Vulcani

Vulcani

Arte

Velázquez y lo múltiple

6 junio, 1999 02:00

Los talentos máximos son misteriosamente versátiles. Cada generación descubre en ellos un mérito que había escapado a la generación anterior, e ignora otros que a su tiempo destacará la generación subsiguiente. La morbidez del pincel velazqueño, la traza que se da Velázquez para sacar punta, con muy pocos elementos, al juego de la luz y del color, sorprendieron justamente a Manet. Pero esto no agota a Velázquez. Es sólo una de las virtudes, de las donosuras, del gran sevillano. Yo quiero señalar aquí otra gracia velazqueña, no menos milagrosa: la destreza en la colocación de las figuras, o mejor, en la inclusión del retrato dentro de las composiciones de grupo.

Según adivinaron Goethe y los psicólogos gestaltistas, no percibimos las partes de un objeto complejo como elementos discretos dentro de una serie, sino precisamente en su condición de partes, esto es, de fracciones o subunidades adscritas a una unidad ópticamente superior. Este hallazgo general vale, por supuesto, para las composiciones de grupo y los cuerpos o figuras en ellas agrupadas, y de momento, no hay nada más que decir. Basta sin embargo que se quiera combinar el grupo con el retrato, para que surja una suerte de aporía. La composición de grupo consigue ser aprehendida como un todo gracias al hecho de que el ojo, al tender sus redes sobre la cosa múltiple que tiene delante, no repara en las notas individuales sino en la sinfonía total. El retrato, por contra, concentra sobre sí nuestras potencias visivas, y por lo mismo fragmenta la mirada. Sucede en consecuencia que el artista que pinta retratos, y a la vez escenas grupales, está proponiendo a nuestro aparato ocular dos movimientos simultáneos y contrarios, uno ascendente o globalizador y otro descendente o particularizador. ¿Qué hacer para que la resultante no sea un caos? ¿Cómo atar a la mosca por el rabo?

Lo más frecuente es que el autor de escenas grupales salga de apuros renunciando al retrato. Velázquez no actuó así

El que tenga a bien darse una vuelta por las salas barrocas del Museo del Prado, podrá medir la dificultad del asunto en su auténtico espesor. Lo más frecuente es que el autor de escenas grupales salga de apuros renunciando al retrato. Lo comprobamos, con claridad máxima, en la Diana cazadora de Rubens, un lienzo por lo demás soberbio. No sólo el rostro de Diana padece una impavidez numismática, y por tanto impersonal, sino que las tres ninfas que lleva en pos de sí avanzan el cuerpo con un denuedo que habría resultado por entero increíble fuera del concierto de formas, y de ecos y contraecos, que configuran la obra por dentro. Asistimos a un ejercicio extremo de estilización, o mejor, de teatralización, una teatralización en virtud de la cual cada figura, arrebatada por un frenesí coral, rompe los límites que oriundamente la contenían y se pone a dar zapatetas o a dibujar tirabuzones en el aire.

Rubens, en fin, ha resuelto el dilema por ablación. Ha suprimido unos de los cuernos del dilema, y entonces no hay dilema. Más interesante, para lo que nos traemos entre manos, es el ejemplo de Murillo, quien salpica con frecuencia sus pasamanerías gestuales de auténticos retratos e incurre de rebote en incoherencias de bulto, observables muchas de ellas en el propio Prado. échense a la cara, qué sé yo, el lienzo que responde al nombre de “Aparición de la Virgen”. La composición consiste, en esencia, en una curva que dibuja primero una semielipse cóncava, cambia de dirección, y torna a alargarse en una semielipse. Formalmente, el cuadro está impecablemente planteado.

Pero sucede algo curioso: la figura en que remata por la margen derecha, una vieja con una vela o un candil en la mano, no atino ahora a rememorar si lo uno o lo otro, no pega ni con cola. ¿La causa? La causa es... su realismo extemporáneo. Murillo ha introducido un retrato, o sea, un documento, en una fantasmagoría piadosa, y ha ocurrido lo que estaba de Dios que ocurriera: que el retrato reclama para sí un espacio específico y se desagrega del resto de la tela. Se desagrega en el orden retórico, y simultáneamente, en el pictórico. Ahora sí hay dilema. Pero no hay solución. El que desee encontrarse las dos cosas a un tiempo, tendrá que pasar a Velázquez.

No siempre Velázquez hace retratos. En Las hilanderas no hay retratos. Ni tampoco en Mercurio y Argos. Sí los hay, célebremente, en Las meninas o Las lanzas. No voy a hablarles sin embargo de estas dos obras magnas, sino de otras dos que, siendo buenas, no pican tan alto: Los borrachos y La fragua de Vulcano, que, por cierto, tampoco aloja en puridad retratos.

En 'La fragua' existe una música que envuelve a todos, pero nadie, ni los hombres, ni los ocasionales dioses, se ve en la obligación de resignar su identidad individual

Ninguno de los efigiados, con la excepción acaso del hombre que se halla de espaldas y nos muestra su perfil izquierdo, reúne la precisión, la singularidad, del retrato auténtico. Aún así, La fragua nos revela uno de los secretos del Velázquez coral: el movimiento contenido, o para ser más exactos, una atemperación del ritmo tan sabia, tan justa, que las figuras quedan sujetas a una disciplina común sin salirse de quicio ni perder su compostura apacible o, si prefieren, su valor y verosimilitud intrínsecos. Existe una música que envuelve a todos los que participan en la escena, pero nadie, ni los hombres, ni los ocasionales dioses, se ve en la obligación de resignar su identidad individual. Por efecto de esta magia, o esta astucia, suele recordar el aficionado, no sólo en “La fragua” sino en otras muchas composiciones velazqueñas, cuántas personas ha puesto el pintor entre los cuatro lados del lienzo. Cuántos son los varios dentro de lo uno, o las distintas partes que forman el todo.

Y ya está: ya podemos saber, en principio, cómo lanza Velázquez el anzuelo para rescatar al individuo, al individuo singular, del tropel o multitud en que está confundido. Fijémonos, a modo de prueba, en “Los borrachos”. El Baco de “Los borrachos” constituye, además de un dios, un plausibilísimo trasunto de hombre popular. Participa, de algún modo, de la jarana convencional y un tanto impostada que se desarrolla a la derecha del espectador; pero una sutil rotación del cuerpo hacia la izquierda, y la desviación oportuna de la mirada, le permiten deslizarse, o sumergirse, en un mundo aparte. En este mundo emancipado, aunque no escindido, construye Velázquez un segundo mundo. Y obtiene un retrato memorable. Otro más.