Casa-Sorolla

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El Cultural

Exterior día. Sorolla en su caja de luz

9 agosto, 2017 02:00

"Ahí está Joaquín Sorolla, con su cabello enmarañado y su pipa, hablando a gritos, con su voz vibrante, como si estuviera en la playa, hablando sobre el ruido del oleaje. La noche llega. El cuadro está ahí, lleno de sol, lleno de rumor y de espuma. Parece un sueño". Estas palabras de Juan Ramón Jiménez me llevan hasta una foto del pintor ya mayor donde aparece con la mirada perdida en el horizonte, el semblante estoico, el ceño fruncido, la barba poblada y la camisa blanca. Tiene su rostro un toque socrático y por momentos orsonwellesiano que invita a acercarse a él.

Hay una luz que nunca se apaga, decían los Smiths en una canción. Y en el caso del valenciano es bien cierto, porque la luz es el eje de toda su obra y lo que el artista buscó al concebir la que sería desde 1911 hasta su muerte, su residencia madrileña en Chamberí. En esta casa, ubicada junto a la de la actriz María Guerrero, Joaquín cumplió su deseo de combinar en un solo espacio su estudio y su hogar para poder trabajar cerca de su familia. Fue un proyecto que pudo permitirse gracias al éxito obtenido dentro y fuera de nuestras fronteras. Con poco más de treinta años ya había expuesto en las mejores salas de París, Berlín, Londres y Nueva York, le habían concedido importantes premios internacionales en Viena, Múnich y Chicago y le habían nombrado Hijo Predilecto de su ciudad, Caballero de la Legión de Honor en Francia y Académico de San Carlos.

Entrar en el Museo un día caluroso de verano es como volver a la primavera. Los tres jardines de inspiración italiana, sevillana, granadina y neoárabe diseñados por el pintor nos reciben con el sonido del agua que mana de sus fuentes y estanques y nos aíslan del bullicio de la calle. En uno de ellos está la pérgola donde Sorolla solía sentarse con su familia y hoy descansan los visitantes. Al fondo, en el semisótano de la vivienda, una fuente revestida de azulejos de Triana preside el patio andaluz, que conserva la enorme colección de objetos de cerámica que el pintor fue acumulando a lo largo de su vida y dota de luz al estudio y el salón.

"No me gusta el estudio para pintar, lo confieso, lo detesto con toda mi alma", decía mucho antes de mudarse a Almagro. Por eso diseñó este amplio espacio con grandes claraboyas y ventanales, porque aunque él prefería pintar al aire libre, parte del trabajo debía hacerlo en esta sala. Es uno de los talleres de artista más espectaculares y mejor conservados que se conocen. Está plagado de objetos personales y pinceles, paletas y caballetes del pintor, que nos habla desde todos los rincones. El mar, su tema predilecto, llena las paredes. "Cuando uno entra en el estudio de Sorolla, parece que sale a la playa o al cielo; no es una puerta que se cierra con nosotros, es una puerta que se abre al mediodía", decía el autor de Platero y yo.

Junto a esta sala se encuentra el despacho donde Sorolla recibía a sus clientes y colgaba sus últimas obras, que mantiene el mobiliario original y está dedicado a los retratos familiares, y el antiguo almacén de marcos y lienzos donde se exponen cuadros como El baño del caballo, en el que Sorolla convierte una escena cotidiana en una obra monumental. La luz intensa y deslumbrante del Mediterráneo, el brillo de la piel del animal y del joven y el reflejo del agua en la orilla muestran el dominio que había alcanzado el pintor en 1909 y le dan la razón a Blasco Ibáñez cuando decía que su paisano "agarró brutalmente en la punta de sus pinceles los rayos de sol y los fijó sobre sus telas".

Pero Sorolla no sólo pintó playas. En noviembre de 1911, recién llegado a esta casa, la Hispanic Society de Nueva York le encargó decorar su biblioteca con escenas típicas de España y el artista recorrió el país tomando fotografías y apuntes del natural para reflejar con realismo las costumbres de las diferentes regiones. Viajó durante un año y entre 1913 y 1919 realizó catorce murales de tres metros y medio donde transmitía al pueblo americano las tradiciones más representativas de cada zona, como La fiesta del pan en Castilla o La pesca del atún en Ayamonte.

El salón de Joaquín Sorolla. Foto: Javier Rodríguez

Cuando no trabajaba el artista valenciano estaba con su familia. A Clotilde ("el alma de mi vida", la llamaba él), le escribía a diario cada vez que viajaba ("Ya te he contado mi vida de hoy, es monótona, pero qué hacerle, siempre te digo lo mismo, pintar y amarte, eso es todo, ¿te parece poco?"). Su mujer, sus hijos y la pintura le absorbían por completo, tanto que a veces las dos cosas se acababan uniendo.

En la parte de la casa que utilizaban como vivienda se encuentra el vestíbulo que fue la entrada principal, el comedor con su zócalo de mármoles blancos y rojos inspirados en su Valencia natal, la salita y el amplio y elegante salón donde recibían visitas, con las esculturas de José Capuz y Mariano Benlliure, el sofá de estilo rococó en el que posaban las clientas, la lámpara modernista de Tiffany que el pintor compró en uno de sus viajes y el escritorio con una fotografía de Alfonso XIII que reza: "A Don Joaquín Sorolla suponiendo / que le guste el contraste de luz". En la escalera que sube a la segunda planta donde antaño estuvieron los dormitorios hay un vaciado en bronce de la obra que Rodin regaló al artista cuando fue a su taller de París.

Los retratos familiares que cuelgan de las paredes del salón nos remiten a la otra faceta que desarrolló Joaquín durante aquellos años. Aparte de los reyes, posaron para él personajes como Ramón y Cajal, Emilio Castelar, Galdós, Machado o Blasco Ibáñez. También hizo algunos autorretratos donde se percibe la herencia de su admirado Velázquez.

Pero este impresionista que anhelaba el progreso e hizo de la naturalidad su aliada, que se valió de la fotografía para captar el instante preciso (sorprendido, espontáneo, no forzado), que se adueñó de la luz, que fue siempre libre y un paso por delante, sufrió una hemiplejia en 1920 mientras trabajaba en su jardín y ya no volvió a pintar. El artista infatigable que guiado por su pasión había recorrido España en busca de nuestra historia nunca se repuso de aquello, y tres años después murió en Cercedilla, en casa de su hija María.

"No es el color, sino el aire, lo que ha pintado Sorolla y lo que sublima su pintura. El mar, las velas blancas, los árboles, la barca humilde, todo, en fin, lo tocado por el pincel de Sorolla, cobra inefable carácter etéreo", dijo Azorín. Y quizá sea ese aire liviano y apacible lo que mejor defina al maestro de la luz.