Miguel Hernández y Josefina Manresa en Jaén poco después de su matrimonio, primavera 1937.

Miguel Hernández y Josefina Manresa en Jaén poco después de su matrimonio, primavera 1937. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

Columnas QUIJOTADAS

Te quiero, Miguel

Crónica de una visita a la casa donde creció el poeta Miguel Hernández a través de los versos y los recuerdos que dejó escritos.

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Empiezo a escribir esta columna dentro del baño, en un bar, cuando cojo un trozo de papel higiénico para secarme las manos. Voy a entrar en casa de Miguel Hernández, que le escribió a su hijo unos cuentos en un papel como este, algo más amarillo, algo más duro. Con un lápiz pequeñito y buscando las ideas en un techo que estaba muy cerca de su cabeza: "He pintado un caballo como esos que te mando a todo galope y he colgado un pájaro de papel con este letrero… Estatua voladora de la libertad".

Y los caballos de papel higiénico salían al galope de aquella cárcel escondidos en el zurrón de Josefina, su mujer.

Es extraño lo de Miguel. Leemos y buscamos la libertad en un preso que murió encerrado. Le llamo Miguel, esto también es raro, porque cruzo la puerta de la casa blanca, con la montaña al fondo, y ya veo su cama. No se puede nombrar por el apellido a un hombre si se tiene su colchón a dos metros.

Miguel Hernández y Josefina Manresa en Jaén poco después de su matrimonio, primavera 1937.

Miguel Hernández y Josefina Manresa en Jaén poco después de su matrimonio, primavera 1937. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

Abre la cerradura Tomás Serna, el director de la casa de Miguel. De la casa de sus padres, de sus hermanos. Hemos llegado por una calle ancha, escoltados por el Colegio de Santo Domingo, donde Miguel estudió con una beca hasta los catorce. Esto también es extraño. Aprendemos a escribir leyendo a alguien que sólo pudo ser enseñado hasta los catorce, cuando su padre lo sacó de esos muros marrones para llevarlo a esa montaña de color parecido, con las cabras.

Todo es extraño en Miguel. Un poeta de 31 años. Un poeta que sólo publicó durante una década. Un poeta joven para siempre, que nos mira en el retrato junto a la puerta desde su eterna juventud. Es el único consuelo de morir con "los balcones de las sienes de color azabache"; se es así hasta el infinito. Lo vemos extraño a Miguel y él también se sentía extraño. Decía… el pelo negro, pero canas en el corazón. Los poemas, aunque joven, se escriben con las canas.

Una de las primeras cosas que muestra Tomás es la foto de Miguel subido en una multitud, leyendo unas cuartillas a su amigo recién muerto, Ramón Sijé. Ramón era el amigo rico de Miguel; coincidieron en ese colegio que acabamos de dejar atrás.

Ramón quería a Miguel gongorino y levítico, pero Miguel volvía de sus viajes a Madrid agnóstico y libérrimo. Ramón se murió y Miguel escribió esa elegía tan bonita: "A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero".

Miguel Hernández evocando a Ramón Sijé, en Orihuela, en abril de 1936.

Miguel Hernández evocando a Ramón Sijé, en Orihuela, en abril de 1936. Cedida por la casa museo.

No sabía que Miguel y Sijé discutieron. Tampoco que no se arreglaron. Tenemos que hablar de tantas cosas. Al poco de entrar en este lugar, asaltan con la precisión de un poema las cosas que no sabemos. Las cosas que sólo pueden contar los libros y los muertos. Bueno, y nuestro Tomás. Tomás, también, que nos explica la importancia de los sonidos.

Agarra un par de cebollas que hay en el recibidor, en una cómoda cercana a la puerta. Juguetea con ellas, las hace crujir. En este instante, ¡cuántas cebollas hemos pelado antes!, uno aprende que esa piel es "escarcha". Y uno ve, sin verlo pero con más nitidez que si viera una foto, a Josefina con el niño en brazos, con el pan y la cebolla.

Era la familia de Miguel humilde, pero no pobre. O más preciso: no eran los más pobres de entre los pobres. Gracias a un hermano, el padre de Miguel conseguía hacer buen negocio con los animales, pero el hermano se murió y el negocio se murió también un poco.

Miguel, el "alumno de bolsillo pobre" (así lo recordaba su querido Sijé), tuvo que dejar el colegio y ponerse a trabajar. Cambió la parte delantera de la casa, la del colegio, por la trasera, que es la montaña. Ahí se subía con los libros que encontraba, con los papeles y hasta una máquina de escribir.

No hay en la casa del poeta ningún lugar para sentarse a leer. Y menos una mesa en la que escribir. El padre rompía y requisaba los libros de Miguel. No era cruel. Lo hacía porque lo quería. Era más fácil vivir de las cabras que de los poemas.

Entrando en esta casa tan endeble, de tan pocas habitaciones, ¡dormían las dos hermanas en el pasillo!, uno aprende la fuerza de una vocación. La de Miguel, que no encontraba explicación en ninguna rama del árbol genealógico, tumbó estos muros, tumbó la montaña y ahora nos va tumbando un poco a todos.

Antes de acercarnos a la cama de Miguel, sigue Tomás con los sonidos. Coge una lechera. Enrosca y desenrosca. Cerca de la tapa iban escondidos para salir de la cárcel los trozos de papel higiénico escritos por Miguel. A ese metal que rechina sonaba la escritura.

Callamos cuando entramos en su cuarto. Miramos la cama. Nos colocamos en la dirección que marca la luz que entra por la ventana. Es esa luz que estaba (y está) en los poemas de Miguel.

Me acuerdo de lo que me dijo otro poeta valenciano, Francisco Brines, antes de morir: "Siempre hay una rendija por la que se cuela la luz". En Miguel (esta es otra cosa rara) existió siempre esa rendija, que era un fondo de ingenuidad. Quizá fingida para proteger a los suyos. No esperaba el daño, la maldad ajena. Cuando lo sacaron de la cárcel, corrió a ver a su familia y lo detuvieron.

Miguel Hernández (esto sí lo escribió) nació con mala luna. Se le murió Sijé, se le murió un hijo de un año, murió él sin casi conocer al otro. Murió sufriendo, enfermo, pasando frío.

Aunque nos cubre un sol de invierno, hace frío en el patio. Lo han replantado con las flores que aparecen en los poemas de Miguel. Saluda la higuera centenaria. "Volverás a mi huerto y a mi higuera: por los altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera".

El suelo es de una especie de barro rojo. Ha llovido y el suelo está blando. Josefina guardó durante años, en un patio como este, los papeles de Miguel. Los escondió bajo tierra y, cuando llovía, miraba por la ventana preocupada. "Me llamo barro aunque Miguel me llame. Barro es mi profesión y mi destino que mancha con su lengua cuanto lame".

Recorremos el huerto, las cuadras. Miramos cada recoveco, cada hendidura en el suelo, cada agujero en la pared. Por allí anduvieron los libros de Miguel. ¿Y si todavía sobrevive alguno? ¿Cuántos papeles sobreviven debajo de esta tierra blanda y de barro que se llama Miguel aunque barro se llame?

Tengo que volver a Madrid por el mismo camino que Miguel Hernández. Seguro que por la carretera, por las vías del tren, también queda algo. Seguro que están alfombradas de los sueños, de los versos de memoria, del optimismo, de la vocación feliz, de escribir siempre, de los amigos de verdad. Cogemos una naranja y nos dejamos llevar en esa carretilla en la que Miguel cargaba a sus amigos.

Es extraño, todo es extraño aquí. Están muertos, pero oigo el rumor de su alegría.