La Catedral de León.
Sobre el revival religioso en España
El sentimiento de soledad y la búsqueda de sentido son, en sí mismos, sagrados, y hay que celebrar que afloren. La respuesta a eso lleva más de dos mil años entre nosotros. Sólo hay que protegerla de la amenaza de los falsos ídolos.
No hay duda. Se ha abierto la caja de los sentimientos religiosos que había permanecido cerrada bajo siete llaves.
Las llaves del materialismo, del positivismo, del escepticismo, del nihilismo, del utopismo, del cientificismo, y del hedonismo han saltado por los aires.
Los siete cerrojos que guardaban el sepulcro en el que yacía enterrado lo religioso se han abierto y la religión ha quedado de nuevo liberada.
Entramos, por tanto, en una nueva fase en la que la política volverá a convivir con la religión.
Nos movemos, de nuevo, en el complejo campo sembrado de trigo y de cizaña. Y si hay algo para lo que no estamos preparados, es para esto.
Vivimos un resurgir de la necesidad de seguridad, y las épocas securitarias piden claridad, determinación y ausencia de contrastes. Al pan, pan, y al vino, vino.
Rosalía.
Los matices, los términos medios, la moderación y el perdón tienen ahora la carga de la prueba.
Es a ellos a los que se les arroja el peso de la culpa de habernos llevado a donde estamos.
Por tanto, movernos hoy entre el trigo y la cizaña, con paciencia para dejar crecer ambos, y no arrancar el trigo por querer acabar con la mala hierba, es extremadamente complejo para mentes que piden seguridad y cobijo. No se le puede pedir paciencia al que siente ansiedad ni templanza al que tiene miedo.
Si se quiere el trigo, hay que dejar crecer la cizaña.
El trigo de nuestros días abunda, y florecen hermosas espigas de suculentos granos. Lejos quedan los años del materialismo dialéctico y el racionalismo iluminista. La ideología marxista ha sido derrotada por la que se creía que era su aliada, la historia. Y el liberalismo del dato positivo ha sido arrasado por las urnas.
Detrás del telón de acero no había nada que representar, sólo vacío y desolación. Y el liberalismo del tipo “dato mata relato” no ha sido capaz de disputar la batalla cultural.
El positivismo filosófico nos estudió como objetos, y casi nos convierte en cosas inertes.
Ni la psicología cientificista, ni las artes materialistas, fueron capaces de explicar la necesidad de sentido y la emoción estética. La realidad era algo demasiado grande como para encajarla en una tabla Excel.
Y esa realidad, cuando se la aplasta, emerge con la cara fea de la tristeza y la culpa. Son salidas naturales a la censura de los sentimientos más humanos. Este es el trigo de nuestro tiempo, en el que vemos aflorar la tristeza, la culpa y la necesidad de sentido.
Charles Murray Comes to God (ft. Charles Murray)
— First Things (@firstthingsmag) October 27, 2025
In the latest installment of the ongoing interview series with contributing editor Mark Bauerlein, Charles Murray joins in to discuss his recent book, Taking Religion Seriously. @mark_bauerlein @charlesmurray pic.twitter.com/H457VdO215
¿Y cuál es la cizaña? Que es muy fácil instrumentalizar el sentido religioso con fines espurios. De entre ellos, el más temible de nuestros días es que buenas personas, desarmadas de su ideología, y en búsqueda de un sentido verdadero, caigan en las redes de las miles de sectas que proliferan en los caladeros de la fe.
Es evidente que cada vez hay más peces, y es de esperar que se multipliquen los pescadores de hombres. Si hablamos de cizaña, hablamos de sectas. De esas organizaciones humanas que, a cambio de pertenencia y seguridad, se quedan con la libertad de conciencia de sus afiliados.
Es un precio demasiado caro que la Iglesia católica no autoriza a pagar, pero en esto es casi una excepción dentro del universo religioso. Nadie debe ceder nunca su conciencia a ninguna organización, pero este principio no está tan claro para todo el mundo.
La cizaña que nos traen los vientos americanos, del norte y del sur, es la síntesis del movimiento sectario y la necesidad de pertenencia territorial y cultural. El desarraigo y la soledad encuentran rápidamente su acomodo en sus opuestos, la pertenencia grupal y la identidad comunitaria, que son los mimbres para el cesto nacionalista.
El ejemplo más elocuente lo encontramos en el trasvase que se produjo en los años veinte del siglo pasado de la extrema izquierda a la derecha nacionalista. La promesa del calor comunitario, los ritos colectivos y la exaltación épica del sentimiento de pertenencia llevó a miles de jóvenes a alistarse en grupos paramilitares de inspiración marxista, fascista, falangista o nacional socialista.
Todo aquello fue un gran movimiento comunitarista que ofrecía identidad y seguridad a unas masas que estaban desencantadas con el mundo.
Los signos para reconocer la cizaña entre el trigo es que muchos de los movimientos religiosos que se están detectando provienen de la reacción contra un enemigo. Y todo acto reactivo es la imagen especular de aquello contra lo que reacciona.
Es preocupante que cierta religiosidad actual sea el fruto de una reacción contra la ideología woke, y que, por tanto, se mezcle el trumpismo, el discurso antiinmigratorio, el anarcoliberalismo, los “valores tradicionales” y una estética religiosa que da como resultado un pack identitario.
Todo esto es, en parte, resultado de una posición creciente de las iglesias evangélicas que se presenta con un fenómeno al que dudo mucho que seamos capaces de hacer frente.
Sólo en Madrid estas iglesias han crecido un 60% desde 2011, y un 20% en la última década en nuestro país. Es una suerte de islamización de la fe cristiana, convertida en libro, en valores y en costumbres.
Son comunidades cerradas, recelosas del mundo, atrincheradas en unos principios universales e inamovibles, con poca o nula libertad de conciencia, que cultivan el miedo a la realidad y la desconfianza hacia la historia. No en vano son buenos caladeros para las opciones políticas más extremistas.
Celebrar el auge de la religiosidad, sin separar el trigo de la paja, podría llevar a algunos a celebrar que se extendiese el islamismo radical en nuestras ciudades porque, al menos, dirían, ofrece sentido a unas almas desorientadas. Es de vital importancia estar muy atentos a la posible instrumentalización política del sentido religioso, cuyos efectos nefastos nos son de sobra conocidos.
Pero separar el trigo de la cizaña demasiado pronto podría sofocar la respuesta justa que el materialismo dialéctico y el positivismo humanista se merecen.
El sentimiento de soledad y la búsqueda de sentido son, en sí mismos, sagrados, y hay que celebrar que afloren. La respuesta a eso lleva más de dos mil años entre nosotros y nunca es tarde para encontrarla.
Sólo hay que protegerla de la amenaza de los falsos ídolos.