Viñeta de 'Los mitos de Cthulhu', de H.P. Lovecraft y Alberto Breccia

Viñeta de 'Los mitos de Cthulhu', de H.P. Lovecraft y Alberto Breccia

La misantropía como forma de gobierno

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Los políticos actuales parecen criaturas extraídas del Necronomicón, el famoso grimorio arcano del que brotan las monstruosidades del universo lovecraftniano. El ciudadano acepta, con acrítica abulia, que en sus gobernantes no existe un ápice de vocación de servicio y que sus intereses son meramente egoístas.

En ubérrimas ocasiones, quien derrama tinta sobre este manuscrito ha compartido conversación con individuos que justifican a los susodichos cuando estos acometen una de sus variopintas tropelías. "¿Qué puedes esperar de ellos?", escucho. "¿Esperas que no mientan? Es lo que tienen que hacer: están metidos en política", oigo en frecuentes charlas.

Robert Bloch, uno de los autores de horror más insignes del siglo XX, describía en su afamado relato Enoch la tragedia de un extraño hombre que se veía obligado a la comisión de innumerables y brutales asesinatos para establecer la paz con Enoch, un ser demoníaco que habitaba en el interior de su cabeza. Los españoles son víctimas de un Enoch colectivo en que la entidad infernal es su propia estructura política, ante cuya diáfana carencia de escrúpulos el pueblo debe pactar para alcanzar unos resultados socio-económicos frecuentemente desalentadores.

He aquí el quid de esta siniestra cuestión: el pueblo, albergue de una misantropía traslúcida, opina que merece ser gobernado por corruptos, idólatras y mentirosos, nunca por servidores públicos benefactores; por su lado, el gobierno, conformado por los miembros más amorales y psicopáticos de la sociedad (puesto que es esa misma ausencia de límites éticos y su inclinación hacia la traición como método de escalada en la jerarquía lo que ha facultado su estadía en el poder del estado), no solo otorga la razón a las masas de mentalidad misántropa, sino que, apostados en su falta de convicciones y en su desprecio hacia los votantes (considerados meros peones en la partida que les conferirá sus sueños y objetivos), los políticos proyectarán una imagen igualmente misántropa de la demografía gobernada.

En las sociedades germánicas (que no son ejemplo histórico de conducta en ningún caso y que no deben ser reverenciadas), al menos se mantiene una pátina de decoro que obliga a los parlamentarios a atender unos mínimos requisitos de pulcritud personal y a transmitir, por encima de cualquier otra cualidad, una devoción únicamente reservada a la vocación de servicio. Al igual que el papado, el gobierno, en instancias elevadas, debería estar reservado a mártires, no a oportunistas. El gobernante perfecto es alguien que no desea el poder, que está dispuesto a inmolarse por el bien del colectivo y que no entiende su posición como un honor, sino como una rémora.

Si buceamos en las páginas de El faro, historia comenzada por Poe y terminada por Bloch, seremos capaces de abundar en sensaciones que, en primera instancia, pueden sonar apetecibles, como la soledad y la tranquilidad, pero que, en exceso, se revelan como una desquiciante tortura. Émula situación acontece con el poder: quien lo empuña ha de ser responsable y consecuente, pues terminará por ser víctima de él. Como reza el dictum de Acton: "El poder tiende a corromper, y el poder absoluto tiende a corromper absolutamente". Esta frase adquiere una dimensión mayor si quien ostenta el báculo es, como en el caso de la política española, un ser amoral.

Instalada en un sentido que supera el del leviatán hobbesiano (ya que los individuos no estarían pactando con una entidad estatal que únicamente ostente el monopolio de la violencia, sino también una fracción importante de la delincuencia), la jerarquía institucional en el país ibérico responde a la asimilación popular de una cosmovisión misántropa y carente de autoestima que no cree que merezca ser salutíferamente gestionada, lo cual deriva en una indulgencia incomprensible hacia sus opresores.

Como si del Tren Infernal de Bloch (cuyas páginas describen un pacto con el diablo en que el mortal intuye la naturaleza siniestra del trato, mas decide omitir su peligrosidad), el ciudadano le entrega las llaves de su ciudad a sujetos construidos a base de traiciones sin cuestionar sus actitudes, auto-convencidos de que sus actos son aceptables.

Asimismo, en su celebérrimo Vampiro estelar, Bloch retrata una bestia hematófaga de inmenso poder, pero que habita en los luceros y es invisible; solo puede verla el espectador cuando se tiñe con la sangre de sus víctimas. Los gobernantes no son distintos: vampiros estelares que pueden lacerar sus responsabilidades en cualquier momento, mas sobre los que el ciudadano promedio no sitúa la lupa hasta que incurren en una transgresión imperdonable.

Es notorio que la política que nos envuelve necesita de una profunda y sustantiva reforma desde el instante en el que sus figurantes más relevantes parecen extraídos no de los efluvios de la República de Platón, el Diccionario filosófico de Voltaire o de la Utopía de Tomás Moro, sino de las negras destilaciones del prohibido Necronomicón.