Los líderes mundiales reunidos en Roma por el G20, entre ellos Pedro Sánchez, realizaron ayer un comunicado conjunto para ratificar la misma voluntad que abrazaron seis años atrás en los Acuerdos de París. Esto es, impedir que la temperatura del planeta crezca más de 1,5ºC (una meta de máximos que numerosos expertos ya dan por imposible).

Pero lo hicieron apelando a la buena voluntad y sin fijar compromisos tangibles para salvar el planeta, alimentando la sospecha de que se trata de un nuevo brindis al sol.

Una noticia poco alentadora cuando acaba de arrancar la Cumbre de Naciones Unidas para el Cambio Climático (COP26) en Glasgow, que durará dos semanas y que despierta grandes esperanzas. No es casualidad que muchos la bauticen como la última oportunidad para evitar el desastre climático.

Con todo, la última oportunidad para reducir el impacto del calentamiento global no contará con la presencia física del presidente del país más contaminante del mundo, el chino Xi Jinping. Tampoco de su homónimo ruso, Vladímir Putin.

Dos potencias industriales que sostienen convicciones mucho menos ambiciosas que Washington y Bruselas para cumplir los objetivos de descarbonización y de reducción drástica de las emisiones de gases de efecto invernadero. Y dos posturas que complican la posición de Estados Unidos y los Veintisiete sobre las medidas a aplicar en un escenario económicamente delicado.

Acuerdos de valor

Ante la ligereza china o rusa, resulta comprensible la frustración de tantos ciudadanos americanos y europeos, que se preguntan de qué vale apostar por una estrategia que compromete empleos y millones de euros si sus competidores no respetan las mismas reglas. Pero la decepción no puede llevar al desánimo. Tampoco a echar por tierra la transición verde, que recibirá el empujón de los fondos europeos y que tiene que encontrar el equilibrio entre sostenibilidad y crecimiento.

La dimensión del desafío climático obliga a redoblar esfuerzos para persuadir a los remisos y garantizar que los 100.000 millones de euros dólares anuales convenidos para ayudar a los países menos desarrollados, forzados a adaptarse a la nueva realidad, se empleen de manera eficaz y adecuada.

Resulta evidente, en fin, que el éxito de la cumbre se medirá por su capacidad para arrancar acuerdos y compromisos por parte de todos los países, sin excepción. Las previsiones del Programa de la ONU para el Medio Ambiente, que estima que si mantenemos el ritmo actual la temperatura del planeta se elevará en 2,7ºC de aquí a final de siglo, parecen lo suficientemente persuasivas.

En Glasgow, debemos pasar del encanto de las palabras al valor de los hechos. Lo contrario sería otro fracaso inasumible. Una irresponsabilidad histórica que pagarán nuestros hijos.