Miguel Campos, un administrativo nacido en Vigo en 1970.

Miguel Campos, un administrativo nacido en Vigo en 1970. Helena Perelló EL ESPAÑOL

Reportajes

Compartir piso con 67, 57 o 55 años, el drama de Penélope, Augusto o Miguel: "No es la vida que te has planteado, deprime"

El aumento del precio del alquiler en las ciudades españolas lleva a muchas personas a alquilar habitaciones en pisos compartidos. La práctica aumenta en las personas mayores de 50.

Más información: Nieves, la primera paciente de España a la que trasplantan un corazón y un pulmón 'resucitados'

Helena Perelló
Publicada

2016 fue el año en que Miguel Campos, administrativo de profesión nacido en Vigo en 1970, volvió a España. Había pasado 14 años en América Latina, donde llegó de viaje y se acabó quedando por amor. Campos decidió empezar una nueva etapa en Barcelona, una ciudad que le recibió como lo hace con tantas personas que buscan en ella oportunidades: sin garantías. Y así fue cómo Miguel, a sus 46 años, después de una vida adulta vivida a su manera, volvió a compartir piso.

Unas grandes gafas rectangulares resguardan su mirada atenta. Alrededor de los labios gruesos, algún pelo rebelde desentona en la perilla blanca y revela que, cuando Miguel tenía cabello, este era posiblemente oscuro. Campos ya había compartido vivienda en una ocasión, a finales de los 90.

Fue en la localidad asturiana de Avilés, con un amigo que le pidió quedarse en su casa: "Recuerdo que era una situación desahogada, yo no tenía necesidad de compartir". Pero en Barcelona, ese 2016, la convivencia tenía mucho más que ver con la precariedad que con la amistad. Reconoce que al principio se sentía un poco extraño, "pero veía que era una realidad bastante extendida".

Cada vez mayores

Según datos del portal inmobiliario Fotocasa, alrededor del 20% de las personas que comparten vivienda en España tiene entre 45 y 75 años. Asimismo, en 2024 el 55% de quienes alquilaron habitaciones lo hizo por no poder pagar un alquiler completo, 11 puntos más que el año anterior. Se trata de una realidad creciente: cada vez, el perfil de quien comparte piso se va alejando más del de persona joven que estudia y se acerca más al de persona adulta que trabaja. En 2024, la media de edad llegó a 33 años, mientras que en 2020 fue de 31, y en 2017, de 29.

El portal inmobiliario identifica dos motivos que llevan las personas a alquilar habitaciones: los altos precios del arrendamiento y la precariedad laboral. Representantes del Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Madrid explican esta precariedad a través de los bajos salarios y la inestabilidad laboral y hacen mención también del encarecimiento de la vida. Todo ello "ha hecho que muchas personas que en otro momento podían vivir solas ahora se vean obligadas a compartir". Quienes se encuentran en esta situación suelen estar solteros o separados, ser jóvenes o estar estudiando.

“La precariedad no es sólo juvenil, sino estructural.”

Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Madrid.

Según los cálculos de esta organización, actualmente, "una persona en Madrid necesita cobrar al menos 2.500 euros netos al mes para vivir sola sin destinar más del 30% de su sueldo al alquiler". Cada vez más personas tienen grandes dificultades para acceder a un alquiler en las ciudades españolas, independientemente de la edad que tengan.

"La precariedad no es solo juvenil, sino estructural", señalan con contundencia desde el Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Madrid. Por ello, en estos casos, compartir no es una elección, sino "una consecuencia del mercado de la vivienda regulado a favor de los rentistas".

Cuando Miguel Campos llegó a Barcelona, se convirtió en una de las muchas personas que alquilan habitaciones en España. Se fue a vivir al barrio del Eixample, con un chico con quien pronto la convivencia empezó a ser desagradable.

La falta de espacio privado, la incompatibilidad en la forma de habitar el piso y las diferencias ideológicas acabaron generando situaciones de tensión entre ellos. Poco a poco, Miguel se descubrió a sí mismo buscando excusas para no volver a casa.

Miguel Campos, uno de los entrevistados, en su escritorio.

