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Arte

Diego superstar

6 junio, 1999 02:00

En el invierno de 1990, Diego de Velázquez se convirtió en una “superstar”. Ese año, el Museo del Prado celebraba una exposición de setenta y nueve obras atribuidas al maestro del siglo XVII. Para los especialistas, la exposición significó una engañosa bendición. Como señalaron algunas voces críticas, la mayoría de los cuadros pertenecían al Prado, por lo que se podían visitar cualquiera de los días en que el museo abría sus puertas. Además, a pesar de la importancia aparente del catálogo (que pesaba varios kilos), el texto dejaba mucho que desear. Por último, la muestra, que se celebró nueve años antes del centenario del nacimiento del pintor, excluyó la posibilidad de una oportuna conmemoración a gran escala comparable a la organizada en honor de Antony van Dyck, contemporáneo de Velázquez, en Antwerp.

Sin embargo, ninguno de estos factores desanimó a las miles de personas que se alinearon frente al Museo del Prado, a menudo a pesar del mal tiempo, para poder acceder a la exposición, ni a las que compraron el catálogo como si éste costase menos que una bolsa de patatas. Algo extraordinario estaba ocurriendo, y ni los historiadores de arte ni los críticos pudieron entonces explicarlo, probablemente porque les correspondía hacerlo a los antropólogos y sociólogos. En aquel momento, califiqué el fenómeno de “velazquezmanía”, pero en la actualidad, nueve años después, me inclino más bien a pensar que estaba sucediendo algo mucho más trascendente: Velázquez se transformaba en una “superstar”.

De la misma forma en que el musical “Jesus Christ Superstar” reinventó a Jesucristo en los términos de la cultura pop, Velázquez pasó de ser un gran pintor a un objeto de culto popular de naturaleza semi-divina. Las personas que se congregaban en torno al Museo del Prado eran, por lo tanto, peregrinos visitando un relicario y el catálogo, el testimonio de su visita. Otros recuerdos de la peregrinación se podían adquirir en las tiendas de los alrededores en forma de camisetas, ceniceros y platos: el pintor de Felipe IV se había convertido en el santo patrón de España.

En el siglo XX, la reputación de Velázquez se vio reforzada por una serie de estudios que intentaron fijar un canon e investigar sus conexiones con su época

La historia de esta increíble metamorfosis se remonta al reinado de Felipe IV, el monarca que descubrió la genialidad del pintor sevillano, protegiéndole a lo largo de cuarenta años. Sin embargo, por paradojas del destino, el mecenazgo del Rey oscureció la reputación del artista a lo largo de dos siglos, pues sus cuadros formaban parte de la Colección Real a la que solamente un público muy limitado tenía acceso. Esta situación cambió en 1819 cuando Fernando VII fundó el Museo del Prado atribuyendo a las obras de la Colección Real el carácter de dominio público. Los artistas, críticos y coleccionistas de toda Europa pronto descubrieron el genio único de Velázquez, precursor de algunos de los más audaces experimentos del arte moderno. En 1865, Edouard Manet viajó a España para visitar El Prado y estudiar la obra de artista. Lo que vio le impresionó de tal manera que bautizó al sevillano como “le peintre des peintres” (pintor de pintores). Con estas cuatro palabras, le introdujo en el mundo del arte moderno.

En las primeras décadas del siglo XX, la reputación de Velázquez se vio reforzada por una serie de estudios que intentaron fijar un canon que determinase cuáles de sus obras eran originales y cuáles no e investigar sus conexiones con su época. Aun cuando la mayoría de estas publicaciones estaban dirigidas a los especialistas, resultaron imprescindibles para poder garantizar al pintor un lugar en la historia del arte europeo.

Esta era la situación en el año 1960, cuando se organizó una exposición en el Casón del Buen Retiro para conmemorar el trescientos aniversario de su muerte. La comparación del catálogo de esta muestra con el de la celebrada treinta años más tarde en El Prado es reveladora. “Velázquez y lo velazqueño” (así se llamaba la exposición de 1960) tenía menos de doscientas páginas y estaba ilustrado con fotografías en blanco y negro que no eran de muy buena calidad, mientras que la versión de 1990 contaba con 469 páginas y espléndidas reproducciones en color. Hay, por supuesto, circunstancias externas que justifican estas diferencias entre los catálogos: entre 1960 y 1990, cambios fundamentales sacudieron el ruedo cultural del cual Velázquez es símbolo y beneficiario.

A pesar de que el fenómeno es complejo, el factor desencadenante de estos cambios fue el encuentro entre la política cultural y la cultura de masas. Los grandes artistas habían simbolizado durante mucho tiempo el genio de sus países de origen y de nuevo durante la guerra fría, a medida que el poder político se alejaba de Europa, aumentaba la consciencia de que los logros culturales contribuían a recordar las glorias nacionales y a crear una imagen positiva de la nación. Los países con un pasado glorioso y un presente no tan memorable, utilizaron en sus campañas a escritores famosos y a artistas de otros tiempos para promocionar sus objetivos políticos y económicos, una tendencia sólo acentuada tras el final de la Guerra Fría, con la exaltación de los nacionalismos.

Para lograr que esta propaganda cultural fuese efectiva se debía llevar a cabo una importante labor de difusión, lo que desembocó en las exposiciones de masas. Promocionados por los medios de comunicación y magnificados por las técnicas de la publicidad y las relaciones públicas, los grandes artistas del pasado se transformaron en estrellas de rock: Velázquez, el artista español con más prestigio internacional, disponía de una condición innata para provocar este fenómeno.

Los grandes del pasado se transformaron en estrellas de rock: Velázquez, el artista español con más prestigio internacional, disponía de una condición innata para ello

No es extraño, por tanto, que el pintor se haya convertido en un símbolo de la aportación de España al mundo, circunstancia potenciada después de 1975, el año de la muerte de Franco y del comienzo del proceso de transición a la democracia. Curiosamente, la escasez de sus cuadros (el número de originales supervivientes es de aproximadamente cien) contribuye a esta mística: cada vez que una obra atribuida a Velázquez aparece en el mercado se produce un enorme alboroto en la Prensa y, de la misma manera, cuando se vende un original, como el “Retrato de Juan de Pareja” (Metropolitan Museum of Art), el precio siempre es astronómico, lo que confirma el valor del artista en términos que nos superan.

Todos estos factores coinciden en 1990, y desde entonces la estrella de Velázquez no ha hecho más que crecer en el firmamento cultural. ¿Hasta dónde llegará? Nadie lo sabe. Sin embargo, acontecimientos recientes sugieren que la canonización no está lejos: mientras escribo este ensayo, un grupo de arqueólogos buscan los restos mortales de Velázquez en el lugar donde fue enterrado en 1660: la Plaza de Ramales en Madrid, donde se levanta la iglesia de San Juan. Esta grotesca operación nos traslada a las que realizaba la Iglesia de la Contrarreforma en su continua búsqueda de huesos de santos cristianos y mártires a los que acoger en opulentas capillas. Una vez que las reliquias de Diego Velázquez sean identificadas —como estoy seguro de que serán— se anunciará un concurso de arquitectura para elegir al que será diseñador de la Capilla de San Diego de la Paleta.

Hasta entonces, recomiendo visitar el Museo del Prado para ser testigo de la mejor colección reunida hasta el momento de cuadros del pintor (que se inaugura a mediados de este mes) y disfrutar de las grandes obras en las que -después de todo- descansa su reputación.