José María Ángel, ex comisionado para la dana.

José María Ángel, ex comisionado para la dana.

Titulitis

Fernando María Gracia
Publicada
Actualizada

Ahora resulta que el problema es la titulitis. El exceso de títulos, la inflación de másteres, el aluvión de diplomas y certificados. Una sociedad enferma de estudios, nos dicen, como si haber pasado por la universidad fuera una dolencia y no un derecho. Pero no nos engañemos, la cacareada titulitis no es la enfermedad, es apenas un síntoma leve. Lo que realmente nos aqueja, y con fiebre alta, es otra cuestión. Una caradura estructural, una impunidad rampante y una alarmante tolerancia al fraude académico, administrativo y ético.

Porque sí, hay titulitis, claro que la hay. Y a veces, hasta puede ser ridícula. Pero no es lo mismo apuntarse a cuanto curso telemático ofrece el mercado, de entidades de dudosa o ninguna calidad ni respaldo académico oficial, que presentar un título inexistente como si fuera verdadero, falsificando un documento oficial, y cobrar gracias a él un sueldo público durante años. No confundamos al estudiante entusiasta con el impostor profesional. No pongamos en la misma balanza al que se esfuerza por mejorar su formación con el que, directamente, se la inventa. Y no es lo mismo inventarla y usarla para inflar un curriculum que presentarla como documento oficial en una selección para un puesto público.

Estamos ante una delicada, y cada vez menos excepcional, bifurcación entre dos formas de fraude. La atribución de méritos de nulo valor, barnizados con mucha edición, presentación y sello de institución fantasma, y la falsificación pura y dura de documentos oficiales. La primera es, si se me permite el tono, una forma sofisticada, aunque ridícula, de humo. La segunda, un delito. Y ambas, si no se corrigen, tienen el mismo efecto, erosionar la credibilidad de todo el sistema de acceso al mérito y al servicio público.

La trampa ya no se esconde, se institucionaliza. Se normaliza con una sonrisa ladeada y la frase ritual del "bueno, todo el mundo hace lo mismo". El mérito se convierte en decorado, el esfuerzo en estorbo, y el expediente académico en papel mojado, salvo que venga convenientemente laminado y firmado por alguna entidad de nombre exótico pero sin validez jurídica alguna. Aun así, ahí lo plantan, con solemnidad, en el currículum. Porque la clave no está en el conocimiento, sino en la apariencia del conocimiento. Al final todos los justos son sospechosos de ser también pecadores.
Y mientras tanto, el ciudadano que sí estudia, que se endeuda para poder hacerlo, que compagina trabajo y clases nocturnas, que invierte años en formarse con rigor, es desplazado por el listillo con diploma de pega, cuando no con diploma de pega y sonrisa institucional. No hay burla mayor para una sociedad que se dice moderna y justa que permitir que el embustero tenga más posibilidades de ascenso que el honesto.

No, señores, no es la titulitis el problema. El problema es que vivimos en un país donde un caradura tiene más proyección que un currante, y donde las consecuencias de mentir pesan menos que las de decir la verdad. La titulitis puede molestar, pero lo que de verdad debería alarmarnos es la impunidad con que se mueven los falsarios, la naturalidad con la que se integran en las instituciones, la facilidad con la que prosperan, y la desidia con la que se toleran.

Así que no nos distraigan. No desvíen el foco hacia el exceso de títulos cuando el verdadero exceso es el de tolerancia frente al fraude. No ridiculicen al que estudia, cuando el que merece ser señalado es el que engaña, cobra y calla. Porque esto, más que una cuestión de currículos inflados es una cuestión de dignidad colectiva y en ese terreno, créanme, vamos perdiendo por goleada.
Y no, no tiene ninguna gracia. Precisamente por eso conviene decirlo con ironía, porque es demasiado serio para seguir callando.