Enviado especial a Nuadibú (Mauritania)
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La brisa de Nuadibú arrastra el polvo del desierto y lo estampa contra los edificios desconchados. Yusuf y Said están sentados en el umbral de una pequeña ferretería, uno con la gorra baja sobre la frente, el otro con un gorro negro encajado hasta las cejas. Parecen dos personas que llevan demasiado tiempo esperando. Dos personas que, según cuentan desde el norte de Mauritania a EL ESPAÑOL, nunca han dejado de esperar.

"Queremos llegar a España porque nos han dicho que allí existen los derechos humanos", dice Yusuf. Tiene veintitrés años pero toda una vida detrás. Un periplo sin finalizar que asustaría a cualquier persona. En 2021, cuando un golpe de Estado sacudió Guinea, su madre lo sentó en la cocina y le dijo que se fuera. Habían matado al imán de su pueblo, habían entrado en su casa, y hasta habían dado una patada a la olla donde cocinaban.

Primero, mataron a un amigo de su hermano. Después habían matado a tantos que ya nadie llevaba la cuenta. "Si te quedas, te matan o te reclutan", le dijo su madre. Y así, con una bolsa al hombro y nada en los bolsillos, Yusuf se convirtió en migrante, primero. En inmigrante, después. 

A las afueras de Nuadibú, justo donde el mar se esconde y el desierto se hace grande, grupos de migrantes comparten habitaciones en condiciones precarias.

A las afueras de Nuadibú, justo donde el mar se esconde y el desierto se hace grande, grupos de migrantes comparten habitaciones en condiciones precarias. Julio César Ruiz Aguilar.

Said, que es más tímido, tenía diecinueve años cuando se lo llevaron. Soldados con fusiles que entraron en su casa, que golpearon a su abuela cuando ella intentó interponerse, que le partieron el fémur de un culatazo. Cuando salió de prisión, enfermo, con la pierna hecha trizas, un guardia le dijo: "Sal de este país". Said obedeció. No tenía elección. Huyó a Sierra Leona, primero, y luego a Mauritania, donde trabaja en la construcción.

Mauritania, primer paso

Aquí, en el país mauritano, enfermó gravemente tras ser encarcelado por los tuareg en un búnker subterráneo sin apenas comida ni agua. Los que lograron salir tras ser liberados por la intervención de un grupo armado que asaltó la prisión en la que estaban, lo hicieron con el cuerpo demacrado, con la piel pegada a los huesos y el miedo tatuado en la mirada. Said aún recuerda el olor de la tierra húmeda y el silencio sofocante del encierro.

En Mauritania encontraron trabajo. Pintan casas, colocan baldosas. A veces trabajan cinco días seguidos, a veces pasan una semana sin que nadie los llame. Aceptan lo que sea, aunque paguen una miseria y los intermediarios se queden con más de la mitad. Otras incluso trabajan y no les pagan. Pero aquí, dicen, al menos, hay paz. Aquí, al menos, no los matan. "Pero tampoco vivimos", dice Said. "Aquí, sólo existimos".

Sin embargo, Nuadibú no es un destino. Entre los migrantes subsaharianos es un tabú decir que sólo están de paso, pues temen la represión de las autoridades mauritanas. Pero esta ciudad es una sala de espera. Yusuf y Said esperan, como esperan tantos otros, la oportunidad de embarcarse en un cayuco y cruzar los 750 kilómetros de mar que los separan de Canarias."Los mauritanos no lo hacen", dice Said. "Prefieren vivir mal aquí que morir en el mar". Pero ellos no tienen ese lujo. No tienen país al que volver. "Nosotros no somos mauritanos. No tenemos dónde vivir mal".

Los inmigrantes que llegan hasta aquí no siempre son bien tratados. La mayoría sufren robos, se les exige sobornos, y trabajan sin recibir la compensación salarial acordada previamente. Yusuf y Said sostienen que en Mauritania no están tan mal y que no han recibido un trato vejatorio. Pero todo apunta a que sus palabras están siendo suavizadas debido a la presencia de dos mauritanos: el intérprete y el conductor que acompañan a EL ESPAÑOL durante el viaje.

En el momento en el que el intérpetre les comenta que pueden decir algo negativo sobre el país que les acoge, pues él no se va a ofender, sí que comienzan a relatar algún capítulo de maltrato. El más reciente, una obra del gobierno de Nuadibú para la que trabajaron durante días y nunca fueron recompensados económicamente.

Por eso y otros muchos motivos, el viaje hasta Canarias para ellos caro. Un pasador, con el que ya se han informado, les pide 1.200 euros a cada uno. Una vez tengan el dinero, la posibilidad de marcharse es cuestión de días. Pero es más de lo que ganan en meses de trabajo. Por eso, esperan a que algunos amigos que se encuentran ya en España les manden el dinero restante para poder seguir el camino. 

"Nos morimos igual"

Saben el peligro que significa. "Nos han dicho que hay gente que, cuando siente que ya no puede más, se lanza al agua", dice Yusuf. "Que prefieren ahogarse antes que seguir sufriendo la sed y el sol". Said asiente. "Pero hay que intentarlo", dice. "Porque aquí nos estamos muriendo igual, sólo que más despacio".

Ante las preguntas de EL ESPAÑOL sobre las posibilidades de que el viaje no salga bien, Yusuf y Said afirman que lo saben. Lo han oído todo. Las historias de los que partieron y no regresaron. Los cadáveres que el océano devuelve a la orilla. Las madres que esperan noticias que nunca llegan. Pero dicen que no tienen otra alternativa. En España, incluso cobrando poco, tendrían la capacidad de enviar dinero a casa, explican. "200 euros son 1840 francos guineanos. Es un montón. Con eso puede vivir nuestra familia".

"Si consigo llegar a Europa", dice Yusuf, "voy a estudiar, a trabajar, a formar una familia". Said asiente. Su abuela sigue en Guinea, con la pierna rota y sin nadie que la cuide. Quiere mandarle dinero. Quiere que sepa que no huyó por cobardía. En parte, accede a esta entrevista porque, en algún lugar, la vida puede ser diferente.

"En Europa hay derechos", dice Said. "Hay trabajo. Hay papeles". Yusuf asiente. "Aquí, aunque trabajemos, aunque intentemos hacer las cosas bien, no tenemos nada". Algunos de sus amigos han llegado ya. Primero a Canarias, después a España y por último a Francia. Están esperando a que quizás ellos les manden el dinero con el que puedan reunir la cantidad total para marcharse. No han escuchado, dicen, nada de que en Europa no los quieran. "¿Quién iba a hablar mal de nosotros? ¿Los españoles? No creo", sigue Said.

En el puerto de Nuadibú duermen los mismos cayucos de pesca que posteriormente son vendidos para transportar clandestinamente migrantes hacia Canarias.

En el puerto de Nuadibú duermen los mismos cayucos de pesca que posteriormente son vendidos para transportar clandestinamente migrantes hacia Canarias. Julio César Ruiz Aguilar.

Aún no saben cuándo zarparán. De hecho, aún no saben si lo lograrán. En todo este tiempo de espera dicen haber aprendido que la vida no se elige, que el destino no se escoge, que cada día es diferente y una improvisación constante. Que hay hombres que nacen con un billete en la mano y hay hombres que nacen con el mar por delante y nada detrás. "Un amigo que llegó a España nos enseñó con su móvil que le dejaban estudiar. Creo que hacía clases de español", sonríe Yusuf. La esperanza, en esta parte de África occidental, es lo último que se hunde.