Miguel Campos, uno de los entrevistados, en su escritorio. Helena Perelló EL ESPAÑOL

El siguiente piso se encontraba en la zona de la Sagrera, también en la ciudad condal. Allí vivían María y Laura, que pronto se hicieron amigas de Miguel. En la convivencia entre desconocidos existen también historias de éxito, como esta. "Hay una cierta lotería de quién te toca", comenta Miguel. Se trata, especialmente a estas edades, de una convivencia indeseada entre personas desconocidas: cada una con sus gustos, con su manera de hacer. "La mejor gente tiene sus manías y sus costumbres", explica él, "y a determinada edad yo ya no quiero cambiar esto que tengo".

A veces, las rarezas de los extraños con quien se cohabita pueden resultar tiernas y ser percibidas con humor. Otras veces, estas rarezas salpican a los compañeros de un modo desagradable; en ocasiones, incluso, violento. En palabras de Miguel, "no es que te toque vivir con un maltratador, que ocurre, pero es una situación que no eliges".

La hostilidad dentro de casa

Penélope (pseudónimo) es canaria, tiene 67 años y en el momento de la entrevista aún vive en Madrid. Elige este pseudónimo por Penélope Glamour, el personaje de ficción de Los autos locos, unos dibujos animados que se emitieron en España a finales de los años 70. "Ella tenía un cochazo", comenta. Penélope, la de carne y hueso, no tiene coche, pero también es alta y delgada y tiene el pelo claro y liso, como el personaje.

Ha pasado 16 años compartiendo en más de 30 pisos diferentes de la capital, mayoritariamente sin contrato. Ahora, está planeando irse – prefiere no decir a dónde. Está buscando un sitio menos hostil, donde pueda sentirse un poco más en casa o, como mínimo, un poco menos en peligro.

Si pudiera elegir, ¿cómo le gustaría vivir? "Yo estoy buscando la opción de algo que se llama…". Desliza el dedo índice por la pantalla táctil de su móvil. "Lo que pasa es que tienes que pagar. Ay, ¡Cómo se me cae el pelo! El estrés me tiene…", continúa, sin responder a la pregunta. No dice si quisiera vivir en un apartamento, ni tampoco en un palacio. Tampoco, si le gustaría que fuera en la ciudad o en un pueblo, si cerca del mar o en la montaña, si sola o acompañada.  no habla de sus deseos: habla de su forma de sobrevivir.

“Los sueldos son muy bajos, la vida es más cara. Si ganas 1.200 euros, no vives.”

Penélope, de 67 años

Trabaja como profesora particular de Matemáticas y Física, pero lo que cobra no le permite alquilar ella sola: "La gente que vive sola es privilegiada". Está divorciada, no tiene hijos y siente que Madrid no está hecha para gente como ella. "Los sueldos son muy bajos, la vida es más cara. Si tú ganas 1.200 euros, no vives", resume.

Pone una hoja de papel encima de la mesa. Debajo de algunas fórmulas matemáticas se encuentra una lista con los principales problemas de la convivencia: "Respeto de las horas de sueño y de las pertenencias, gastos excesivos, cancelación unilateral del alquiler, agresiones verbales y físicas, nadie quiere empadronar". Penélope asegura haber pasado "un viacrucis". Se ha encontrado con pisos de todo tipo: pisos que olían a pis, pisos cuyos muebles tenían carcoma, narcopisos, pisos donde tenía que dormir "con la puerta pisada" porque el ambiente era hostil, pisos donde le pedían tres meses de fianza, pisos pequeños donde vivían varias familias, pisos donde había violencia machista.

La lista con los principales problemas de la convivencia de Penélope.

La lista con los principales problemas de la convivencia de Penélope. Helena Perelló EL ESPAÑOL

El Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Madrid recoge algunos de los potenciales riesgos en una vivienda compartida: "Precios disparados de 600 euros por habitación, falta de espacios comunes, falta de contratos, subidas arbitrarias del alquiler más allá del IPC, falta de derechos como inquilinas porque solo una persona tiene contrato o porque todas están sin regularizar, problemas de convivencia sin mecanismos de protección, expulsión sin previo aviso, normas abusivas de convivencia".

Se trata de un contexto potencialmente peligroso en el que, en el caso de que las cosas vayan mal, las personas inquilinas están desprotegidas. Habiéndose encontrado con todo esto, hace mucho tiempo que Penélope no se siente en casa en ninguna parte. "La gente que (re)alquila habitaciones, lo hace porque lo necesita. Entonces, la gran mayoría está a disgusto. Terminan tratándote mal porque saben que hay mucha demanda", explica.

