Michael Boulos, Tiffany Trump, Ivanka Trump y Jared Kushner.

Michael Boulos, Tiffany Trump, Ivanka Trump y Jared Kushner. Instagram

Reportajes

Los intereses de Trump en Gaza y Nigeria son los de sus yernos Jared y Michael: "El arte del trato ha sustituido a la diplomacia"

Entre amenazas, promesas de reconstrucción y acuerdos millonarios, la diplomacia de Trump, husmeando en África y Oriente Medio con la lógica de fondo de una empresa familiar.

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Denver (EEUU)
Publicada

Donald Trump quería el Nobel de la Paz. Lo decía con la misma fe con la que otros encienden velas. Estaba convencido de que la historia le debía una medalla y un altar. Pero Oslo no le llamó.

Unas semanas después, una noche cualquiera sentado en el sofá de su casa, escribía en Truth Social: "Si el gobierno nigeriano continúa permitiendo el asesinato de cristianos, Estados Unidos podría entrar en ese país, con todas las armas en la mano, para aniquilar por completo a los terroristas islámicos".

El mensaje sonó como un trueno antiguo: una amenaza pronunciada con tono de cruzada. En un solo post, un país casi invisible para Washington se convertía en el nuevo escenario de su lucha personal.

Trump ordenaba incluir a Nigeria en la lista de "países de especial preocupación", hablaba de sanciones, de intervención, y volvía a envolver la política exterior en palabras de fe: paz, martirio, redención. En Abuja lo llamaron injerencia. En Washington, nadie supo muy bien de qué hablaba. ¿Por qué Nigeria? ¿Por qué ahora?

Quizá la respuesta no esté en los mapas, sino en los árboles genealógicos. Su yerno, Michael Boulos, se crió en Lagos; su consuegro, Massad Boulos, dirige un conglomerado de negocios en el país y asesora hoy a la Casa Blanca en asuntos relacionados con África. Y Nigeria no es la única.

En Oriente Medio, Jared Kushner vuelve a moverse entre bastidores, mediando en Gaza mientras su fondo gestiona miles de millones de dólares saudíes. En Riad, el mismo capital que sostiene los rascacielos y campos de golf de la familia Trump impulsa la nueva cooperación militar con Washington.

Tres países. Tres intereses que se entrelazan. Y una política exterior que, poco a poco, empieza a parecerse, cada vez más, a una empresa familiar.

Nigeria, evangelio según los Boulos

Nigeria nunca había ocupado un lugar central en la política exterior de Estados Unidos. Ni aliado estratégico ni enemigo declarado, apenas figuraba en el radar de Washington hasta que el apellido Boulos empezó a circular por los pasillos de la Casa Blanca.

Michael Boulos, marido de Tiffany Trump —con quien se casó en noviembre de 2022 en Mar-a-Lago—, creció en Lagos, en el entorno de una familia libanesa asentada allí desde hace décadas.

Su padre, Massad Boulos, levantó su fortuna vendiendo camiones y maquinaria industrial y, con el tiempo, se convirtió en un empresario con ciudadanía nigeriana y acceso directo al poder.

Donald Trump partiendo hacia Palm Becha, Florida.

Donald Trump partiendo hacia Palm Becha, Florida. EFE

En 2023, cuando Trump era todavía candidato, aunque ya hablaba como un jefe de Estado, Boulos fue recibido por el presidente Bola Tinubu y aseguró hablar "en nombre del 'presidente' Trump".

Entonces pareció un error; hoy suena a preludio de lo que se avecinaba. La familia Boulos encarna la versión más literal del trumpismo global: un entramado de intereses personales que se presenta como política exterior.

Massad Boulos no es diplomático ni asesor con rango formal, pero desde hace meses actúa como enlace oficioso para África. En su entorno lo describen como "un hombre de negocios con vocación de emisario", capaz de moverse con soltura entre presidentes y magnates. Su ascenso ilustra un nuevo orden que Trump impone al mundo: la sustitución de la diplomacia por la familiaridad y de la política por el interés propio.

