Boris Johnson ha dimitido "en diferido" como primer ministro de Reino Unido, arrastrado por sus mentiras y sus muchos escándalos. Entre ellos, las fiestas que celebró en Downing Street durante los primeros meses de la pandemia. Es decir, con las restricciones legales que su propio Gobierno impuso a todos los británicos en vigor.

"Está clara la voluntad de los parlamentarios del Partido Conservador de que haya un nuevo líder", ha dicho Johnson ante la prensa. Luego ha añadido que se mantendrá como líder interino hasta que arranque el proceso de elección de un nuevo número uno con un calendario que se detallará durante la próxima semana.

Hasta la libra ha repuntado tras conocerse la noticia. Una noticia que se dio al menos dos veces por hecha este mismo año, alimentada por los sectores más críticos de los conservadores, pero que se ha demorado hasta el verano.

En este editorial de enero, EL ESPAÑOL afirmó que la fiesta se había acabado para el hombre que consumó el brexit y emponzoñó la sociedad británica en la peor tradición de ese populismo que se ha apoderado de la política occidental durante los últimos años.

Apenas quedaba por ver quién apagaría la música. Pero no ha sido quién, sino quiénes. 

Con Boris Johnson ha acabado la cascada de dimisiones de varios ministros de su gabinete y de casi medio centenar de miembros de su equipo. A la presión se ha sumado esta mañana un nombre clave, Nadhim Zahawi, ministro de Hacienda.

Boris Johnson pretendía presentar resistencia aferrándose en su trinchera a la famosa frase de Margaret Thatcher: "Luchar, luchar hasta ganar". Pero no sólo conducía a este desenlace inevitable el escandaloso incumplimiento de las restricciones. También su desacomplejada condición de mentiroso en serie.

Primero negó las fiestas en su residencia, a pesar de los testimonios. Después sostuvo que ignoraba que fueran fiestas, a pesar de las imágenes. Y terminó por aceptar los hechos y el pago de una multa, previa disculpa ante los indignados gobernados.

Reconstrucción del partido

Ha pasado un mes desde que Boris Johnson sobrevivió a una moción de censura interna de los tories. El primer ministro obtuvo 211 votos, 31 más de los necesarios. Pero la brecha estaba abierta. Hasta el 40% de los parlamentarios conservadores ansiaba su marcha. 

No es difícil atar cabos y deducir que ha sido el encubrimiento de su mano derecha Christopher Pincher, acusado por dos hombres de acoso sexual, el que ha enajenado los pocos respaldos que le quedaban.

Hace tres años que Johnson alcanzó el poder. Posó en la puerta de Downing Street y presumió de su victoria arrolladora. En esta legislatura inconclusa selló la salida trágica del Reino Unido de la Unión Europea, adoptó maneras impropias de un primer ministro y asumió decisiones que también contribuyeron a su caída.

Entre otras, la tardía e ineficiente respuesta a la pandemia del coronavirus. El país, por ejemplo, fue a remolque de Europa y del mundo, para luego aprobar uno de los confinamientos más duros de todas las sociedades occidentales junto con el de España.

Con la renuncia de Johnson, los conservadores se enfrentan a una difícil misión: dar con un nuevo líder que recupere la confianza de los votantes. No será fácil. Antes tendrán que reconstruir un partido que, como tantos otros en este siglo, cometieron el pecado de ponerse al servicio de la excentricidad de un ego desmesurado.