No existe ningún indicio que aventure que la lacra de la violencia de género se atenuará en 2023. Los datos de feminicidios se mantienen trágicamente estables en la última década, sin variaciones significativas, y los registros de este diciembre negro son estremecedores: cinco crímenes en una semana y, en la mitad de los casos, los verdugos tenían antecedentes. El balance del año en España deja, pues, 49 mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas.

Lo más preocupante es que la multiplicación de los mensajes estatales y gubernamentales no está resultando en un descenso proporcional de las muertes. La lectura parece evidente. No basta con apelar a la conciencia de los maltratadores ni con incidir en la dimensión del problema para combatirlo. Es urgente diseñar planes detallados, apuntalar los sistemas de vigilancia y, especialmente, reforzar los recursos materiales y humanos de los cuerpos policiales, como reclaman los sindicatos y asociaciones.

Porque cuesta encontrar explicación a que, desde 2007, se hayan producido 164 asesinatos de mujeres bajo protección del Ministerio del Interior. Cada una de ellas estaba supuestamente monitorizada por el Estado, sujeta a seguimiento por una amenaza contras sus vidas que terminó por consumarse. Es todavía más inquietante que, lejos de reflejar una progresión positiva, el sistema proyecte una tendencia claramente negativa, con 2022 como el peor año desde su implantación.

De hecho, el 37% de las víctimas de los últimos doce meses estaba incluida en este programa, llamado VioGén, que coordina a las administraciones estatales y en la que figuran más de 30.000 mujeres.

Es tal la enormidad del problema que revisar a fondo el sistema no es un deber, sino una prioridad social. Es razonable la idea de que el sistema de monitoreo, como propone el Partido Popular, sea sometido a una auditoría externa que dé cuenta de sus deficiencias para perfeccionarlo o sustituirlo por una alternativa más eficaz. Y no resulta nada descabellada la petición de comparecencia en el Congreso del ministro Fernando Grande-Marlaska y la ministra Irene Montero, como responsables de Interior e Igualdad, para responder ante una ciudadanía que se pregunta qué está fallando en la lucha contra la violencia machista.

Cada asesinato es una tragedia personal, familiar y colectiva. No es sólo cuestión de señalar los errores, sino sobre todo de subsanarlos. Y dentro de la obligación de mejorar un año aciago corresponde corregir legislaciones perversas que, lejos de ayudar a la contención de la lacra, contribuyen a su agravamiento. Puede que 2022 cierre con 133 agresores sexuales beneficiados por la ley del sólo sí es sí, más favorable a los delincuentes que a las víctimas. Pero resulta más inquietante que no se impida que esta cifra se multiplique en 2023.

Condena al pesimismo que Montero niegue la verdad palmaria de sus excesos o que no contemple una dimisión pocas veces más justificada. Al contrario, la ministra de Unidas Podemos renuncia a la rendición de cuentas, atribuye la responsabilidad al "machismo" de los jueces y saca pecho a pesar de unas reducciones de penas y excarcelaciones de hombres que, por estadística, son proclives a la reincidencia.

Cualquier español desprovisto de ceguera partidista reconoce el diagnóstico. La cerrazón ideológica es, precisamente, una parte del problema. No es que el Gobierno haya renunciado a combatir la violencia machista. Pero, en estos cuatro años, ha empleado más energía a repartir culpas y más recursos públicos a campañas propagandísticas que a promulgar medidas efectivas para erradicarla.