El académico Alexander Thurston, profesor en la Universidad de Cincinnati y especialista en religión y política en África Occidental, advierte que "la figura de Boulos resume la confusión entre lo privado y lo público que caracteriza esta administración". "No es raro—añade—: Trump convierte la lealtad personal en principio de gobierno".

Detrás del brillo de magnate internacional, el imperio Boulos es más modesto de lo que aparenta. Las empresas que controla en Nigeria tienen un tamaño discreto y rentabilidades muy lejos de los aires de grandeza con los que se pasea.

Nadie ha demostrado que la amenaza de sanciones y la retórica bélica hacia el país respondan directamente a sus negocios, pero las coincidencias son difíciles de ignorar.

El primer país africano que Trump coloca en el punto de mira es, precisamente, el lugar donde su familia política tiene ciudadanía, inversiones y pasado. En el ecosistema de poder del presidente, la geografía del capital suele marcar la dirección de la brújula moral. El discurso con el que Trump justifica sus amenazas es, sin embargo, más religioso que económico.

Nigeria, un país dividido entre el norte musulmán y el sur cristiano, encarna el tipo de conflicto simbólico que más fácilmente resuena en su base política.

En Estados Unidos, los votantes evangélicos y católicos conservadores constituyen el núcleo más fiel de su electorado: más del 70 % de los cristianos evangélicos blancos votaron por él en las anteriores elecciones, y siguen siendo su bloque más leal.

Massad Boulos, consuegro de Donald Trump.

Massad Boulos, consuegro de Donald Trump. Reuters

Para ese segmento, la idea del "cristianismo perseguido" funciona como una causa existencial, una cruzada moral que trasciende las fronteras. En declaraciones a El Español, Thurston desmonta esa narrativa con calma.

"Muchos cristianos mueren, sin duda —dice—, pero no existe una persecución sistemática. También mueren musulmanes a manos de musulmanes, cristianos que atacan a musulmanes… reducirlo a un genocidio cristiano distorsiona el cuadro".

El experto lleva años estudiando cómo la religión se instrumentaliza para explicar conflictos que, en realidad, son políticos y económicos. "Trump utiliza Nigeria para hablar a su electorado, no al mundo —añade—, habla a Alabama, a Ohio, a Texas". Es un país lo bastante grande para sonar importante y lo bastante lejano como para no tener consecuencias."

Trump ha sabido explotar ese imaginario con precisión. Hablar de "terroristas islámicos que asesinan cristianos" en un país lejano como Nigeria no busca tanto intervenir en África como avivar una identidad política en casa. Es la vieja retórica del misionero y del cruzado, reciclada en clave electoral.

Cada amenaza militar pronunciada en nombre de los "cristianos oprimidos" funciona como una promesa implícita a su base: la de un presidente que no se avergüenza de hablar de Dios en un país que, según ellos, ha perdido la fe. En esa mezcla de fervor y cálculo está, dice Thurston, la esencia de esta nueva diplomacia, que también se basa en la contradicción.

"Massad Boulos estuvo en Nigeria ofreciendo un mensaje de cooperación y, poco después, Trump lanza una advertencia de guerra. No es incoherencia: es su método. En el mundo Trump, la familia es la institución y el Estado, el decorado".

Nadie en la capital nigeriana cree que una intervención militar vaya a producirse. Tampoco en Washington. Ni siquiera Thurston lo considera una posibilidad real. "He hablado con gente en Washington y el consenso es claro: no habrá tropas. El propio Ejército es reacio a ir tan lejos. Todo indica que es pura fanfarronería de Trump".

Lo que inquieta no es la acción, sino el ruido: la legitimidad que otorga a los extremistas locales, la polarización que alimenta y la forma en que el continente vuelve a aparecer ante los ojos del mundo como un campo de batalla moral.

Gaza, la paz según Jared Kushner

Antes de amenazar a Nigeria con una intervención, Trump había ensayado otra forma de poder en Oriente Medio: hablar de paz mientras soñaba con ladrillos.

