El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, durante un acto judicial celebrado el pasado mes de octubre.

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, durante un acto judicial celebrado el pasado mes de octubre. Juanma Serrano Europa Press

Tribunas LA TRIBUNA

Álvaro García Ortiz, el derecho a las mentiras y la protección de los secretos

El Estatuto del Ministerio Fiscal ordena el deber de reserva de los fiscales, funcionarios cualificados que deben mantener el sigilo de los asuntos bajo su responsabilidad.

Publicada

La declaración del fiscal general del Estado en el Tribunal Supremo se quiere presentar a la opinión pública como un asunto político de lawfare y no faltan voces contrarias a la calificación de las conductas investigadas, la difusión de correos electrónicos privados como posibles revelaciones de secretos, pues, dicen, "sólo respondieron a una mentira".

A mi juicio, la cuestión no es si lo revelado era verdadero, sino cuándo, cómo y por qué se filtró.

Pero, sobre todo, quién ordenó hacerlo.

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, entrando al Tribunal Supremo para declarar como imputado por revelación de secretos.

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, entrando al Tribunal Supremo para declarar como imputado por revelación de secretos. Efe

Yo no tengo dudas: filtrar la verdad puede ser delito.

Sabemos que la aparición de los datos en radios y digitales fue casi simultánea, pero previa en el tiempo al comunicado oficial que respondía al bulo sobre la causa judicial de un particular. La información circuló por cauces informales y proyectó una imagen delictiva del afectado.

Nadie ha demostrado aún cuál fue la fuente, aunque varios periodistas han declarado que lo supieron pronto.

"La obligación de guardar silencio de los fiscales no es diferente a la de otros funcionarios, pero sí está reforzada por la naturaleza de la información que manejan"

Toda vez que en España lo correcto parece ser tomar partido por uno de los dos bandos en liza, seguro que mis reflexiones no satisfarán a nadie.

Pero no puedo dejar de expresar este punto de vista en torno al bien jurídico protegido por el deber de confidencialidad del empleado público, que no es, creo, la protección de la verdad (digna por supuesto del mayor respeto), sino la discreción necesaria para el buen desarrollo de los procedimientos y las decisiones del poder democrático

El Estatuto del Ministerio Fiscal señala en varios artículos el deber de reserva de sus integrantes, funcionarios cualificados que deben mantener el sigilo de los asuntos bajo su responsabilidad, en particular en lo relativo al secreto del sumario y en todo aquello que pueda afectar (perjudicar) la intimidad de las personas afectadas.

Esta obligación de guardar silencio no es diferente a la de otros funcionarios, pero sí está reforzada por la naturaleza de la información que los fiscales manejan.

Incluso cuando ilustran a la opinión pública por razones de interés general, deben tomar estas precauciones respecto de los datos más sensibles. Si se exterioriza información de carácter personal, la razón de ser de su cometido jurídico se puede ver menoscabada, con repercusiones sobre la propia imagen de la Fiscalía, cuya confiabilidad depende también de la impresión que tengan los jueces y partes en el proceso sobre su cumplimiento del deber de reserva.

Entonces, en pura hipótesis, ¿sería delito filtrar información para desmentir un bulo?

A mi juicio, sí. Y lo reitero porque he leído en otro periódico la opinión contraria de una penalista, que no me convence. Desde mi punto de vista, toda vez que los datos transmitidos no eran públicos, cualquier elucubración sobre los mismos no justifica tal cauce para su divulgación.

Cuestión distinta es que ante una situación de alarma social se nieguen las falsedades, se responda a preguntas sin revelar más informaciones o se haga un comunicado público formal de desmentido.

El medio es el mensaje. Esta frase célebre de Marshall McLuhan explica desde mi punto de vista la diferencia entre contestar la mentira institucionalmente o hacerlo por la vía informal telefónica (me refiero ahora a los whatsapps llevados al notario por el defenestrado Juan Lobato).

Pero comprendo que esta interpretación es controvertida y supongo que, si el Tribunal Supremo llega a apreciar la existencia de delito de revelación de secretos en este caso, el Tribunal Constitucional podría anularlo como hizo con las sentencias de los ERE (invocando los principios de legalidad y tipicidad penal).

Este nuevo choque de trenes entre las dos altas cortes perjudicaría, de producirse, la seguridad jurídica y también la credibilidad del Derecho.

Antes de llegar a ese punto, claro, habría que demostrar la autoría de la filtración (flanco débil de la instrucción hasta ahora, por la presunción de inocencia), imputar una responsabilidad dolosa (una intención culpable de dañar el bien jurídico) y calificar los hechos como tal revelación.

Durante, quizás convendría pensar a fondo este asunto tan importante que es cómo desmentir los bulos sin ponerse en riesgo penal, sin cometer el error de utilizar los mismos medios que se observan en las redes y eventualmente situar a la Fiscalía en una posición comprometida.

Y después, recomiendo releer El Alguacil alguacilado de Quevedo, en especial las conversaciones con el diablo y sus reflexiones sobre la verdad y la justicia.

*** Ricardo Rivero es catedrático de Derecho administrativo en la Universidad de Salamanca.