Cuando se llenan los periódicos de análisis y noticias sobre los desastres que deja a su paso la invasión rusa de Ucrania, la magnitud de las cifras de muertos y damnificados eclipsa la cobertura del horror individual. Es decir, la historia trágica de cada uno de los que viven y mueren bajo el fuego de la artillería.

El Premio León de EL ESPAÑOL a la Solidaridad que entrega hoy jueves este periódico a las mujeres de Mariúpol, junto al reportero, filósofo y colaborador de la casa Bernard-Henri Levy, testigo directo del horror, reivindica la nobleza de una causa justa.

Durante casi tres meses, decenas de mujeres resistieron refugiadas en la acería Azovstal, asediada por las tropas rusas y los bombardeos, sin apenas agua, alimentos o medicinas, y acompañadas de los cadáveres de quienes no salieron adelante. Sus infiernos particulares no acabaron ahí. Muchas de las que viven para contarlo fueron tomadas prisioneras durante meses por los rusos y sufrieron actos que todavía les cuesta verbalizar.

Kateryna Polishchuk (22 años), una de las supervivientes liberadas, y Olha Andrianova (26 años), esposa de uno de los desaparecidos, han viajado hasta España para recibir, por su valentía y en representación del resto de ellas, el reconocimiento a su dignidad por parte de este periódico, y en nombre de toda una sociedad española que se solidariza unánimemente con Ucrania.

No cabe duda de que la resistencia ucraniana necesita que los países occidentales arrimen el hombro. Que agilicen el envío de artillería. Que proporcionen sistemas adecuados de defensa antiaérea. Que aumenten su compromiso con Ucrania cuando Rusia endurece los ataques y amenaza con el uso de armas nucleares. En este sentido, cobra un valor adicional el viaje del ministro José Manuel Albares a Kyiv, que incluye el envío de ambulancias y generadores de energía cuando el suministro eléctrico está gravemente comprometido en buena parte del país.

Pero la ayuda material, económica y diplomática tiene que ir de la mano del apoyo moral. Sería un error menospreciar el valor intangible de la solidaridad, de transmitir que su sufrimiento no acaba en ellos mismos.

Kateryna y Olhan relatan en una entrevista para este diario que, para arrebatarles toda esperanza, los carceleros rusos insistían en que nadie se acordaba de ellas. Que el mundo les ignoraba. Que nadie las esperaba ahí fuera. Al salir descubrieron que no era así.

Kateryna y Olhan son el rostro humano de la guerra. Sus conmovedores relatos recuerdan la importancia de no ceder a las extorsiones del régimen criminal de Vladímir Putin. Ni a las trampas tendidas por los diplomáticos, propagandistas y palmeros del Kremlin que reclaman la cesión de territorios. O, lo que es lo mismo, el abandono a su suerte de cientos de miles de compatriotas en el sur y el este del país, donde vivían ellas.

Sus relatos interpelan al mundo, además, para que los crímenes de guerra y el exterminio sistemático de ucranianos no queden impunes cuando todo acabe. Para que Occidente se implique tanto en la defensa como en la reconstrucción de un país que resiste, con ferocidad y al precio más alto, a un totalitarismo que amenaza con arrastrar al continente de nuevo a las tinieblas.