En febrero de 2025, apenas unas semanas después de regresar al Despacho Oval, habló desde Mar-a-Lago de su nuevo sueño: convertir Gaza en "la Riviera del Oriente Medio". Prometía hoteles, campos de golf, inversiones extranjeras, un "futuro de prosperidad junto al mar".

Mientras pronunciaba esas palabras, las imágenes del conflicto mostraban barrios reducidos a polvo, hospitales colapsados y miles de muertos tras meses de violencia y represalias cruzadas. "Será el proyecto más hermoso de mi mandato", dijo. Aquella idea fue recibida con indignación internacional, incluso dentro de su propio gabinete. En pocas semanas, el lenguaje cambió.

La "Riviera" dio paso a la "reconstrucción". Trump empezó a hablar de "restaurar la paz" y de "crear oportunidades económicas donde antes hubo destrucción". En realidad, no abandonó la visión original: solo la reempaquetó. Detrás del discurso humanitario seguía la misma lógica económica —convertir la posguerra en negocio—, pero ahora con una pátina de fe y diplomacia.

Ahí reapareció Jared Kushner, su otro yerno y aliado más constante. El arquitecto de los Acuerdos de Abraham, los pactos que en 2020 normalizaron las relaciones entre Israel y varias monarquías del Golfo bajo el lema de la fe compartida, regresó al escenario con un papel renovado.

Si entonces actuó como emisario del presidente, hoy lo hace como su socio. Los dos hablan de paz, pero en su vocabulario esa palabra suena a inversión.

Jared Kushner, yerno de Donald Trump, reunido con Netanyahu.

Jared Kushner, yerno de Donald Trump, reunido con Netanyahu. EFE

Desde 2021, Kushner dirige Affinity Partners, un fondo con sede en Miami que gestiona 2.000 millones de dólares del fondo soberano saudí. No es un dato menor: Arabia Saudí es uno de los países llamados a financiar la reconstrucción de Gaza y la pieza central del nuevo equilibrio en Oriente Medio.

En los primeros meses del nuevo mandato, Kushner viajó a Riad, Doha y Abu Dabi, presentándose como el rostro amable de la nueva política americana: un hombre de negocios que habla de paz mientras negocia inversiones.

Su fondo, respaldado por los mismos capitales que ahora participan en los proyectos de reconstrucción, se ha convertido en el símbolo perfecto de esa frontera difusa entre diplomacia y negocio. Trump lo bendice y lo cita; lo llama —con su habitual grandilocuencia— "el mejor negociador que he visto nunca".

Esta misma semana, Kushner se reunió en Jerusalén con Benjamin Netanyahu para "evaluar los avances del proceso de reconstrucción" y "consolidar la tregua", según fuentes israelíes. La escena resume el dilema: mientras Kushner conversaba con el primer ministro, Trump publicaba en Truth Social que "la paz está más cerca de lo que nadie imaginó".

Jared Kushner, esposo de Ivanka Trump.

Jared Kushner, esposo de Ivanka Trump. Reuters

Detrás de la retórica mesiánica, había un cálculo. Cada acuerdo en Oriente Medio multiplica el valor político —y potencialmente financiero— de la red familiar.

Los medios hablan abiertamente de un "enorme conflicto de intereses", recordando que el mismo hombre que propuso convertir Gaza en "propiedad frente al mar muy valiosa" es ahora quien supervisa los planes de reconstrucción.

El investigador Hussein Ibish, del Arab Gulf States Institute, es claro: "No dejes que el 'Trump Gaza' te engañe. Su propuesta no es un plan de paz, sino una arquitectura de intereses para redefinir el mapa económico del Oriente Medio." Trump no necesita estar físicamente en la mesa para dirigir el juego.

Cada viaje de Kushner, cada llamada con Netanyahu, cada gesto en Riad refuerza su relato: el del empresario que transforma los conflictos en oportunidades. Igual que en Nigeria, la familia vuelve a ser su diplomacia paralela.

