Ahora que llegan los días de actividad frenética en la cocina, he pensado en lo importante que es saber ayudar al que se está encargando de ponernos de comer. Y esto no siempre lleva el mismo patrón, hay quien pide un tipo de ayuda y otros que solicitan otra.

A mí cocinar me relaja, me hace pensar en mis cosas y me baja las revoluciones. Me genera mucha felicidad hacer una receta, que vaya oliendo bien, irla probando y ver cómo va evolucionando su sabor hasta dejarla en el punto que me gusta.

Me gusta cocinar sola, sin nadie alrededor. Y me gusta cocinar acompañada, y que me den conversación, me cuenten sus cosas o simplemente estén ahí, en silencio, mirando lo que hago. Pero, en la cocina, como en la vida, no todo el mundo sabe acompañar. Y hay quien más que una compañía se convierte en un estorbo.

Una vez me contaba la periodista gastronómica Rosa Molinero que a ella le pone muy nerviosa estar en una cocina sin hacer nada. Necesita una misión. Conozco a mucha gente a la que le pasa lo mismo que a Rosa, le entra el desasosiego si no tienen una tarea en la cocina. Y esa tarea no es estarse quietas, no. Mirar no les basta. Juana, mi madre, es del equipo de Rosa: le das la muerte a pellizcos si no tiene algo que hacer en la cocina. Si la dejas ahí mirando ves que no, que lo está pasando fatal.

Este verano, la Juana y yo nos metimos varias veces en la cocina juntas. Un día ella me enseñó a hacer pipirrana horcajeña, ya explicaré otro día qué es eso, y otro día yo le enseñé a ella mi receta de las papas con choco en amarillo. La idea era que la que sabía hacer el plato en cuestión le fuera indicando a la otra cómo hacerlo.

Así, la pipirrana la empecé a hacer yo y ella sólo me daba instrucciones. Podéis apostar las dos manos y no las perdéis a que eso duró exactamente 2 minutos. Me quitó varias veces el cuchillo, echó ingredientes a la olla sin decirme cuáles ni en qué cantidad y cuando me descuidaba, ahí estaba ella como un Dj en su mesa de mezclas subiendo y bajando los fuegos con puro frenesí.  

Lo mejor fue el día que me tocó enseñarle a hacer mi receta. Ahí yo sí me puse firme. Le iba diciendo lo que tenía que hacer, cómo, qué cantidades y cuándo ponerlas. Dos minutos me duró la disciplina, claro. Porque la Juana hacía lo que le salía del perejil:

 —Ponemos un poco de pimiento verde —decía yo.

—A mí el pimiento verde en los guisaos no me gusta, no le voy a poner.

—Vale, pues no se lo pongas. Trocea la sepia así.

—Eso es muy grande, los trozos mejor asao.

—Vale, pues como si los quieres hacer en forma de estrella, mamá. Ahora el tomate…

—El tomate lo dejamos para luego, ahora no se le echa el tomate que te estropea las patatas.

Y tenía razón mi madre en todo. Así que, ¿sabéis lo que hice? La dejé a ella cocinando y yo me puse a ayudarla como hay que ayudar al que tiene las cosas claras en la cocina: me serví una copa de fino para mí y a ella le puse una clara.

Y mientras tú cocinas, vamos a hablar de la vida, mamá.