La súplica de perdón de Boris Johnson tras admitir al fin que participó en la fiesta organizada en Downing Street el 20 de mayo de 2020, lo que a estas alturas era evidente para todos los británicos, está tan lejos de ser sincera como de parecerlo. ¿Quién puede creerse que se celebre un guateque en la residencia oficial del primer ministro a espaldas del primer ministro?

Cuando Johnson agrega en la Cámara de los Comunes que es “consciente” de la “rabia” que pueden sentir los ciudadanos hacia él y hacia su equipo cuando “piensan” que se incumplieron las reglas en Downing Street, olvida un detalle. No sólo lo piensan: lo saben. Y, como ellos, todos sus compañeros de partido, poco dispuestos a expiar los pecados del máximo mandatario del país.

Cuando Johnson sostiene que desconocía que fuera una fiesta, que pensaba que era “una reunión de trabajo”, entierra el último grano de credibilidad que le quedaba e insulta la inteligencia de los ciudadanos. Muchos deben preguntarse en cuántas reuniones de trabajo se pide a los trabajadores que asistan con “su propia bebida”.

Nadie en Reino Unido pasa por alto que, el mismo día que su jefe de personal invitó a un centenar de personas al evento (acabaron yendo más de treinta), compareció el secretario de Cultura, Oliver Dowden, para recordar a la población las restricciones. Sólo estaban permitidas las reuniones entre dos personas no convivientes, y siempre que se produjeran en un espacio abierto y respetando una distancia de dos metros.

Tampoco ignora nadie que ese 20 de mayo murieron 268 británicos por Covid en Reino Unido, que los hospitales estaban colapsados, que los funerales no estaban permitidos, que muchos no pudieron despedirse de sus padres, hermanos o amigos y que las multas a quienes incumplían las reglas eran severas.

De manera que el primer ministro, con su actuación, no sólo se arrogó el privilegio de saltarse la ley que su propio Gobierno impuso al resto de británicos. Cometió un acto de deslealtad inaceptable difícil de disculpar.

Insostenible

La credibilidad de Johnson como primer ministro está sentenciada. Ante la evidencia de sus mentiras y sus indecorosas actuaciones, ¿con qué autoridad podrá exigir a los ciudadanos el respeto de la ley, si él mismo la quebrantó cuando tuvo la ocasión? ¿Con qué rostro reclamará a sus gobernados que apliquen sacrificios que, a la vista queda, no está dispuesto a asumir?

El escándalo, por otra parte, no sólo mancha la imagen de Johnson. También compromete el buen nombre de las instituciones británicas tanto dentro como fuera de su territorio.

El primer compañero en disparar contra el premier ha sido Douglas Ross, líder conservador en Escocia, al calificar su situación de “insostenible”. Todo apunta a que otros muchos se irán sumando con el paso de las horas.

La lista de infamias de Johnson, que recibió muy duras y justificadas críticas por su lenta reacción a la crisis sanitaria más grave de los últimos cien años, no puede extenderse más. La fiesta se ha acabado para el hombre que firmó el brexit. Ya sólo queda por ver quién apagará la música.