La mayoría de los equipos pasan a la historia porque consiguen muchos títulos o porque cambian los paradigmas del juego. Luego, están lo que escriben páginas heroicas, los que pisan territorios que nadie acertaba a imaginar, los que emocionan una y otra vez por lograr lo más difícil todavía. Después de imponerse al Barcelona en la semifinal ya este grupo se ha ganado el derecho a ser reconocido como 'Aquel Real Madrid de Chus Mateo'.

Dice la tradición que el Real Madrid siempre vuelve, y este equipo casi de nuevo cuño está dando muestras de la máxima en dosis consecutivas, sorprendentes y emotivas. Por el contrario, el Barcelona no supo volver, encapsulado su talento individual en la rigidez de un entrenador, Jasikevicius, que pretende de sus equipos lo contrario de lo que hacía como jugador. El mérito madridista es aún mayor por las sensibles bajas que acumula y cierta crisis que arrastraba, hasta tal punto que hace escasos días todo el mundo daba por finiquitado.

Porque esto fue lo que volvió a pasar. Aferrado a la quintaesencia del club y a sus inmediatos precedentes, el Madrid de Mateo ha adquirido la insólita habilidad de navegar por los partidos con rumbo cambiante, según se presenten los vientos y las mareas, hasta encontrar el norte que los lleva a la victoria. Mirotic lo explicó al final del partido: todo iba bien en sus cabezas y creían que este año, por fin, sería el definitivo para conseguir la Euroliga.

Chus Mateo y, de fondo, el banquillo del Real Madrid celebrando

Chus Mateo y, de fondo, el banquillo del Real Madrid celebrando EFE

Pero no. Todo iba bien en sus cabezas hasta que el Real Madrid se cruzó en ellas. Primero, como una sombra que las sobrevoló sembrando la semilla de la duda. Después, instalándose en sus mentes cuando el 'Chacho' se hizo con el dominio absoluto del encuentro. Tomó el balón anotó nueve puntos en un minuto y quince segundos y convirtió el tramo decisivo en el partido de la intuición, casi de patio de colegio.

El ajedrez de Jasikevicius ya no importaba, porque las aguas turbulentas son la laguna del Real Madrid. Cuando importa menos la previsión y lo entrenado que el corazón de los jugadores, la experiencia en estas circunstancias, la fuerza del carácter y la sabiduría pura en baloncesto. Y no hay nadie más sabio que Sergio Rodríguez. Junto a Llull, dominó el nervio del encuentro hasta convertir al Barcelona en un remedo de sí mismo.

Con el colosal Tavares anclado en el centro del tablero cimentando al resto de las piezas, el conjunto blanco comenzó con presión defensiva y cierto orden en ataque que el Barcelona solo supo replicar con triples. El Madrid se aferraba al partido, manteniéndose con dificultad en esa distancia que permite amenazar con el retorno. Mateo cambiaba las defensas para frenar las rachas de inspiración azulgranas y el equipo se afanaba, en inferioridad de condiciones, en pelear los rebotes que Tavares no podía tomar.

Tras el descanso, el Madrid se asentó de manera paulatina, acerando su defensa con cambios tácticos e imponiendo el temple en su ofensiva. El camino comenzaba a mostrarse diáfano en la misma proporción en que la incapacidad culé incrustaba en su ánimo las nubes de un nuevo fracaso. La suerte estaba echada. El Real Madrid bordó los últimos minutos y completó el asombro que nos tiene encandilados. El de un equipo al borde de la eliminación que remonta sus carencias para conseguir lo impensable.