Hablamos del poder evocador que tiene la comida. Un sabor, un olor, o la mención de una receta nos trasladan a otros lugares, vivencias o nos conectan con personas. Pero en esto de la mesa y la nostalgia, a veces ni siquiera hace falta llenar el plato para activar nuestro recuerdo, porque hay menaje que, como si fuese una máquina del tiempo, pero sin condensador de fluzo, te transporta a aquellas sensaciones pasadas.

Este poder lo tienen esas vajillas icónicas que sólo con verlas te llevan a la casa de tus padres, a la mesa con mantel de hule a cuadros de la abuela o a tardes de picnic en el río con fiambrera de acero inoxidable y tazas de peltre.

Simplemente con visualizar un vaso Duralex color verde, o miel, o transparente —esto quedaba a criterio de cada señora—, me traslado a casa de mi abuelo y su café con leche condensada El Castillo. Hasta lo veo mojando galletas harinosas con aroma a vainilla.

Aquellos platos, también Duralex, llanos, transparentes, con el ribete ondulado, tienen sabor a cena de tortilla francesa. Esta imagen tiene hasta un sonido, el del tenedor cortando la tortilla en pedacitos.

En una mesa de los 70-80 las flores no estaban en soliflores ocupando sitio. Las mesas eran pequeñas y las familias grandes, así que cualquier adorno aparecía en las mantelerías, bordadas por alguna mano joven de la familia, o pintados en el propio plato. Arcopal se encargó de poner las flores de nuestras mesas y en sus vajillas de vidrio opalino había margaritas, flor del almendro, rosas o las flores azules “amor eterno” del mítico modelo Verónica. Aquella vajilla, que a mí me sabe a sopa de fideos con garbanzos, iba entrando a plazos en la mayoría de las casas. Un día compraban seis platos. Otro mes que se pueda nos hacemos con una fuente para los asados. Y así, cada familia tenía sus 18 o 24 o 57 piezas conjuntadas.

En toda casa española había un mito, el de las visitas, que se materializaba en un comedor. El comedor “para cuando venga alguien” era la mejor habitación de la casa. La más grande, la mejor amueblada. Y curiosamente la de menos uso. Normalmente tenía unas cortinas gruesas, palaciegas, una lámpara de araña y una estantería regia, de madera buena. No faltaba un mueble bar, con alguna botella de Ponche Caballero, un brandy Fundador, whisky DYC y alguna reliquia que alguien trajo de recuerdo de alguna excursión. Y cerquita del mueble bar, bien a mano, lucía una vitrina con una cristalería y una vajilla de La Cartuja o la Limoges, con sus motivos pintados en oro. Y en los cajones de aquellas librerías sin libros, mantelerías finas, con servilletas con iniciales bordadas. Toda la artillería preparada por si algún día a la reina de Inglaterra le diese por venir a casa a comer cocido.

Ese comedor, esa mantelería, esa vajilla y esa cristalería “para cuando venga alguien” nunca se usaban cuando había invitados, porque cuando había invitados eran de nuestra propia familia. Entonces te dabas cuenta de que lo que hay que ser en esta vida es práctico para poder disfrutar de lo importante: la compañía. Así que a los invitados se les recibía en la misma habitación donde se hacía vida siempre, se sentaban en las mismas sillas donde nos sentábamos cada día y se les ofrecía comer y beber en los platos y vasos donde comimos ayer y comeremos mañana, los Duralex, los Arcopal, alguna bandeja de peltre.

Y mientras tanto, la vajilla de La Cartuja o la Limoges, en la habitación de al lado. Viendo cómo a sus dueños se les pasa la vida comiendo y bebiendo en platos baratos. Otros heredarán esas vajillas nuevas; las comprarán por piezas a precio de saldo en alguna tienda del rastro; o las rescatarán entre los escombros, cuando ya no haya ni dueño, ni casa, ni comedor, ni invitados.

Otros vendrán y las disfrutarán todo lo que sus dueños no las gozaron.