El rostro de Penélope es el de una mujer inquieta, pero cansada, una mujer que sigue viviendo una vida muy activa a pesar de rondar los 70 años. Pegada al ojo, tiene una mancha morada. Explica que esa marca es la consecuencia de una grave infección ocular que cogió compartiendo piso: "Descubrí que la señora se lavaba los pies en el lavamanos. Yo me ponía ahí las lentillas". Han pasado años. La infección pasó, pero la mancha sigue, oscura, justo en el centro de su rostro.

Conseguir una habitación

Antes de conocer los riesgos de la convivencia, se debe superar el paso previo: conseguir una habitación. En ciudades como Madrid o Barcelona, no suele ser fácil. Elisabeth Navarrete, granadina nacida el 1972, se ha atrevido a intentarlo. Abogada de profesión, decidida a dar un giro a su carrera, está opositando como auxiliar administrativa y, para conseguir una plaza, le conviene trabajar como interina en cualquier zona de España.

La llamaron de la UNED, de Madrid, para hacer una sustitución de varios meses y, a pesar de vivir felizmente en Granada con su marido y sus hijas, se lanzó a la aventura. El plan era ir a trabajar unos meses a la capital, ganar puntos como opositora y regresar al final de la sustitución con mejores perspectivas laborales. Tenía cinco días para encontrar piso, pero la crisis de la vivienda se cruzó en su camino.

“Métete en cualquier página y verás que a la gente de 50 no nos quieren en ningún lado.”

Elisabeth Navarrete, abogada nacida en 1972

Desde Granada, llamó a los teléfonos de contacto de varios anuncios publicados en portales web y plataformas de alojamientos temporales. En la mayoría de los casos, sin respuesta. "Métete en cualquier página y verás que a la gente de 50 no nos quieren en ningún lado", comenta con preocupación Elisabeth, al otro lado del teléfono. "De todos los anuncios, solo en dos ponía que la edad de la gente que buscaban era de 18 a 99 años. El resto todo eran hasta 32". Solo hace falta echar un vistazo a los anuncios de los portales web para comprobar que los requisitos de edad son frecuentes.

Como resultado, Elisabeth solo tuvo una oportunidad real de alquilar una habitación: en ese piso, habría convivido con una joven de 28 años y un hombre de 57, cosa que no le convencía. Empezó a plantearse una serie de cuestiones: "¿Con quién me estoy metiendo a convivir? ¿Dónde me estoy yendo a convivir? ¿Existirá ese piso?". Le propuso al casero hacer una videollamada para conocerse y se acabó de convencer de alquilar la habitación: "Le dije que sí a todo, pero me dijo que había otra chica interesada, que tenía 28 años". Finalmente, Elisabeth tuvo que renunciar al trabajo porque no consiguió una habitación a tiempo.

El Sindicato de Inquilinas e Inquilinos de Madrid explica que "el mercado prioriza a personas jóvenes con perfiles que consideran más atractivos o fáciles de gestionar". La consecuencia de este prejuicio es que "muchas personas de mediana edad se encuentran con rechazo sistemático". Pero la edad no es la única barrera de entrada en el alquiler de habitaciones: "En el sindicato vemos a diario cómo las personas racializadas y migrantes enfrentan barreras adicionales para alquilar una vivienda".

Numerosos estudios plantean que en España el racismo y la xenofobia suponen importantes trabas en el acceso a la vivienda. Las investigaciones de Provivienda recogen que la discriminación directa es cada vez más frecuente en el mercado del alquiler, una práctica que en 2024 ya aceptaba el 99% de las inmobiliarias. Los factores de discriminación más habituales son el acento o la barrera idiomática, los rasgos raciales e indumentaria y la presunción de precariedad económica, además de una doble discriminación a familias extranjeras con hijos, ya que a menudo los menores no son bienvenidos.

Perder la ambición

Augusto Padilla, nacido en Caracas el 1967, se fue a vivir a Madrid a los 19 años con sus padres y hermanos, pero sigue teniendo acento venezolano. En la búsqueda de una vivienda para alquilar, él dice, siempre hay algo: "O no hay antigüedad en el trabajo, o eres autónomo, o ya te va a vencer el contrato laboral". Comparte un episodio de racismo que vivió durante una búsqueda de piso en Madrid: "Llamé al tío y me dijo que el piso estaba alquilado. E imagínate tú, que llamó mi exmujer (española) y le concertó la visita". Cuenta entre risas que, aún separados, ambos firmaron el contrato.

