Lo escucho cada mes unas cuantas veces: “A ver, recomiéndame un sitio para comer”. Son gajes de mi oficio, tampoco nos vamos a extrañar. A veces me sorprendo porque esa petición viene de personas a las que no conozco absolutamente de nada. Ni sus gustos, ni su presupuesto, ni sus prioridades. Absolutamente nada. Ellos igual me conocen a mí un poco más, pero me dan el poder de decidir qué van a comer y a pagar.

A veces me sorprendo más aún cuando esas peticiones de personas a las que no conozco absolutamente de nada vienen acotadas con peticiones de todo tipo: “A ver, recomiéndame un sitio para comer, con terraza, que se pueda pagar con tickets restaurant y apto para veganos celiacos e intolerantes al aceite de oliva y al aire que respiras. A ser posible que nos sirvan champán a la entrada y que un mariachi nos cante Las Mañanitas cuando nos traigan la cuenta”. Miro a todos lados a ver dónde está la cámara. También hago memoria a ver en qué momento me he inscrito en el concurso “seleccione restaurantes para un imbécil”.

El caso es que me pasa más a menudo de lo que me gustaría y son gajes de mi oficio, porque estoy segura de que a otros compañeros de profesión también les sucede. También pienso en si yo se lo he hecho alguna vez a alguien: “A ver, desconocido crítico cultural, recomiéndame una peli. Y un libro. Y una serie. Y que no me aburra, que soy tan exigente como boba. Y rapidito”. Pensando en esto, también llego a la conclusión de que, si esto me pasa a mí, que estoy en un plano bastante secundario de mi profesión, no me extraña que la gente que es medianamente reconocida pase tres kilos de contestarle al personal. Primero, por falta de tiempo material para responder a todo el mundo. Segundo, porque las personas somos, en general, muy impertinentes dirigiéndonos a desconocidos.

Más allá de esto, como de momento puedo abarcar más o menos a todo lo que me llega, intento contestar y me lo tomo muy en serio. Mis amigos me dicen que tenga preparado un documento estándar de recomendaciones y las envíe tal cual, pero al final siempre acabo personalizándolo porque también mi amor propio está en juego. Así que ahí me veo, como un agente gastronómico (¿esto existe?) o un asesor o yo qué sé qué, preguntándole a ese desconocido por sus gustos, por cuántos días va a estar en la ciudad, por su presupuesto, por qué zonas se va a mover, por si llevan coche o no les importa ir lejos a comer para hacerles unas recomendaciones a la medida, sin saber exactamente la medida de qué.

Después de esto, empiezan las mejores partes. Sí, las hay mejores. Lo divertido empieza cuando ese desconocido recibe las propuestas y entonces te pregunta si diciendo que va de tu parte, le dan de comer gratis. Ahí me doy cuenta del error. Me gustaría retroceder en el tiempo y no haber respondido jamás. Y me gustaría encontrar un sitio muy remoto para esconderme de la vergüenza que me produce que alguien pueda pensar eso y verbalizárselo a la desconocida que soy yo en este momento para él. También me entran sudores fríos pensando que esa persona vaya a esos restaurantes, me mencione y me relacionen con él.

La siguiente mejor parte, dije que había varias, es cuando después de su visita: A: Nunca me dice si fueron o no. B: Me dice que al final no fueron a ningún sitio de los que le recomendé porque se les hacía caro (en realidad, esto me alivia). C: Me dice que fueron pero que “esperaban más”. No concretan, claro. Porque todos sabemos que a esta gente el mundo les tiene que leer el pensamiento de lo que esperan en cada momento.

Entonces, siempre me quedan las ganas tremendas de hacerles una última recomendación: “A la próxima, vete a comer a la Venta del Nabo”.