Un año de ciudades y pueblos arrasados. De civiles atacados y bombardeados, de criaturas deportadas.

Un año de poner en práctica la estrategia de la tierra quemada (destruirlo todo antes de batirse en retirada) y de la estrategia de la fosa común (matar, volver a matar, matar como si se estuvieran talando árboles, porque los ucranianos son "rusos de segunda", "subhumanos", "insectos dañinos").

Un año en el que una gran potencia, miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ha desafiado al Derecho internacional, ha burlado las leyes castrenses y ha hecho gala de fuerza bruta, desaforada, sin límites, dispuesta a materializar cualquier clase de monstruosidad para remodelar el orden mundial en su propio beneficio.

Vladímir Putin durante una ceremonia en Moscú.

Vladímir Putin durante una ceremonia en Moscú. EFE

Un año después, los iraníes observan, los turcos no pierden ripio, los islamistas radicales están al acecho y se preguntan hasta dónde está dispuesto a llegar Occidente para defender sus valores e intereses.

Y un año después, China revisa sus planes de invadir Taiwán. ¿Funcionará o no? ¿Cuáles acabarán siendo las lecciones de esta guerra ucraniana? ¿Se concluirá: "No pasa nada, Estados Unidos es un imperio impotente, recalcitrante, en irremediable decadencia"?

O, por el contrario: "Los hemos dado por muertos demasiado rápido. Por error, hemos contado con la muerte cerebral de la OTAN y de Europa. La firmeza de su reacción en Ucrania es la prueba de que debemos cancelar urgentemente o, en todo caso, postergar la operación prevista en Taipéi"?

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Y ya ha pasado un año de la apisonadora rusa, de las oleadas de personas amenazadas en los frentes oriental y meridional y, sobre todo, un año de la resistencia del Ejército ucraniano ante los tristes soldados de la milicia de Wagner, adictos al vodka, criminales sacados de la cárcel para ir directos al matadero, sobornados.

Un Ejército que resiste, que se entierra en la tierra y en el fango y, cuando lo decide, cuando está seguro de tener los hombres y los medios suficientes, contraataca, reconquista el territorio perdido y corre al rescate de los principios de la democracia y de la libertad. Todo eso lo he filmado yo.

Pero esta guerra debe acabar, ya mismo.

En ninguna circunstancia debemos iniciar un segundo año de destrucción.

Y debemos hacer todo lo posible para que la comunidad internacional de dictadores no aproveche la situación para abrir nuevos frentes, nuevas brechas, ya sea en Taiwán, en Irak, en los Balcanes o en una isla griega en concreto.

Por otra parte, debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para que la resistencia de los ucranianos sirva de advertencia para los "cinco reyes", esos aprendices de brujo que tienen la tentación de seguir la senda neoimperial que ha abierto Putin.

Dicho de otra manera, Putin debe perder esta guerra.

Y ha de perderla no solo por el bien de los ucranianos, sino también por el del resto del mundo. Ha de sufrir una derrota rápida y sin paliativos.

Y los aliados de Ucrania deben decretar, en el umbral de este segundo año de guerra, sin demora ni reticencias, una movilización general de sus arsenales y sus recursos.

Eso es justo lo que ha dicho el presidente Macron en su discurso de Múnich.

Eso es justo lo que ha hecho el presidente Biden al venir a Europa a reunirse con su homólogo Zelenski en Kiev el Día de los Presidentes, cuando se conmemora el aniversario de George Washington.

Es como un gran movimiento de péndulo que relega a Putin, de repente, al campo de los desterrados de la tierra, donde se hallan sus últimos aliados, los menos lustrosos: Irán, los talibanes, los islamistas de Chechenia, los norcoreanos, los nostálgicos del colonialismo otomano.

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Aun así, oigo a las Casandras que, aquí y allá, vaticinan a gritos una escalada.

Y sé que por escalada entienden la reacción de la bestia herida, acorralada, pero equipada con armas de destrucción sin precedentes.

Pero, sobre este último punto, un año dedicado a escuchar a las distintas partes, en todos los frentes de Ucrania o más o menos, me ha convencido de dos cosas.

1. Ucrania, que era una potencia nuclear hasta el desastroso Memorando de Budapest, firmado en 1994, y por el que la nación se comprometía a trasladar sus arsenales a territorio ruso, sigue estando llena de expertos que saben de lo que hablan y que, al preguntarles, responden lo mismo: Putin no decide solo; la imagen del dictador con el dedo en el botón, capaz de desencadenar el apocalipsis, es muy ingenua; la cadena de mando en Moscú es de tal magnitud que lanzar un misil implica la participación de cien, quizá doscientas personas, de las cuales por lo menos una veintena tiene el poder de ponerle freno a todo en cualquier momento.

2. Aún más arriesgada que la hipotética locura del perro ladrador, si el chantaje de Putin diera sus frutos y si el miedo que nos infunde nos hiciera concederle ni que fuera una ínfima parte de sus exigencias, sería la certeza de ver a todos sus imitadores, tiranos y tiranillos del planeta, exclamar: "¿Así que solo hacía falta eso? ¿La bomba atómica significa tener carta blanca para todo? ¡Nos lo podrían haber dicho antes! El mundo, de un extremo a otro, por modestos que sean sus medios, cruzará entonces el umbral nuclear. La humanidad estará al borde del suicidio.

Se puede considerar el problema desde todas las perspectivas.

Pero, en el punto en que estamos, Rusia debe ser derrotada.

Y su derrota debe ser, lo repito una vez más, incuestionable, irrefutable, sin paliativos.