza no era para Van Gogh, como lo había sido para los impresionistas, un racimo de sensaciones ópticas; era una fuerza casi sagrada que se manifestaba en el sol de Provenza, en el mistral, en los trigales, en los olivares y en el cielo nocturno constelado.

No fue, desde luego, el mejor pintor de su tiempo. Era un autodidacto, que había aprendido a trancas y barrancas los rudimentos del oficio. Pero a través de sus apresuramientos, de sus torpezas, de su tosquedad, hay algo que sigue brillando con una intensidad única y deslumbrante.