Tac, tac, tac. Cuando Simón, mi gato, quiere comer, golpea el interruptor de la lámpara de mi mesa de trabajo. Muy insistente, como si le fuera el jornal en ello. Como puede pasarse así un buen rato, me cambio de habitación y entonces viene detrás a seguir con su labor. Tac, tac, tac. Golpea otra cosa, va a destajo. Si no encuentra nada que golpear, mordisquea alguna tapa de un libro o se pasea por mi teclado mientras me mira fijamente.

Al final, por no oírlo más, me levanto y le pongo en su plato unos pocos granos de pienso. Pienso especial ultra light, el menos calórico que puede tomar, para que no enferme ni engorde. O engorde menos. O sea, el equivalente en pienso a unas ramas de brócoli.

Siempre que sucumbo a su chantaje, me culpo por no ser más contundente con él, porque al final, él interpreta que lo estoy recompensando por tocarme las narices. O piensa que tocarme las narices es su trabajo de gato, que también podría ser. Así que me lo imagino todo chulo diciendo para sus adentros: “Buenos panes me gano yo con el sudor de mi frente. Y como no paro de emprender en el negocio del golpeo del interruptor, así estoy yo de lustroso”.

Con estos apetitos urgentes que le entran a Simón pienso en esa tabla que publican frecuentemente los psicólogos y nutricionistas para que visualicemos si el hambre es emocional o fisiológica. Y entonces, aunque Simón es un gato, analizo: es repentina y urgente, así que podría ser emocional. Pero, por otro lado, se come lo que le pongo, su pienso-brócoli, no me reclama una chuchería. Con dos granitos se queda contento y se echa largas siestas, así que mucha culpa no se le queda en el cuerpo (ya, ya sé que es un gato). Vamos, que el animalico tenía hambre, Inma, relájate.

Hubo una época en la que cuando yo volvía de hacer deporte, me apetecía comer fruta. De hecho, había varias fruterías cerca del gimnasio al que iba y, al salir, hacía la compra. Este antojo no venía relacionado con la dieta, ni con adelgazar, era un deseo automático que me aparecía en el cerebro. Como era un capricho sano, me lo concedía y nunca llamé a aquello comida emocional. Aunque fuera urgente y repentina. Aunque fuera fruta y no otra cosa lo que me apetecía comer. Y aunque realmente no tuviese hambre. Pero, claro, no me generaba ninguna culpa, porque ya tendría que ser idiota si me sintiese culpable por comerme unas mandarinas.

Ahora, en cambio, me gusta jugar duro y cuando hago deporte lo que me apetecen son churros o macarrones con chorizo, depende de la hora. Evidentemente, soy más estricta con este deseo que con el de la fruta, así que me he creado un sistema de bonos. Una sesión de deporte, un bono. Quince bonos, unos macarrones con chorizo o unos churros. Después de una consulta del médico, también me doy algún capricho de comer. Voy a desayunar a algún sitio que me gusta o me compro algo. La última vez, al salir del ambulatorio, me compré unas buenas conservas de pescado para tomarlas con una copa de fino al llegar a casa. Y una de las razones, entre muchas, por las que odio ir al dentista, es porque después de la visita no puedo concederme ese premio inmediato, ya que suelo salir con la boca dormida y tampoco es plan de acabar masticándome mis propios carrillos.

He leído muchas opiniones, incluso hay estudios, que dicen que premiarse con comida es contraproducente porque normalmente te apetecen alimentos poco saludables, que no te ayudan a sentirte mejor y que tienen bajo valor nutricional. Es cierto, comer algo que te resulta gustoso produce serotonina y dopamina, así que te genera una especie de adicción.

Nada que rebatir a eso. En cambio, no sé qué hábitos diarios tendrá la gente con la que han hecho los estudios, pero a mí que me dejen vivir. Un premio, una recompensa, un “me lo merezco” es necesario. Y se supone que si te premias con este tipo de comida es porque no es lo que comes normalmente, porque si no, no sería premio. Por eso, ahora que lo pienso, hubo un tiempo en que me premiaba con fruta cuando salía del gimnasio, porque no la comía habitualmente y ahora sí. Por eso no me premio con vasos de agua, ya que me bebo siete al día. Me premio con lo que tomo de tarde en tarde: una copa de vino, unos churros o unos macarrones con chorizo.

Y me premio, y lo voy a seguir haciendo, porque no me premio cada día, no soy mi gato.