A ver, que quede claro desde el principio:
Esto no es un barrio. Esto es una trinchera.
Y aquí, si no vienes con el alma en carne viva y la cabeza bien jodida de orgullo, mejor ni entres.
Porque Corea no es sitio pa’ postales ni pa’ modernos con pantalones pitillo y gafas sin cristal.
Aquí no se viene a pasear, se viene a sobrevivir.
Y si te atreves a entrar, que sea con respeto. Porque esto, colega, es sagrado.
En los 70, cuando el caballo cabalgaba por A Coruña como un demonio desbocado, meterse en Corea sin ser del barrio era una apuesta a doble o nada: o salías con amigos o salías sin zapatillas.
Las chabolas se escurrían por los acantilados como una lágrima de chapa y miseria, justo donde hoy se alza ese pedazo de ego llamado Obelisco Millennium.
Aquí le llaman el pirulí. A palo seco. Sin reverencias.
Porque en Corea, los nombres se ganan, no se heredan.
Las casas bajas, esas de una planta y paredes que tiemblan cuando sopla el nordés, están ahí, entre la calle del Pino y la ronda de Outeiro, como dientes podridos que se niegan a caerse.
Y al fondo, el mar.
El Atlántico.
Ese mar que lo mismo lame los tobillos de Manhattan que le moja el culo a Corea.
Pero aquí el mar no es postal. Aquí es frontera.
Y a veces, tumba.
¿Sabes qué hay entre Corea y el océano?
La Herradura.
Un puto mazacote de hormigón con ventanas de prisión tejana y pinta de cárcel soviética.
Uno de los edificios más feos que te puedas imaginar.
Tan feo que hasta la bruma lo esquiva.
Pero en Corea nadie se queja. Aquí se aguanta. Porque eso también es identidad.
¿Y sabes lo que hay al final de la calle Cantera?
El mar puro.
Nada de paseos marítimos ni terrazas de diseño.
Aquí el mar escupe sal, escupe viento, escupe verdad.
Y si te paras a mirar, ves la Torre, altiva, orgullosa, vigilando a los muertos y a los vivos, como una madre que ya no espera a nadie.
Los límites de Corea no están en los planos.
Están en los códigos.
Porque aquí se mezclan Corea, China, Japón, Labañou, Ciudad Escolar y algún alma perdida de San Roque.
Esto es Asia sin frontera, sin GPS y sin compasión.
Y como decía algún susurro por las esquinas, en los patios se cantaba:
China, Japón, Corea, Labañou, mataron un burro para toda la Legión. Ni puta idea de lo que significa, pero en la calle no se pregunta. Se canta. Y punto.
Las calles se llaman Ultramar, Espiga, Metal, la Rueda…
Nombres de barrio, de obrero, de taller.
Nombres que huelen a grasa, a salitre y a tabaco de liar.
Y al fondo, la parroquia del Perpetuo Socorro.
Sí, Perpetuo.
Como la pobreza. Como la dignidad. Como las heridas de los que no tuvieron abuela ni padrino.
Y en la esquina, alguna vez estuvo un templo: La tienda de Celso. Después, la de Celsito.
Pero siempre la tienda.
Ahí se vendían bocatas de mortadela por dos duros y se fiaba cuando la nevera lloraba.
Celso no tenía MBA, pero sabía hacer economía de guerra.
Sabía que el pan no se niega, aunque venga sin billete.
El cartel en la puerta era puro barrio: “Abrimos todo o día. Se vides e non estamos é que non coincidimos.”
Traducido: aquí se curra, y si no te atienden, es que la vida se cruzó en otra esquina.
En Corea se inventó el 24 horas antes de que lo patentara Carrefour.
Aquí no hay horarios, hay necesidades.
Y si hace sol, se sacan las sillas, se cruzan palabras y se arregla el mundo entre un gato gordo y una cerveza caliente.
Al fondo, en lo alto, un cruceiro tatuado de musgo mira al barrio como el último testigo de cuando todo esto eran caminos de tierra y esperanza.
Ahora, las corredoiras suben a San Pedro, pero nadie se acuerda.
La ciudad ha preferido olvidarse de Corea.
Pero Corea no olvida.
En esta A Coruña vendida a pedacitos, Corea es la última barricada.
Es el último escupitajo en la cara de las franquicias.
Es un escudo contra el olvido, contra el diseño, contra la esterilización de lo auténtico.
Corea no es bonita.
Es fea, sí.
Con cojones.
Con cicatrices.
Con historia.
Con verdad.
Y en un mundo que se maquilla hasta para ir a mear, Corea es la cara sin afeitar de la ciudad.
Una cara rota, pero que todavía muerde.
Así que si algún día te cruzas con un vecino de Corea, no le hables de PIBs, ni de rentabilidad, ni de proyectos estratégicos.
Háblale de pan.
De hambre.
De calle.
Y él te contará cómo se sobrevive cuando el mundo se olvida de ti, pero tú no te olvidas de quién eres.
Esto es Corea. El barrio donde la memoria no se vende.
Ni aunque venga Dios con traje de promotor.