Augusto se considera una persona trabajadora y ambiciosa. "Soy un burro de carga. He trabajado toda mi vida, muchas horas y con mucho trabajo físico. Pero bueno, soy muy arriesgado, me gusta el dinero". Es un hombre corpulento, de voz aguda y paso largo. Viste vaqueros y zapatillas deportivas y unas gafas de pasta verde. Tiene los ojos grandes y luce un cabello oscuro peinado con intención, a pesar de tener entradas.

Augusto Padilla, uno de los entrevistados, caminando.

Augusto Padilla, uno de los entrevistados, caminando. Helena Perelló EL ESPAÑOL

En España, durante los años 90, este venezolano se labró una buena carrera como transportista autónomo, llegando a tener cuatro camiones. Las cosas iban bien, también en el plano personal: Augusto se casó, tuvo un hijo y compró un piso con su mujer en una zona céntrica. Pero las cosas empezaron a torcerse cuando la pareja se separó en 2007. Ella se quedó el piso en Madrid, donde vivía con el pequeño, y él una casa que habían comprado en Venezuela para veranear.

Augusto volvió a su país, donde estuvo trabajando unos años, pero la distancia respecto a su hijo y el deterioro de la situación en Venezuela le empujaron de nuevo a migrar en 2017. De vuelta en Madrid, alquiló un piso con su pareja del momento, una venezolana que se mudó a España para estar con él, "pero la relación no cuajó y ella se volvió a Venezuela".

Con el contrato de alquiler ya firmado y una permanencia de seis meses, Augusto se mudó él solo a la vivienda, un piso pequeño de tres habitaciones. Durante la pandemia, tras una importante bajada en los ingresos, decidió arreglar las habitaciones y realquilarlas.

“Querría poder pagar, aunque fuera un piso de una sola habitación, sin que eso significara ahogarme.”

Augusto Padilla, de 57 años

Ante la pregunta "¿Dónde te gustaría vivir?", él responde que querría "poder pagar, aunque fuera un piso de una sola habitación, sin que eso significara ahogarme". Con su salario, de unos 1.400 euros, eso, en Madrid, actualmente es imposible. "La verdad es que no quería compartir, lo hice por la situación económica. Yo nunca he vivido con la puerta cerrada, pero ahora toca", señala con resignación.

Augusto tiene 57 años y, si los precios no bajan, tendrá que jubilarse desde una habitación en alquiler. ¿Cómo lo ve él? "Pues lo veo jodido. Vivir jubilado con la pensión mínima, que es lo que me va a tocar, tener que compartir piso…". La voz de Augusto, una persona que parece capaz de adaptarse a cualquier presente, se oscurece cuando habla del futuro. Junto a su cuñado tenían un plan que cada vez parece menos realizable: comprar conjuntamente una vivienda en Alicante, "una cosa modesta, de 50.000 o 60.000 euros, para jubilarse y no tener que compartir". A pesar del carácter alegre de este venezolano, la chispa que hay en su mirada se apaga cuando habla de perder la ambición.

El inquilino intermediario

Un aspecto positivo para Augusto es que, a pesar de compartir piso igual que sus compañeras, él juega en una liga diferente: él es el intermediario. El contrato de alquiler está a su nombre, y las habitaciones están realquiladas. Esto significa que él es el responsable ante el propietario y dentro de la casa: puede marcar unas normas de convivencia, gestionar los conflictos y decidir quién entra y quién sale del piso. Ocupar este rol le permite tener más control en la vivienda y, así, mayor tranquilidad a nivel personal.

A unos cientos de kilómetros de Augusto, María (pseudónimo) también ocupa la posición de inquilina intermediaria. Nació en Badajoz el 1957, pero vive en Barcelona desde niña. Alquiló su vivienda actual en 1985 con un contrato de renta antigua: es decir, un contrato de alquiler indefinido a un precio muy por debajo del de mercado. María tiene un hijo y una hija. Se separó en el 2000 y empezó a compartir piso una década más tarde.

