Desde que Pedro Sánchez afirmara el pasado 5 de octubre en el Congreso de los Diputados que iba "a por todas", los acontecimientos han adquirido velocidad de crucero en el escenario político español. Tanto, que no resulta arriesgado decir que el pacto de la Transición que dio lugar a la Constitución y al régimen democrático de libertades que ha permitido los 40 años más prósperos de la historia de España está entrando en una fase agónica.

Como publica EL ESPAÑOL, el presidente del Gobierno está culminando el cambio de algunas de las normas más básicas de nuestro Estado de derecho por la vía de los hechos consumados y prescindiendo de cualquier tipo de informe de los órganos consultivos.

En las últimas horas, estamos viendo perpetrarse dos graves hachazos a la calidad de nuestra democracia. En primer lugar, con una estrategia que rebaja las penas a algunos condenados por malversación: es decir, una reforma legislativa destinada a beneficiar a unos corruptos concretos, los del procés. Y en segundo lugar, con la modificación de la normativa que regula el nombramiento de magistrados del Tribunal Constitucional para culminar así el asalto al intérprete último de la Constitución

Ambas reformas se suman al indulto de los líderes del golpe contra la democracia de octubre de 2017 y a la eliminación del delito de sedición, reconvertido ahora en un nuevo tipo penal, el de desórdenes públicos agravados, difícilmente encajable en los hechos sucedidos en Cataluña hace cinco años. Todo ello se suma, también, a fiascos jurídicos como el de la ley del 'sí es sí' y a proyectos tan perniciosos como el de la ley trans.  

Cuando esto se apruebe, Pedro Sánchez pasará a ser el primer presidente de la democracia que reduce las penas a los corruptos modificando un tipo penal, el de malversación, que sólo pueden cometer las autoridades públicas. La reforma, además, busca beneficiar a corruptos con nombre y apellidos, empezando por Oriol Junqueras, para que este pueda presentarse a las elecciones del año que viene y ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados. Secundariamente, favorecerá a cientos de cargos medios del independentismo que colaboraron en el golpe de 2017. 

Para "maquillar" la barbaridad política y jurídica que supone reformar a la baja el delito de malversación, el Gobierno pretende endurecer las penas por "enriquecimiento ilícito". Se trata de un brindis al sol, dado que no existe ningún caso en el que ese enriquecimiento se haya dado y el culpable no haya sido condenado como cualquier otro corrupto. 

La reforma se basa en una distinción intolerable entre el lucro propio y el uso de dinero público para cualquier otro propósito. Si esta medida entra en vigor, quienes usen recursos del Estado no sólo, por ejemplo, para financiar ilegalmente un partido, sino para el secuestro o el asesinato, como fue el caso de los GAL, apenas podrían ser castigados a tres años de prisión por el delito de malversación.

Más grave incluso es el cambio de las reglas para la elección de los magistrados del Constitucional, que generará efectos muy dañinos tanto a corto como a largo plazo.

Los cambios implican amenazar con responsabilidades penales a los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que no transijan con los candidatos del Gobierno; la posibilidad de remodelar el TC por mayoría simple y sin quórum, de manera que un número irrelevante de votos sea suficiente para elegir a los candidatos, o que cada vocal escoja un candidato y no dos (un disparate jurídico que dinamita la propia búsqueda del pacto); así como la eliminación de garantías tan elementales como la intervención del propio Constitucional para certificar la idoneidad de los candidatos.

Para esto, casi sería más sencillo que uno de los magistrados se seleccionara en la sede de Ferraz y otro en la de Génova, sin más vericuetos.

Es la tercera vez que Pedro Sánchez reforma la Ley Orgánica del Poder Judicial para someter al CGPJ a su voluntad. La primera, para privarlo de algunas de sus funciones más esenciales. La segunda, "levantando" el "castigo", pero sólo por lo que respecta al órgano que con más urgencia necesita controlar Sánchez: el Constitucional. La tercera, reduciendo la mayoría necesaria para conseguir una mayoría afín en el TC.

Que el presidente que llegó al Gobierno con una moción de censura y clamando contra la corrupción esté ahora negociando con condenados las reformas del Código Penal necesarias para dejar sin efecto la sentencia del Supremo que les afecta no puede pasar inadvertido. Debería generar, de hecho, una reacción en el seno del PSOE en defensa de los más básicos principios democráticos.

Pero que lo haga mientras perpetra su asalto al organismo que tendrá que pronunciarse sobre algunas de las leyes más controvertidas de su Gobierno revela un plan de largo alcance que va mucho más allá de un interés político coyuntural, pero legítimo (el de la supervivencia del Gobierno). Es un plan que pone sordina a la Constitución, que finiquita los controles institucionales que garantizan la separación de poderes y que impone, por la puerta de atrás, un régimen radicalmente distinto al que salió de las urnas en 1978.