Sánchez y Ábalos.

Sánchez y Ábalos.

Hombre bueno, hombre malo

Fernando Domínguez
Publicada

La democracia no es un sistema que funcione por sí solo. Su supervivencia depende de una vigilancia constante. En tiempos donde la política parece un gran teatro de excusas, exige límites al poder, instituciones fuertes… y una desconfianza razonable hacia quienes mandan.

Sin embargo, en España se ha instalado —como un dogma de fe disfrazado de buenismo— una peligrosa convicción: que el ser humano es bueno por naturaleza, y que es el sistema quien lo pervierte. Esta idea, salida de los escritos de Rousseau y adoptada por cierta izquierda postmoderna, ha generado más indulgencia que justicia, más coartadas que responsabilidad.

Según esta lógica, si se eliminan las injusticias estructurales y se devuelve al ser humano su libertad esencial, florecerá su bondad innata. Suena noble. Pero cuando esta idea se aplica sin matices a la política y la gestión pública, se vuelve tóxica.

Aplicado a los que detentan el poder, si el ser humano es esencialmente bueno, entonces la corrupción no es culpa suya, sino del entorno. Así, los políticos dejan de ser corruptos y pasan a ser "víctimas del sistema"; el robo se vuelve "inevitable", el nepotismo "comprensible" y la inacción "circunstancial". Todo se diluye en una sopa moral donde nadie rinde cuentas y todo se justifica.

Y bajo esa mirada indulgente, el clientelismo en ayuntamientos, los escándalos de financiación ilegal, el uso partidista de las instituciones... todo queda relativizado. "Es lo que hay", "todos lo hacen", "el sistema está podrido". No importa si se trata del PP, del PSOE, de Podemos o de cualquier sigla: siempre hay una excusa ideológica o estructural para no hablar de lo que es, simple y llanamente, corrupción.

Pero mientras se excusan entre ellos, los problemas reales de la ciudadanía se siguen acumulando como facturas impagadas.

Tenemos leyes mal pensadas que generan más caos e indefensión que soluciones. Se legisla para aparentar, no para resolver. Mucho anuncio, mucho bombo... y resultados absurdos: como multas desproporcionadas por tener un pez en el acuario o leyes sobre aire acondicionado para animales mientras miles de personas viven hacinadas o sin poder pagar su alquiler.

Y qué decir de la Justicia. Colapsada, politizada, utilizada como ariete por unos y escudo por otros. Fiscales que actúan como abogados del Gobierno y jueces sometidos al ruido mediático. ¿Es este el "orden natural" de la virtud?

El poder no es inocente. Se protege a sí mismo. Y lo más alarmante no es la corrupción visible. Es la invisible. La que opera desde las cloacas del sistema: comisarías que fabrican pruebas, medios que filtran dosieres falsos, fondos públicos utilizados para campañas sucias o chantajes políticos. Esto no es ideología: es crimen de Estado.

Y es ahí donde la ingenuidad del otro se vuelve cómplice de quien ejerce el poder y cree en la bondad natural propia: tiende a autojustificar el abuso que comete y a justificar lo injustificable para el que lo sufre desde fuera. Simplemente, se blinda, no para servir, sino para medrar y sobrevivir, al precio ajeno que sea. Al final, nadie, absolutamente nadie, asume responsabilidades políticas.

Sin vigilancia, el "buen salvaje" se convierte en déspota. ¿Dónde está la bondad natural rousseniana, tan manida? Como mucho, deviene en excusa moral.

La democracia no puede sostenerse en la fe ciega en la virtud humana, y menos aún en la virtud propia desde el poder. Debe construirse sobre controles, límites y, sí, cierta desconfianza.

Porque cuando te roban con una sonrisa y tú aplaudes, no estás siendo bondadoso: estás siendo cómplice.

Y el precio lo pagas tú. Con alquileres que no puedes sostener. Con contratos que no te dejan vivir. Con listas de espera que te arrastran durante meses. Con una política reducida a propaganda y una ciudadanía casi anestesiada que ha olvidado que el poder no se respeta: se vigila.

Hay que despertar. Y exigir. La democracia no necesita santos. Pero tampoco puede permitirse más ingenuos. Ha llegado el momento de que la sociedad civil recupere su sitio, se sacuda el complejo de víctima y empiece a exigir cuentas.

No más partidos que lo controlan todo. No más redes clientelares. No más estructuras que se alimentan de nuestro conformismo.

Hay alternativas. Hay que dejar de mirar hacia arriba y empezar a mirar alrededor, organizarse e  informarse... y actuar.

Porque si seguimos tragando el cuento de que el poder piense que todos somos buenos por naturaleza, el resultado es que los peores seguirán mandando.