Hace ahora algo más de doce años me encargaron desde el diario El País escribir un perfil del entonces ministro del Interior José Antonio Alonso. Le dije a quien me lo encargó que no era un experto en su figura, y que para hacer ese perfil tendría que recabar documentación y ensamblarla con mejor o peor estilo, como haría cualquier otro, salvo por un extremo particular: la única ocasión en que por mi antigua profesión de abogado me lo encontré como juez, cuando él era titular del juzgado nº 14 de lo Penal de Madrid, y yo, un letrado que comparecía ante él como acusador particular.

Era mi ingrata misión la de pedir prisión para un pobre diablo que se dedicaba a robar cable de cobre en centros de transformación eléctrica que después dejaba abiertos, creando un peligro considerable para quienes anduvieran por los alrededores y, en particular, para los niños que jugaban en los parques adyacentes a algunas de esas instalaciones.

Nunca antes, y nunca después, en el ejercicio de la profesión, me tocó pedir que se enviara a nadie a la cárcel. No me dedicaba mucho a cuestiones penales, si lo hacía era por lo común abogado defensor, y de los dos procedimientos, que ahora recuerde, en los que me vi trabajando en la parte acusadora, en el otro, dirigido contra un presunto delincuente que era mucho más peligroso, se da la circunstancia de que fue extrañamente archivado. Pero esa es otra historia, que no toca contar aquí.

No voy a reproducir las consideraciones y todos los demás detalles que fui reuniendo aquí y allá para escribir aquel perfil. Lo que en esta hora del adiós al exministro quiero recordar, una vez más, es esa única ocasión en que lo traté personal y profesionalmente, y cómo le vi dar una lección de lo que es un servidor público; y en particular, un servidor de la administración de Justicia, que es lo que él proclamaba ser, antes que titular de un abstracto poder del Estado, como prefieren considerarse, todavía hoy día, no pocos de sus compañeros de carrera judicial.

Fue al caso que aquel pobre hombre, electricista y toxicómano, acudiera al juicio defendido por una distraída, desganada o poco competente abogada de oficio (que no digo que sea la regla, que no lo es, ni mucho menos, sino que aquel fue el caso).

Frente a ella había una diestra y dura fiscal y este que suscribe, junto a una compañera más joven pero no menos motivada, que hizo por su parte lo que pudo.

Caminaba el juicio hacia el despeñadero para el acusado, cuando el juez, haciendo uso de sus atribuciones legales, formuló a los policías actuantes a raíz de los delitos de daños y robo que eran objeto del proceso, y que no recordaban demasiado bien, las preguntas que su abogada había omitido hacerles, tendentes a precisar algunos puntos de los hechos que eran relevantes para calificarlos penalmente.

Gracias a esa intervención, pudo decidir como decidió: con una sentencia que impuso al justiciable una pena de prisión que no bastaba para determinar su ingreso en la cárcel, por carecer de antecedentes, pero que obró el efecto de asustarle, que era de lo que con la acusación se trataba, y lo disuadió de asolar y rapiñar el cobre de los centros de transformación y de poner en peligro a quien pudiera tener la mala idea de entrar en ellos. Con ello, mis objetivos quedaban cubiertos, y esa noche yo pude dormir sin la penosa sensación de haber logrado encerrar a un infeliz, cuando otros mucho peores quedaban impunes.

Este es el recuerdo personal que tengo de José Antonio Alonso, y que puedo y debo compartir hoy. El de un servidor público excelente, el más excelente de todos: aquel que sabe serlo de sus conciudadanos. Incluso si han cometido un delito.