El exnegociador de paz Aaron David Miller, hoy analista del Carnegie Endowment for International Peace, lo resume con ironía: "Kushner confunde el arte de la diplomacia con el arte del trato. Para él, el acuerdo es un negocio antes que un proceso."

Y quizá no solo para él. El resultado es una forma de política exterior inédita, casi doméstica: un presidente que sueña con urbanizar Gaza, un yerno que negocia con Arabia Saudí, otro que asesora sobre África. En cada escenario se repite la misma ecuación: idealismo público, beneficio privado.

El oro del desierto

Y al final del mapa, el contrato más brillante de todos estaba en el desierto. Arabia Saudí no solo es el gran cliente de Estados Unidos en materia de armas: también es el corazón financiero del nuevo ecosistema Trump.

Allí confluyen los negocios del presidente, los fondos de Jared Kushner y los intereses del consuegro nigeriano Massad Boulos, que ha explorado oportunidades comerciales en el Golfo.

El vínculo no es nuevo. En su primer mandato, Trump selló con los saudíes un acuerdo armamentístico de más de 100.000 millones de dólares y, tras el asesinato del periodista Jamal Khashoggi —crítico con el régimen y descuartizado en el consulado saudí de Estambul en 2018 por un comando próximo al príncipe heredero—, evitó señalar directamente a Mohammed bin Salman, insistiendo en que el reino seguía siendo un "gran aliado".

Entonces pareció una muestra de pragmatismo; hoy, desde la Casa Blanca, es la base de una relación cimentada en poder y conveniencia. En 2021, el fondo soberano saudí —el mismo que financia a Kushner— invirtió en varias empresas vinculadas al entorno de Trump, incluidas propiedades inmobiliarias y proyectos de infraestructura. Con su regreso a la presidencia en enero de 2025, esas conexiones se han multiplicado.

Analistas en Washington hablan de un "reajuste familiar del poder americano en Oriente Medio": un triángulo en el que los negocios de Kushner abren las puertas, los contactos de Boulos facilitan el acceso a África y Trump capitaliza políticamente ambas rutas.

Donald Trump reunido con Mohamed Bin Salmán, primer ministro y príncipe heredero de Arabia Saudita.

Donald Trump reunido con Mohamed Bin Salmán, primer ministro y príncipe heredero de Arabia Saudita. Reuters

Nada en esa red es ilegal, pero todo resulta incómodo. Arabia Saudí se presenta como un socio en la lucha contra el terrorismo y un aliado en la estabilización regional, pero sus inversiones se entrelazan con los intereses privados que orbitan alrededor del apellido Trump. En el plano institucional, la relación entre Washington y Riad atraviesa un momento de cooperación total.

En mayo de 2025, Trump firmó en Riad un paquete de venta de armas por más de 142.000 millones de dólares, mientras el reino anunciaba inversiones superiores a 600.000 millones en territorio estadounidense. Tras el acuerdo, ambos gobiernos negociaron un pacto de defensa que refuerza la colaboración militar, energética y de inteligencia.

Bajo esa fachada de entendimiento, persisten las grietas: la sombra de Khashoggi, la dependencia del petróleo y el uso del poder económico saudí como instrumento político.

El experto Bruce Riedel, del think tank Brookings Institution y antiguo consejero de seguridad nacional, lo resume con claridad: "Trump y MBS se necesitan mutuamente. El primero busca dinero y reconocimiento; el segundo, legitimidad en Washington. Su alianza no es ideológica, es transaccional."

En los despachos de Washington aún resuena su vieja obsesión: el Nobel de la Paz. Lo menciona entre reuniones y promesas de reconstrucción, como si la historia le debiera un reconocimiento más.

Pero la paz que persigue ya no es un ideal: es una marca registrada. En ella se mezclan petróleo, fe y familia. Y mientras el mundo gira sobre esa alquimia, Trump parece decidido a vender incluso la redención.