El Tribunal Supremo ha publicado este martes la sentencia íntegra que condena al ex fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un delito de revelación de secretos.

La resolución, de 233 páginas y apoyada por cinco de los siete magistrados que juzgaron el caso, presenta una fundamentación jurídica sólida, coherente y concluyente que desmonta las acusaciones de arbitrariedad lanzadas desde el Gobierno y sus aliados.

La sentencia muestra además una carga probatoria superior a la de muchas otras condenas que nunca han sido cuestionadas con tanta vehemencia por quienes ahora gritan “lawfare”.

La condena se sustenta en dos pilares.

Primero, la filtración a la SER del correo electrónico del 2 de febrero de 2024, en el que el abogado de Alberto González Amador reconocía que su cliente había cometido "ciertamente dos delitos contra la Hacienda Pública" y solicitaba un pacto de conformidad.

El Supremo considera probado que esa información fue comunicada desde la Fiscalía General del Estado "con intervención directa, o a través de un tercero, pero con pleno conocimiento y aceptación por parte del señor García Ortiz" al periodista Miguel Ángel Campos.

La literalidad con la que la SER reprodujo el contenido del correo, la sincronización temporal entre la recepción del documento por parte del fiscal general y su difusión mediática, y la ausencia de cualquier alternativa razonable configuran un cuadro probatorio que el propio tribunal califica de "sólido, coherente y concluyente".

Segundo, la nota informativa oficial que la Fiscalía General del Estado difundió el 14 de marzo, redactada bajo las instrucciones expresas de García Ortiz, quien llegó a dictar algunos de sus pasajes.

De esta autoría, el propio fiscal general se mostró orgulloso en su momento, defendiendo públicamente su contenido como un ejercicio legítimo de transparencia institucional.

Sin embargo, el Supremo subraya que esa nota incorporó datos que no debían ser divulgados por su carácter reservado y por su directa afectación a la presunción de inocencia y el derecho de defensa de González Amador, quien aún no había sido juzgado.

La sentencia recuerda que sobre el fiscal general pesaba "un reforzado deber de reserva que quebrantó sin justificación".

El Supremo rechaza frontalmente el argumento de la defensa según el cual la nota era aséptica y los datos ya eran públicos.

Con una claridad jurídica difícilmente refutable, la sentencia explica que el Ministerio Fiscal no puede ampararse en filtraciones previas (de origen desconocido o ilícito) para repetir y amplificar, con el sello institucional de la Fiscalía General, la revelación de datos protegidos.

Y eso porque la posición institucional del fiscal general no es equivalente a la de un medio de comunicación. Su palabra tiene fuerza vinculante y legitimadora, y convierte la mera información en un "relato de autoridad" con consecuencias jurídicas y reputacionales devastadoras.

Las reacciones del Gobierno a esta sentencia son tan reveladoras como preocupantes.

Los ministros Óscar Puente y Óscar López se han mofado públicamente de la sentencia, mientras la portavoz del PSOE, Montse Mínguez, ha aludido a un "nuevo concepto jurídico: la filtración sin filtrar", olvidando que el artículo 28 del Código Penal sanciona tanto al autor directo de un delito como al mediato.

El presidente del Gobierno, por su lado, ha llegado a exigir que sea Ayuso, y no el fiscal general, la que pida perdón, en un evidente intento de tergiversar la realidad y convertir al delincuente condenado en víctima… de su propia víctima. 

Esta ridiculización de la sentencia del Supremo no es un ejercicio legítimo de crítica política, sino una estrategia calculada para socavar su legitimidad y preparar el terreno a una eventual rectificación por parte del Tribunal Constitucional.

Fuentes gubernamentales han dejado entrever que confían en que el TC, con su actual mayoría progresista, dé la razón a García Ortiz cuando presente su recurso de amparo.

El precedente de los ERE, donde el Constitucional anuló las condenas del Supremo a los expresidentes socialistas andaluces por siete votos contra cuatro, o el de la Ley de amnistía, pesan sobre este cálculo.

La pregunta de fondo es inevitable. ¿Puede un tribunal cuestionado por su composición partidista absolver a quien fue nombrado fiscal general por el mismo Gobierno que renovó ese tribunal?

La crisis de legitimidad del Constitucional, agravada por decisiones recientes que han reforzado la percepción de politización, alcanzaría dimensiones inéditas.

La separación de poderes, principio básico del Estado de Derecho, quedaría además definitivamente comprometida si Pedro Sánchez consiguiera que el Constitucional anulara, de nuevo, una decisión adversa del Poder Judicial.

El recurso sistemático al concepto de lawfare por parte del Gobierno y sus socios parlamentarios constituye además un ataque directo a la independencia judicial.

Acusar al Tribunal Supremo de ejercer "guerra judicial" contra el Ejecutivo por condenar a un fiscal general que quebrantó la ley es invertir perversamente los términos. El lawfare no consiste en que los jueces juzguen a quienes cometen delitos, sino en que el poder político instrumentalice la justicia para perseguir a adversarios políticos.

La sentencia del Supremo no es, en fin, un ejercicio de creatividad argumental, sino de rigor jurídico. Su fundamentación probatoria es superior a la de muchas otras condenas que nunca han sido cuestionadas con tanta intensidad.

Que el Gobierno intente deslegitimarla mediante la burla y la descalificación revela su verdadera concepción del Estado de Derecho. Útil cuando favorece sus intereses, prescindible cuando los contradice.