Desde hace 15 años, María convive con Laura, una amiga que se ha convertido prácticamente en familia. Bromea: "Las vecinas se deben pensar que somos pareja". Aparte de esta compañera, han pasado por el piso 4 o 5 personas más. Una de ellas fue Miguel Campos, que vivió con ellas durante seis años: "La gente que ha estado (en el piso), ha estado mucho tiempo". Explica María que, a pesar de que han tenido alguna mala experiencia, el ambiente suele ser muy bueno: "Estamos bien, cada uno hace lo que tiene que hacer, tranquilos".

“Nunca he ganado tanto como para comprarme un piso. Yo nunca he podido ahorrar.”

María, jubilada de 67 años

A sus 67 años, María está jubilada. Trabajó como administrativa y como empleada en una tienda de fotografía, pero en su carrera ha habido algunos parones. "Yo empecé a alquilar cuando me separé de la segunda pareja, porque estaba cobrando la ayuda de más de 52, que eran 400 y pico euros", y añade: "Entonces, te preguntan: '¿Tú por qué alquilas una habitación?'. Pues porque no me queda más remedio, porque yo estaría muy a gusto en mi casa, sola". En una ocasión, el año 2000, la propietaria del piso le propuso vendérselo. El banco le ofreció una hipoteca que le costaba lo mismo que ingresaba al mes: 1.200 euros. No hace falta decir que rechazó la oferta. Ha vivido siempre de alquiler: "Soy muy realista. Nunca he ganado tanto como para comprarme un piso. Yo nunca he podido ahorrar".

María es consciente de que los actuales propietarios (los hijos de la propietaria) podrían ganar mucho más dinero con otro inquilino: "Yo sé que los dueños quisieran que yo me fuera de aquí, porque meten a alguien y paga mucho más". Aun así, consigue estar tranquila. Primero, justamente porque el contrato indefinido la protege. Segundo, porque los propietarios viven fuera y parece que no tienen planes con el inmueble. Tercero, porque si tuviera que preocuparse por eso no podría vivir tranquila: "Tampoco puedes estar 40 años pensando que te van a echar, tienes que vivir el momento presente".

Augusto Padilla es inquilino intermediario.

Augusto Padilla es inquilino intermediario. Helena Perelló

Pero la situación tiene consecuencias: "A mí no me sale a cuenta decirle al propietario que me arregle nada. Prefiero pagar yo lo que pueda pagar". Para evitar problemas y mantener un perfil bajo, María acaba asumiendo gastos que no le corresponden, como las reparaciones habituales o la instalación de un sistema de calefacción en el piso. "Un día la dueña me llamó y me dijo 'Cuídame el piso'. Yo le dije: 'Señora, yo el piso se lo voy a cuidar porque llevo 30 años viviendo aquí, no voy a destrozar las cosas con un hacha'", cuenta.

María es una de las pocas personas cuyo contrato la protege del aumento en los precios de mercado. Solo el 7,65% de los contratos de alquiler – los de renta antigua y los de alquiler social – brindan seguridad ante las fluctuaciones. Esta desprotección es el resultado de, entre otros factores, las políticas públicas, como el Decreto Boyer, que en 1985 acabó con los contratos indefinidos o la reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) de 2013, que redujo el plazo contractual de 5 a 3 años y eliminó la opción de compra preferente del inquilino. A pesar de las posteriores reformas de la LAU, que recuperaron los plazos contractuales de 5 y 7 años, la desprotección ha permanecido.

El Banco de España, por su parte, recoge incrementos de alrededor del 30% en el precio de los alquileres a nivel estatal entre 2015 y 2022; una cifra que superan la Comunidad de Madrid y Cataluña donde, según la Encuesta de Condiciones de Vida, el precio medio ha aumentado un 33,33% y un 30,35% respectivamente, entre el 2014 y el 2023. La situación se agrava dado que cada vez más personas en España viven de alquiler y un 70% de ellas no espera heredar. No es de extrañar que la vivienda sea la principal preocupación para los españoles, según el CIS.

¿Somos libres de elegir dónde vivimos?

En agosto de 2024, Miguel Campos se mudó a Madrid. Desde entonces, comparte piso con dos personas en la zona de Carabanchel. Para la entrevista, propone un antiguo ultramarinos reconvertido en bar moderno. Explica que Carabanchel, un barrio obrero, donde imperan los toldos verdes y el ladrillo a la vista, se está convirtiendo en el nuevo "Soho madrileño": la gentrificación ha llegado a los barrios del sur y suben los precios, también de la vivienda.

Campos comenta que esta habitación no era ni su primera ni su segunda opción. Cuando finalmente se instaló, tuvo un choque de frente con la realidad: "Hostia, que voy a vivir aquí". En Barcelona había tenido la suerte de vivir con amigas, pero la convivencia con personas con quien no se tiene relación es diferente. A pesar de que el piso tiene salón – algo que Miguel buscaba, ya que es habitual que muchos pisos compartidos no tengan –, él no suele usarlo. Prefiere estar en su espacio. "Yo siento que vivo en una habitación", comenta. En su vivienda actual, Miguel no ha llegado a sentirse en casa.

“Que a determinada edad tengas tu plan de vida y no lo puedas desarrollar es algo que te va afectando: es deprimente.”

Miguel Campos, administrativo nacido en 1970

A nivel personal, las consecuencias de compartir piso pueden ser muchas, especialmente cuando no hay perspectiva de dejar de hacerlo: "Que a determinada edad tengas tu plan de vida y no lo puedas desarrollar es algo que te va afectando: es deprimente, es estresante. No es la vida que te has planteado". Todo esto puede afectar gravemente la salud mental: "Hay un montón de gente que, si pudiera vivir sola o sin determinadas presiones para subsistir, quizá no habría desarrollado ciertos problemas de salud mental, o incluso desarrollándolos estaría en mejores condiciones".

Las relaciones afectivas y sexuales también suelen verse afectadas. Miguel lo notó a su regreso a España. "Estás acostumbrado a estar a tu aire", pero las cosas cambian cuando convives con extraños, ya sea por miedo a que te juzguen o por sentir que no tienes suficiente intimidad. "Situaciones en que estás con alguien con quien te sientes a gusto y a lo mejor dirías '¿Te apetece ir a cenar?', pero ya te cortas. Si esa persona no tiene dónde ir y tú tampoco, hace que no vayas más allá", comparte.

A Miguel, la situación le resulta infantilizante: "Tienes que hacer una batalla interna". Pierdes la capacidad de decisión, dejas de responsabilizarte de cosas de las cuales en otro contexto te harías cargo y, poco a poco, vas experimentando el desarraigo y "te sientes como un intruso". En definitiva, todo esto se traduce en una sensación permanente de provisionalidad. Señala Campos que "aunque se frivolice, detrás de todo esto, hay una pérdida de autoestima".

Miguel considera que esta situación es el resultado de una suma de factores: la falta de un parque de vivienda pública, la especulación inmobiliaria, el turismo, el estancamiento de los salarios y una falta de la responsabilidad por parte de los gobiernos. Con indignación, Campos explica que mientras cada vez más personas ven inasumible un alquiler y se ven forzadas a compartir, los grandes y medianos propietarios han logrado enriquecerse mucho. Estos sectores, añade, "no es que no sean conscientes del problema, sino que el problema a ellos les da muchísimo dinero y no están dispuestos a renunciar a él".

Miguel Campos, uno de los entrevistados.

Miguel Campos, uno de los entrevistados. Helena Perelló EL ESPAÑOL

A María, la situación también le parece muy grave: "No estamos hablando de si ganas más o ganas menos: estamos hablando de que uno necesita un sitio donde vivir". Ella menciona casos de parejas conocidas que no pueden separarse porque no se podrían permitir dos alquileres, incluso en casos de violencia; habla de personas que no consiguen estar tranquilas porque conviven con extraños; de personas que se angustian y se pelean; incluso personas que se suicidan. "Quizás todo esto tendría que ver con la libertad. Imagínate, título del artículo: ¿Somos libres para elegir dónde vivimos?".

María reflexiona sobre cómo muchas cosas en la vida – valga la redundancia – tienen que ver con dónde, con quién y en qué condiciones se vive. Tienen que ver con tener las necesidades básicas cubiertas, con cómo se cubren estas necesidades y con qué margen de libertad se toman esas decisiones.

Las personas entrevistadas para este reportaje coinciden en que, ante esta situación, es necesario hacer algo. Augusto destaca la necesidad de un compromiso real por parte de la política porque, tiene la certeza, hay maneras de resolver esto. Para ello, María y Miguel defienden que el camino pasa por la movilización y la organización. Las últimas Navidades, Miguel le envió una felicitación a María. Lo cuenta ella, risueña y contundente. El texto decía: "Que tengas feliz 2025 y a ver si este año nos toca la lotería. O la lotería o la revolución, pero ya, por Dios".